Confieso que cuando me disponía a escribirles aquí algo acerca de El unicornio, de Iris Murdoch, tenía unas cuantas ideas más o menos hilvanadas en la cabeza, pero ahora, ante el teclado experimento una especie de bloqueo mental difuso que hace que cualquier comentario sobre esta obra, adictiva y enigmática a partes iguales, me parezca innecesaria y superficial, casi ridícula. Me ocurre esto con determinados libros, aquellos que tienen una carga simbólica tan importante que casi -o sin el casi- entran de lleno en el género de la fábula. Y yo, en estos casos, me inhibo, qué quieren que les diga. Que cada cual encuentre la llave, la interpretación, la chispa. Y si no la encuentra, no pasa nada. Hay historias -y eso no les resta validez, belleza o conocimiento- que pueden sobrevolar nuestra cabeza durante meses, años, a veces durante toda la vida, sin que podamos hallar un resquicio siquiera de su potencial o potenciales significados.
No les asuste esto. Esta carga simbólica no le resta en absoluto encandilamiento -apasionamiento, sería más exacto decir- a la lectura de El unicornio. Al contrario, la intensifica. Murdoch trabaja en varios planos, al menos dos: uno, el meramente argumental, que incluye ingredientes de la novela gótica y que absorbe por completo la atención del lector (no queden con amigos para salir o adquieran cualquier otro compromiso social durante los días que dediquen a leer esta obra, porque el enganche puede ser severo, ya les aviso); y dos, el plano metafórico, alegórico o filosófico -como queramos llamarle-, imbricado con pasmosa habilidad y naturalidad en la narración, en los diálogos, en el comportamiento de los personajes y que parece querer decirnos, inculcarnos alguna profunda lección moral o de vida. La continua oscilación entre ambos planos es lo que hace que la historia resulte al mismo tiempo transparente y oscura, clarificadora y ambigua, consciente y onírica. Verosímil y siempre extraña y misteriosa. Para algunos, que buscan el círculo cerrado, podría ser demasiado inconcreta o incluso (deliberadamente) inaprehensible; no es mi caso, que disfruto enormemente con las novelas que no me lo explican todo. Que me dejan libertad, margen, espacio para completar lo que se me cuenta.
Claro está que de un planteamiento novelístico tan arriesgado sólo puede salir airoso un escritor con unas condiciones excepcionales. Es el caso de la autora que nos ocupa, dotada de una inteligencia y una preparación intelectual fuera de lo común. La escritura de Murdoch alcanza en El unicornio alturas siderales y se encuentra, sin duda, entre las más elaboradas de su producción. Las brillantes descripciones, observaciones y pensamientos que traspasan la obra, el ritmo de la narración, la sagaz dosificación de la tensión y del suspense, la belleza de su prosa, en definitiva, son un verdadero banquete para cualquier lector exigente. Ese magistral capítulo (creo recordar que es el veinte) en que Effingham se pierde en el bosque es compendio, paradigma y culmen de lo que digo; y resulta antológico de la calidad literaria del libro.
No voy a entrar aquí en juicios sobre el significado de El unicornio (estén tranquilos, no es mi intención darles la brasa ni premeditar, cuanto menos chafar, su lectura). Pero sí les diré cuál ha sido el leitmotiv que me ha percutido la cabeza leyendo los avatares de estos personajes que pululan alrededor del caserón de Gaze y en ese paisaje de acantilados y páramos. Que hay que vivir sin miedo. Que vivir sin miedo es la mejor y única receta posible para intentar disfrutar de nuestra existencia. «La culpabilidad -se dice en un momento de la novela- mantiene a las personas prisioneras de sí mismas». La culpabilidad, el arrepentimiento, la conciencia, los pensamientos.
Por Jesús J. Pelayo.