Connemara o el infierno, bramaba Cronwell. El destierro o la muerte, quería decir. Y el destierro no era a un lugar idílico: Connemara ahora se nutre -literalmente- de sus mares rugientes y de sus paisajes fieros, pero antes tales condiciones no invitaban precisamente a asentarse por elección propia. El burren, zona que hace linde con los acantilados de Moher -ya famosos, por supuesto, en vida del matrimonio Murdoch; hoy día son la atracción más visitada de Irlanda- es poco más que un desierto de piedra. Salpicado de dólmenes y flores extrañas, de cuevas lujuriosas, de fuegos fatuos, sí. Pero un desierto.
Es cierto que los acantilados resultan sobrecogedores. Y lo son a pesar de lo mucho que se han empeñado los desarrolladores turísticos en emacularlos: son hermosos porque son terribles. También ostentan, como el territorio que los rodea, una naturaleza liminal, extrema: también parecen hablar, también parecen invitar a creer, aunque uno no sepa exactamente en qué, aunque intuya que esa creencia, en todo caso, sería cualquier cosa menos consoladora.
Sin embargo, es bien cierto que se trata de un rincón poderoso: si hay lugares por los que la tierra respira, ese es sin duda uno de ellos.
Toda esa condición liminar fue con la que se topó Iris Murdoch cuando se decidió a visitar la costa oeste de Irlanda a principios de los años 60 -y entonces su condición de feérico por brumoso, por desgajado, por terrible, debía ser aún más patente-. A partir de ese mimbre de frontera, del juego con lo terrible, con lo imposible, con el delirio de fuera de la realidad, bajo las normas que rigen la ortodoxia feérica, desarrollaría El unicornio: una novela inusual en el total de la producción literaria de la escritora que ha sido recuperada ahora por Impedimenta, en traducción de Jon Bilbao.
Las pistas de este juego dentro de los códigos de las historias del sídhe de la tradición irlandesa nos las da ya la autora en el mismo inicio de la narración. Nada más aterrizar en Connemara, Marian Taylor, su protagonista, se siente perdida. Su desempeño como lectora en una aislada casa señorial marcará su incursión en un escenario con personajes y coordenadas que parecen fuera de la lógica, fuera del tiempo, como si se hubiera introducido en un túmulo de hadas.
De hecho, al lector le ocurre algo semejante: de tanto en tanto, en la historia de Murdoch mencionan algún aeropuerto, aparece algún todoterreno, y uno parpadea, incrédulo, de repente trasladado a la realidad, pues lo que se cuenta bien pudiera estar sucediendo hoy día, o en época victoriana, o en la regencia, durante el reinado de los jorges, de la reina Ana. Podía estar sucediendo -como los cuentos de hadas- en cualquier momento. Las cosas que no son y que son siempre.
Marian Taylor, con sus trajes mal cortados, con su vida ordinaria, ha caído en efecto en un «agujero», en un espacio separado de la realidad, esquizoide. Los habitantes del castillo de Gaze también son liminales, como la tierra que les rodea, y danzan en un limbo inexplicable en torno a Hannah, su peculiar Titania. Sospechosa de haber intentado asesinar a un marido ausente que exige su clausura, Hannah se repliega en lo que podría parecer una mezcla exacta entre síndrome de Estocolmo y culpabilidad, y no sólo acepta su castigo sino que disfruta en él, organiza todo un mundo, en torno a él. Hannah está, como si dijéramos, bajo el efecto de un hechizo. Todos terminan estándolo, en esa especie de túmulo que los demás observan desde lejos, que ejerce, desde luego, atracción magnética. Algunos, como Denis Nolan, con su conexión excepcional con la naturaleza del lugar, parecen pertenecer de manera especial a esas coordenadas incomprensibles. Otros, como Effigham -el inevitable enamorado de lo irreal, tan feliz en sus ensoñaciones que detesta que le señalen lo insano que es amar un rayo de luna- vienen del mundo «exterior» -de ese mundo de ciudades y oficinas que parece existir en otra dimensión-, pero acepta sin problema esas anómalas reglas de comportamiento que rigen el lugar.
Nadie -excepto Marian Taylor, un elemento exógeno y no contaminado- parece considerar siquiera la opción lógica. Escapar. Urdir un plan. Desobedecer las órdenes. Salir de aquel pegajoso castigo aunque fuera para entregarse en la comisaría más próxima. Pero, como en el mito de la dama de Shalott, la incursión del mundo exterior, o en el mundo exterior, provocará que se rompa el equilibrio. Llamará a la tragedia.
Todos los reunidos en el castillo de Gaze -excepto la propia Marian, como ella misma indica- parecen tener algún pecado que purgar. Y todos ellos parecen estar haciéndolo especularmente, a través del castigo que se autoimpone Hannah, el unicornio. Su figura ha servido como consuelo y expiación de los pecados en una especie de pureza neurótica y, a medida que avance la historia -y parezcan disminuir sus fuerzas-, el deseo estéril del que ella misma era objeto, que ella ha obturado, se liberará, irá reconduciéndose.
Cuando las reglas del mundo de las hadas se rompen, cuando uno insiste en salir más allá de los límites, lo que ha pertenecido a ese mundo termina extinguiéndose. Uno llega a la estación de tren, mira el billete, y lo imposible, lo fantástico, el fuera del mundo, desaparece a golpe de mundanidad.
Todo se deshace, como si nunca hubiera existido.
El que uno era se convierte en cenizas.
Por Pilar Vera.