Si el enigma de la primera remitía a Los crímenes de la calle Morgue de Poe, la segunda se inspiró en la muy celebrada Trilby de George du Maurier -véase el memorable retrato del ilustrador victoriano, confrontado al de su gran amigo Henry James, en la estupenda novela de David Lodge, ¡El autor, el autor!-, pero al menos entre nosotros, para nuestros padres o abuelos o para quienes la vimos de niños, El fantasma de la Ópera es sobre todo conocida por la adaptación al cine (1943) de Claude Reins, que no ha sido la única -la más prestigiosa versión muda de 1925 aportó la imagen icónica de Lon Chaney- pero multiplicó el ascendiente de la atormentada criatura de Leroux como personajes señero del terror gótico.
Obra del dibujante francés Christophe Gaultier, autor de una aplaudida versión de Robinson Crusoe o de una reciente biografía gráfica de Gaugin -con guión de Maximilien Le Roy, al que conocemos por su participación en el álbum que recreaba la «vida sublime» de Thoreau-, el cómic de El fantasma de la Ópera destaca por su énfasis en los elementos más líricos de la historia -el amor imposible de la bestia por la bella, la pasión de la infancia revivida por el reencuentro- y por su cuidada composición de escenas, visible en los fragmentos de las actuaciones musicales o en episodios como el baile de máscaras, los diálogos de interior en el camerino de la diva, la conversación en los tejados de la Ópera o el descenso a los infiernos en el mundo subterráneo donde el fantasma esconde su melancolía. «Erik era un niño prodigio, un auténtico genio de la música (…) Hasta que de la noche a la mañana, y sin razón aparente, se convirtió en un criminal», dice su perseguidor, el obstinado comisario persa que ayuda al vizconde en su búsqueda. Coloreadas por Marie Galopin, que les ha dado una sugestiva textura pictorizante, las viñetas de Gaultier resaltan el tenebrismo de un drama que alterna el horror, el misterio y los ingredientes sentimentales en la mejor tradición romántica.
Por Ignacio F. Garmendia