Durante varios años parte de mi formación como escritor, algo que nunca concluye, se gestó mediante la crónica negra. Escribí decenas de artículos y durante un año narré en Cadena SER crímenes acaecidos en Barcelona. Ese tiempo ha dejado muchas improntas en mi ser. A nivel personal la repetición del salvajismo me hizo insensible a decapitaciones y otras barbaridades de los asesinos, quizá porque acercándome a su psicología se comprende mejor el desvarío al que es capaz de llegar la Humanidad. En otro plano bebí de fuentes literarias que me hicieron afinar el tiro en mis pesquisas para revalorizar el género periodístico que se centra en la muerte provocada. Leía los periódicos y notaba que la velocidad acababa con las historias, carentes de empatía y con una información sensacionalista que en absoluto quería indagar en causas y consecuencias de los actos que llevaban al homicidio, por lo que decidí enfocar mis columnas desde una perspectiva que explicara con precisión la vida anterior de víctima y verdugo, porque de otro modo la vivencia queda incompleta y sin alcanzar pleno significado.
En este sentido debo mucho a Dino Buzzati, quien durante años pisó tribunales, se preocupó por entender a los criminales y trazó una escritura brillante donde la crónica negra adquiría una belleza cotidiana y filosófica. Tras leer sus reflexiones, publicadas en los mejores periódicos de su época, crucé un camino y pude ver con diáfana claridad que un escritor consciente tiene la capacidad de reformular lo anodino hasta volverlo trascendente.
Si fuera director de algún tabloide elegiría a prosista de primera para la sección de sucesos. Marcel Jouhandeau, a diferencia de Dino Buzzati, fue una personalidad turbia, con muchos recovecos sin los que no podríamos ni siquiera intuir la polivalencia de su escritura, repleta de múltiples quiebros, tantos como matices tenía su personalidad, que aun genera polémica en el Hexágono entre su antisemitismo y la homosexualidad que nunca aceptó porque entraba en conflicto con su honda fe católica.
Había algo de infernal en el escritor francés, una especie de niebla que le hizo interesarse en más de una ocasión por el lado oscuro de sus semejantes. En Tres crímenes rituales centra su mirada en tres asesinatos rurales donde impera una pauta que huele a sacrificio y ceremonia, con ritos sin los que la acción quedaría incompleta. La trilogía del volumen se ubica cronológicamente entre 1954 y 1957 en la Francia de la Cuarta República, cuando el país luchaba por recobrar la identidad perdida tras los años de ocupación alemana y una más que incierta posguerra. Menciono esto porque el contexto siempre se revela fundamental cuando se habla de crimen, como si la Historia determinara el modus operandi del mismo.
El primer crimen es el menos ritual del conjunto. Denise Labbé mató a su hijita de dos años, la inmoló porque así se lo pidió su novio, Jacques Algarron, o eso decía la acusada, que se diferenciaba mucho de su pareja culturalmente, no así en circunstancias existenciales, pues ambos habían sido padres muy jóvenes. Jouhandeau, gran observador, basa su disección en el juicio, donde los antiguos amantes se han vuelto el día y la noche, cada uno con sus argumentos para salvar el pellejo, ambos transitan del amor al odio y se prestan, porque no queda otra, al circo de preguntas, respuestas y suposiciones.
En el segundo caso prima la estética desde la sorpresa por la crueldad que siempre tiene frío en su cuerpo. El doctor Yves Évenou, médico y héroe de la resistencia, es un hombre apreciado por la comunidad, que ignora sus vicios, deudas y orgías. La noche del primero de junio de 1957 ordena a Simone Deschamps, una criada fea a rabiar, a su bella esposa, Marie-Claire. La chica, con pocas luces y sumisa, acata la puesta en escena, irrumpe desnuda en la habitación de su presa y le propina una certera puñada en el pecho.
La fascinación surge por el montaje de la misa negra, la manipulación desde la inteligencia usada para un fin malvado y el contraste entre el adiós de la belleza y la capacidad endiablada de lo pérfido que no tiene corazón, y podríamos decir lo mismo del tercer capítulo que el escritor galo narra con suma maestría, incidiendo en la basura del alma para mostrarla al lector desde un prisma caleidoscópico, posible porque Jouhandeau se funde con el cura de Uruffe, una bestia con sotana, pío con su Dios y profano en el cumplimiento de su oficio.
Guy Desnoyers debió creer que el minúsculo pueblo de Uruffe era su feudo. Ligaba con las feligresas, las embarazaba y luego las convencía para que abandonaran el fruto custodiado durante nueve meses en el vientre. Esta treta le fue bien en una ocasión, pero con Régine Fays, una adolescente que sedujo durante una actividad teatral que él mismo organizaba, las cosas tomaron un cariz preocupante que le llevó a querer deshacerse de la chica, y lo hizo con un tiro a quemarropa. Lo peor vino después. Una vez hubo comprobado que había dado en el blanco sacó a su propio hijo de las entrañas de la madre y acabó con la criatura clavándole un puñal en la espalda y desfigurándole el rostro.
La locura, el raptus, se concretó con el bautizo antes de dar muerte. Jouhandeau quiere entender la aparente desconexión de Desnoyers durante el juicio, donde relucen los arrebatos de fe, y el momento que le llevó a una más que merecida condena. La iglesia, como puede deducirse, intentó ocultar la fechoría, sin éxito, porque los medios de comunicación vieron que los sucesos daban mucho juego, aunque aquí el morbo no destaca, pues el escritor sólo quiere adentrarse en la esquizofrenia de un hombre devoto que desvió su conducta hasta límites insospechados, un poco como él mismo, quien durante su juventud pensó en tomar los hábitos.
Cierra el libro, un ensayo oculto sobre la condición humana, una valoración sobre algunos aspectos que inciden en la suerte de los casos. En primer lugar se habla, mal, de los tribunales populares, dotados de poca capacidad para juzgar porque las personas que los componen abandonan sus actividades del día a día para convertirse en balanzas que pueden conceder vida o muerte. La principal crítica del funcionamiento del sistema judicial de la época recae en las mujeres, demasiado pasionales y ansiosas de sangre según el autor. Esta misoginia era producto de la novedad que suponía en los cincuenta que el género femenino se incorporara a un mundo que, como todo lo demás, siempre había sido de hombres. La última apreciación, correcta y aun vigente, estriba en la labor destructiva de los periodistas, que por aquel entonces querían carnaza que acrecentaban a través de exageraciones, algo que crispaba a Jouhandeau, otro nombre digno de figurar en la lista de literatos que trataron lo negro desde una óptica más racional, con un tacto que todavía echamos de menos.
Por Jordi Corominas i Julián.