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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Son las cuatro de la tarde en México y Elena Poniatowska está cansada cuando coge el teléfono. Se le nota, son ochenta y dos años. Me dice con esa naturalidad y dulzura que le caracterizan -una de sus principales armas de trabajo- que «como no he comido todavía, estoy un poco idiota». En absoluto, una delicia escucharla en una conversación de frases más que cortas, quintaesencias. Les juro que como si fuese mi abuela cargada de historias. El próximo mes vendrá a España a recoger el Premio Cervantes, en pocos días saldrá su última novela aquí, El universo o nada, a la par que se reeditan otros títulos. Para colmo, en un avión esta misma semana, coincido en el asiento de al lado con un señor que lee otra obra suya, Paseo de la Reforma. Un cruce de caminos en el aire. Poniatowska es chiquita -«como un perro sentado», dice ella-, pero, por dentro, inmensa. «Hay que tomarse las cosas como van viniendo, sin alborotarse demasiado.»

Su familia, vinculada a la nobleza europea, y su infancia tienen una narrativa muy novelesca. ¿Qué recuerda?

Es un tiempo de mucha felicidad. Nací en París en 1932, el 19 de mayo, y vine a México diez años después, en 1942. En París, a pesar de la guerra, fui una niña muy privilegiada. Vivía en una casa con un enorme jardín, la casa estaba llena de obras de arte. Me acuerdo de que mi abuelo era amigo de Debussy, el músico; de Mallarmé, de los franceses más distinguidos. De un actor que se llamaba Sacha Guitry. A cada rato tenía muchas mujeres, pero sólo a la última le dijo: «Tú serás mi viuda». Era una niñez llena de acontecimientos.

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