Recuerdo una vieja campaña de promoción de la lectura –cuando al Estado parecía importarle esta cuestión- cuyo lema consistía en una simple y aparentemente bonita frase, en defensa de los tan denostados cómics: «Donde hay un tebeo, mañana habrá un libro». Como te pillaba de improviso, parecía un leit-motiv positivo y enrollao, que apoyaba no solo la lectura en general, sino la de los tebeos en particular. Naturalmente, era terriblemente engañoso y siniestro. Me lo hizo notar, años después, Jorge Iván Argiz, gran conocedor del medio, quien ironizaba al respecto, no sin razón, pues con aquella frasecita biempensante lo único que quedaba realmente claro es que los cómics no eran sino un primer paso pedagógico hacia el libro, estableciendo una clara jerarquía intelectual entre ambos medios, en la que el tebeo ocupaba el escalafón más bajo. Traducido al idioma humano, lo que quería decir este lema capcioso era algo así como: “No pasa nada si leen tonterías dibujadas de esas, que así por lo menos leen, y, a lo mejor, un día leen un libro de verdad, hombre”. Lo triste es que, con seguridad, quienes pergeñaron esta campaña pro-lectura no fueron conscientes, ni lo serían ahora, posiblemente, de estar introduciendo tal mensaje subliminal –no muy subliminal, en realidad-, y si por casualidad leyeran estas líneas (es decir, si han abandonado ya los tebeúchos), probablemente se sentirían tan incomprendidos como malinterpretados. […]
Ciertamente, con los años no tardé en descubrir buena parte de aquellos originales de los que partían estas Joyas Literarias Juveniles, descubriendo así además las virtudes intransferibles de la prosa de sus autores… Pero al mismo tiempo descubrí también, para mi sorpresa, un fenómeno curioso: a veces, era mejor el tebeo que el libro. Siempre preferí y sigo prefiriendo el Oeste de Karl May en las ilustraciones de Fuentes Man que en la divertida pero trasnochada prosa germanófila de su autor. Un lacrimógeno dramón como Sin familia de Hector Malot o Corazón de D´Amicis me resultó mucho más digerible en su versión tebeo que en la auténtica y literaria… Por el contrario, curiosamente, aunque el libro me proporcionara un placer y experiencia singulares, no conseguía hacerme olvidar su versión dibujada, cuando esta era especialmente de mi agrado.
Así, Los últimos días de Pompeya de Lytton, que despertaron mi fascinación por el paganismo pese a su supuesto mensaje cristiano, me devolvieron tras su lectura libresca y de inmediato a las expresivas viñetas de Ángel Pardo, o Viaje al centro de la Tierra, una de mis favoritas de Verne, me viene siempre a la cabeza, pese a su lectura y relectura en ediciones tan cuidadas como las de Alianza o Valdemar, en los exquisitos dibujos de Luis Casamitjana. Es decir, era ya tan burro yo entonces que donde había un tebeo, no solo no ponía el libro, sino que después de leer este… ¡seguía prefiriendo aún el tebeo!
LECTURA MARAVILLADA Y MARAVILLOSA
Vienen todas estas reflexiones a cuento de la lectura maravillada y maravillosa –cuando se habla de historieta la lectura es más que lectura: es experiencia visual al tiempo que literaria- de dos joyas literarias formato historieta, recién editadas por Impedimenta, cuyo sello es por demás sobrada garantía de rigor y buen gusto. Se trata de dos adaptaciones tan distintas entre sí como puedan serlo sus fuentes de inspiración. Por un lado, Vida y opiniones de Tristram Shandy, caballero de Martin Rowson, según Lawrence Sterne. De otro, El fantasma de la Ópera de Christophe Gaultier, según Gaston Leroux. De una parte, un clásico universal reconocido y reconocidamente inadaptable. De otra, un clásico de la literatura popular y el folletín gótico, adaptado hasta la saciedad. En ambos casos, sendos ejemplos de que cómic y literatura son sin duda formatos interrelacionados, pero bien distintos, cuyos lenguajes se llaman el uno al otro, pero en absoluto se sustituyen entre sí. No existe ni puede existir relación jerárquica alguna entre ambos, como no la hay entre una sinfonía de Beethoven y un fresco de Miguel Ángel, sino bien al contrario, interacción creativa y enriquecedora, como pudiera desprenderse de escuchar la primera mientras contemplamos el segundo.
Martin Rowson, polémico caricaturista político, novelista y humorista británico feroz, que conjuga la herencia del cartoon moderno y el underground más iconoclasta con la tradición del grabado satírico inglés de Hogarth, Gillray o Cruishank, creador de un estilo tan personal e intransferible como barroco y surreal, comparable en cierto modo a los de Scarfe, Terry Gilliam o Bill Plympton, se enfrenta el clásico anti-narrativo por excelencia de la historia de la literatura no con falso rigor o respeto impostado, sino siguiendo la línea maestra trazada por Sterne, pero inventando y reinventando el original literario, fiel a su espíritu, a gran parte de su letra y, sobre todo, a su heterodoxia revolucionaria e iconoclasta.
El Tristram Shandy de Rowson es una absoluta delicia, modelo ejemplar de ingenio exuberante y ajeno al desaliento, que utiliza el texto de Sterne como estribo al que subirnos en un enloquecido caballo de Troya, introduciéndonos hasta las entrañas de la corrección política y el establishment literario y cultural actual, para desmontarlo y hacerlo explotar desde dentro, con un torrente de imaginación gráfica, soluciones visuales y narrativas impredecibles y humor tan corrosivo como simple y sencillamente desternillante. Paráfrasis, comentario, perífrasis, análisis, deconstrucción, reconstrucción, adaptación, apéndice, ilustración, traición, digresión, disertación y, sobre todo, recreación titánica de la obra maestra de Sterne, esta Vida y opiniones de Tristram Shandy es, sin ir más lejos, tan única y especial como la novela.
Y, como esta, me ha hecho reír hasta las lágrimas, resucitando sus personajes, situaciones y compleja arquitectura literaria al tiempo que reutilizando todo ello como comentario shandyano de la cultura y el mundo contemporáneos. Highlits de la obra son la inclusión de Tristram Shandy the Movie, dirigida por Oliver Stone; la parodia de estilos literarios que convierte la narración en Serie Negra, realismo sucio americano o realismo mágico latino, y el virtuoso homenaje a Durero, Hogarth, Beardsley y Grosz, que roza lo genial. Como poco, habría que reconocerle a Rowson su atrevimiento por trasladar un clásico intocable de la literatura a la viñeta… Pero como si eso no le bastara, el artista británico ha adaptado también a la historieta Los viajes de Gulliver de Swift y, agárrense los machos, ¡La tierra baldía de Elliot!
ELEGANCIA Y SENCILLEZ
En las antípodas estéticas del barroquismo y el exceso de Rowson, que recrean y reinventan la obra original por medio de una mímesis formal renovadora, El fantasma de la Ópera de Gaultier nos ofrece un ejemplo de síntesis plástica y narrativa, con elegancia y sencillez cautivantes. Gaultier, uno de los jóvenes (ya no tan jóvenes) talentos de la Nueva Ola (ya no tan Nueva) de la bande dessinée, junto a autores como Joan Sfar o Christophe Blain, procede de la animación cinematográfica –recuérdese su participación en la exitosa Bienvenidos a Belleville-, y esta experiencia ha dejado poso en su capacidad como narrador, que articula visualmente la acción con una ausencia notable de apoyo literario, utilizando solo aquellos bocadillos y bloques de texto estrictamente necesarios para el seguimiento de la enrevesada trama de Leroux.
En este caso, Gaultier, personal adaptador al cómic de Defoe o Stephen Crane, sigue con gran fidelidad el original literario, tantas veces masacrado por el cine y otros medios, para conseguir, sobre todo, una recreación estética singular de la atmósfera macabra, siniestra y trágica de la historia de Erik y su amor criminal por la cantante Ingrid Daáe. Mérito no menos singular es lograr que el perfil romántico del malvado y patético fantasma planee sobre la peripecia folletinesca sin desvirtuarla, despertando la simpatía del lector sin recurrir al melodrama, al tiempo que el grafismo, entre ingenuo y expresionista del autor, que bebe en la tradición y la herencia de Tardi o Fred, aporta una cualidad visual propia del serial y el cine mudo al álbum en su conjunto.
Mudo, pero no en blanco y negro, ya que otra de las bazas principales de este Fantasma de la Ópera es el colorido pálido, espectral y al tiempo mullido y sofocante de Marie Galopin, que contribuye al éxito de la empresa. De vez en cuando, las páginas elegantemente compuestas y las viñeras sobriamente distribuidas por Gaultier explotan en una exhibición a toda página de auténtica maestría pictórica, que sorprende al lector, dejándole sin aliento.
Bien, pues el disfrute inenarrable e intransferible, que intento humildemente transmitir en parte aquí, de estas dos joyas literarias dibujadas del arte ahora llamado novela gráfica, anteriormente conocido como tebeo, es, para mí, consecuencia lógica de aquél movimiento que se inició en mi interior un día ya lejano. Ese mecanismo perverso que pusieron en funcionamiento años ha, aquellas otras Joyas Literarias Juveniles que, en teoría, debían haberme puesto en el buen camino de abandonar, con el tiempo, la lectura del primitivo e infantil tebeo, por la del egregio y digno libro, mucho más elevada. ¡Menos mal que no fue así!
Puede que algún día, cuando se derrumbe la estructura piramidal que han construido sobre nuestras cabezas, donde las calidades se confunden con las cualidades y los medios con el mensaje, aprendamos que no existen medios mejores ni peores. Que las artes y el gusto no se construyen ni constituyen los unos por encima de los otros, sino en líneas paralelas que se pierden en el infinito, infinitamente comunicadas entre sí por puentes transversales infinitos, vasos y matraces alquímicos, por los que podemos y debemos transitar siempre, cada uno en busca de su Santo Grial particular. La historieta, imagen y letra, signo e icono, como buen bastardo, sin duda miembro de la realeza, es uno de los más sólidos puentes que se ofrecen a nuestros pies de barro, en su perpetuo paseo por el amor y la muerte. Ojalá que donde muchos tienen un libro –el premio Planeta de este o cualquier otro año-, haya alguna vez un tebeo como los de Martin Rowson o Gaultier.
Por Jesús Palacios.