En pocos espacios como el tribunal convergen con tanta intensidad las miradas escrutadoras, la ansiedad de la condena y la violencia de la justicia. De ahí, pues, la necesidad de un escritor que registre cada detalle y cada inflexión en el curso de los acontecimientos, que desmenuce a los actores del caso hasta sus últimas consecuencias. Como su título indica, Tres crímenes rituales recoge sendos sucesos acaecidos en la Francia rural de los años 50 que, examinados por el microscopio de su autor, devienen un genuino catálogo sobre las siempre difíciles relaciones entre lo humano y lo moral.
Lo humano no es capaz de expresar lo que se siente cuando lo inhumano ha hecho lo que ha hecho. Por boca de un canónigo que refleja su estupor ante el crimen cometido por el párroco de la pequeña localidad de Uruffe -uno de los tres crímenes analizados en el libro-, Jouhandeau enuncia la quimera que intentará conquistar en su obra: encontrar las palabras que, entre toda la abyección del asesinato, hallen al hombre o a la mujer que los ha cometido. Esa pureza en el mal que señala Luis Antonio de Villena al describir su obra, la misma cuyo encanto nos cuesta tanto asumir como también repeler. La vida de Jouhandeau fue, como la de muchos cómplices literarios de la primera mitad del Siglo XX, un continuo claroscuro. Si bien su homosexualidad le llevó a zozobrar entre periodos en los que practicaba el amor con otros hombres sin miramientos y etapas en las que renegaba de su condición para permanecer junto a su esposa; lo cierto es que en Jouhandeau jugaron en contra tanto su estúpido antisemitismo, del que trató de desdecirse como pudo, como las tiradas relativamente minúsculas de su obra. La moral, la belleza del mal y el tempestuoso sentimiento religioso aderezan una prosa que parece esculpida en otro tiempo, tan precisa en su escrutinio de las pasiones (y pulsiones) humanas como hermosa en sus formas.
En Tres crímenes rituales, Jouhandeau no se conforma con analizar los motivos de un parricidio y de tres homicidios, sino que también busca a través de su escritura una manera de proporcionar compañía a esos individuos que imagina situados junto al estrado. En efecto, su escritura a veces se asemeja a la de un fiscal que contrapesa los delitos y las causas, que vuelve una y otra vez sobre cada episodio del relato y pasea su mirada sobre cada hecho recogido en el sumario. En este punto, uno podría imaginar a Michel Foucault mientras enunciaba aquel saber bajo que se movía entre las prácticas y saberes institucionalizados. Sin embargo, Jouhandeau busca lo repulsivo, el crimen y las tinieblas, el gesto del cura de Uruffe cuando desfigura a su hijo recién nacido pensando que así nadie podrá reconocer los rasgos que comparte con él. La escritura de Jouhandeau se abraza con el mal, se deja mecer con la misma calma con la que escucha las declaraciones de los homicidas; abiertamente, su deseo es penetrar en lo más hondo, en lo abyecto, sentirse cautivo por un instante de esa emoción para, acto seguido, distinguir, como decía Villena, el bien. De ahí la piedad que siente por la parricida que ha asesinado a su hija víctima de los designios de su amante o esa rara ternura que despliega con la mujer de provincias que ha matado, casi en un trance hipnótico, a la esposa de un hombre que ni tan siquiera desea poseerla. No importa, pues tras el relato que monta su autor siempre se intuye una especie de perdón, de blanda comprensión con los humanos que en algún momento de sus vidas se han disfrazado de monstruos. He ahí uno de los aspectos más atractivos de su estilo, en su manera de amalgamar el escrúpulo de un fiscal con la conmiseración de un párroco.
Jean Genet, que se reconocía influido por la obra de Jouhandeau, hizo de su literatura un enorme edificio -tan grande como los correccionales de menores en los que se crió- en el que distinguir su voz, la del marginado y desclasado que ha encontrado en ese lugar su razón de ser, de la nuestra. En cambio, Jouhandeau era el tipo de escritor capaz de saltar de un lado al otro, satisfecho con sus contradicciones y fascinado por aquello que, por indescriptible, desprende el ser humano. Esa es, tal vez, la diferencia entre creer en el mal y utilizarlo como una categoría estética. Jouhandeau creía, como también en el temor que lo atenazaba ante sus dilemas vitales. Tres crímenes rituales es una obra breve y, sin embargo, extraordinariamente concisa, donde nada sobra ni falta; quizá menos tormentosa que De la abyección o Tiresias, pero a buen seguro más ilustrativa de la tensión que anida en su autor. «No recorremos esos senderos que bordean los abismos sin despertar ciertos poderes malignos que ignorábamos tan a nuestro alcance; y una vez que los hemos desatado, como aprendices de brujo, nos resulta imposible dominarlos».
Por Óscar Brox.