cabecera 1080x140

Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Linda bailarina

Se trata de la historia de un japonés que, por una promoción en su trabajo, consigue un traslado a Europa -un lugar que le cuesta entender, rodeado de personas a las que le cuesta tratar.

“Me enamoré de la chica de la esquina, / estaba loca como su mamá. / Por lo que veo, caminar no le alcanza / Oh, ¡cómo quiero a esa loca!”, canta Charly García en Linda bailarina, y eso puede funcionar como banda de sonido para esta lectura (o no). Con traducción del japonés a cargo de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés, la editorial española Impedimenta publicó este relato largo que data de 1890. La edición es exquisita. En la portada nos recibe una obra de Nakazawa Hiromitsu de 1906, cuya paleta de colores se continúa en los interiores. Se llama Mujer con una guirnalda de copos de nieve: los ojos están escondidos por los párpados, porque miran hacia abajo, y las manos intentan con delicadeza el equilibrio de lo imposible. No hay que esforzarse demasiado para comprender que una guirnalda de copos de nieve no puede durar. Que es un ornamento pasajero, un embellecimiento tan majestuoso como fugaz. Así, también, podría pensarse al amor –o por lo menos al tipo de amor al que Mori Ōgai condena a las mujeres que escribe.

Ōgai fue uno de los escritores más importantes de Japón de principios de siglo veinte. Su nombre verdadero era Rintaro Mori, y había nacido en 1862 en Tsuwano. “Su padre ostentaba el cargo hereditario de médico del señor feudal de su pueblo y, al ser Ōgai el primogénito, se dio por hecho que seguiría la tradición familiar”, se explica en la solapa. Después de graduarse en la Facultad de Medicina de la Universidad de Tokio pasó varios años estudiando en Alemania. Cuando volvió a Japón llevó una doble carrera como médico (médico militar, alcanzando el rango de General Médico) y escritor. También se dedicó a la traducción del alemán de autores como Goethe, Ibsen o Schiller. Manejaba el chino, el holandés y el alemán, fundó revistas científicas pero también literarias y, tras su retiro, fue director del Museo Imperial. “Entre todos los camaradas del campo literario fue capaz de sostenerse en mundos opuestos a lo largo de su vida, sin renunciamientos. Su pasión intelectual y su lúcida incomodidad son reflejo de ese momento de espléndida adolescencia intelectual de Japón”, explica Amalia Sato en la edición argentina de En construcción, editado por Adriana Hidalgo.

Hay dos récords que advierten los editores alcanzó Ōgai: fue la persona más joven en graduarse como médico en Japón, con 19 años, y también fue el primer japonés en viajar en el Orient Express.

“En todo sueño siempre hay un momento en el que, pase lo que pase, se revela irremediablemente la verdadera naturaleza de uno mismo. Durante toda mi vida me había limitado a seguir un camino pautado por otros. Había obedecido al pie de la letra las palabras de mi padre moribundo y cumplido a rajatabla con todas las enseñanzas de mi madre. (…) Sin embargo, durante todo ese tiempo, no fui más que un sujeto pasivo, un autómata sin verdadera conciencia de mí mismo. (…) Parecía como si mi verdadero yo, profundamente aletargado hasta ese momento, fuera aflorando poco a poco a la superficie y amenazase a mi yo anterior. (…) En la universidad abandoné las clases de Derecho y me interesé cada vez más por la Historia y la Literatura. Finalmente, me decanté por el mundo de las artes y logré disfrutar de él”, escribe en el relato. El personaje de su historia no se dedica a la medicina sino al derecho, pero hay otra secuencia en La bailarina que acompaña a la anterior: “Cuando llegué por primera vez a Alemania pensé que había descubierto mi verdadera naturaleza y me juré no dejarme utilizar nunca más como si fuera una simple marioneta. Quizás fuese solo el orgullo de un pájaro al que han dejado en libertad el tiempo suficiente para que pueda batir sus alas un par de veces mientras sigue atado por las patas”.

En la extensa introducción de la que se encarga Cordobés, se indica que la obra del autor es “discontinua, variada y diversa en el sentido de que no se limita a una sola temática y toca distintos palos, debido, quizás, a su sorprendente inquietud intelectual, a su curiosidad y a su enorme capacidad expresiva”. El traductor lee a Ōgai en juego con Natsume Sōseki (“de alguna forma representan el anverso y el reverso de una misma época”) y se sabe también que Yukio Mishima tenía al autor de La bailarina como referencia, en un lugar de admiración. Cordobés se dedica muy bien a presentar, además de al autor, las condiciones de posibilidad históricas que produjeron una obra como la suya en el marco de lo que llama “una nueva literatura en Japón”. Este relato, según indica, fue el primero allí en el que un “autor-protagonista de la obra habla en primera persona y expresa sus propias emociones”.

Se trata de la historia de un japonés que, por una promoción en su trabajo, consigue un traslado a Europa -un lugar que le cuesta entender, rodeado de personas a las que le cuesta tratar. Conoce a una alemana llorando en la puerta de la iglesia e inician una relación, la más profunda de las relaciones que tendrá en ese lugar.

Cordobés dice que esta puede leerse o bien como una novela de amor o bien como el relato de una traición, y si bien aquí se propone decididamente leerlo del segundo modo, no se coincide del todo. Para Cordobés, Toyotaro, el personaje, “apenas decide nada y así lo confiesa” y “se verá obligado a traicionarse a sí mismo además de traicionar su amor”. Para no adelantarle el final a los futuros lectores, sólo se dirá que conviene poner en duda el papel de inocente víctima de Toyotaro. O, por lo menos, que si bien quizás en 1890 esta podía ser recibida como una historia de enamoramiento imposible, “una hermosa alegoría sobre el amor y la renuncia”, hoy día esa lectura peca, por lo menos, de insuficiente, porque excluye la problematización del lugar y el trato que se le da a las mujeres en las historias. Por caso: que se presente al encuentro diciendo que se trata del de un joven estudiante japonés con “una bailarina alemana, pobre y bellísima, que poco a poco lo va seduciendo hasta atraparlo”.

Otra de las obras de Mori Ōgai es El ganso silvestre, de 1913: es la historia de una chica que, después de un matrimonio fallido con un policía bígamo, comienza una relación como amante de otro hombre, para más tarde enamorarse de un estudiante que finalmente la abandona al irse a Alemania a estudiar. Otama, la protagonista de esa historia, sufre distintas instancias de humillación. Pero la reflexión que el escritor prepara para ese personaje es la que sigue: “En su mortificación había muy poco odio por el mundo o por la gente. Si uno le hubiese preguntado, de hecho, lo que le molestaba, la respuesta hubiese sido, quizás, su propio destino”. Y como reacción le ofrece nada más y nada menos que la resignación.

La bailarina podría leerse, en este sentido, como la continuación del recorrido de ese estudiante. Cordobés indica que fue la propia experiencia de vida de Mori la que dio pie a esta historia, aunque “el verdadero nombre de la mujer que se esconde tras el personaje de Elise permaneció en secreto”.

También puede leerse en juego con América, de Kafka, no solo en cuanto al tema de la experiencia inciática del extranjero en otro continente, a la obnubilación y al choque cultural, sino también en cuanto a esa costumbre de escribir mujeres como cargas que se toman y se abandonan –para peor, embarazadas: “Cuando Karl Rossman, un muchacho de dieciséis años, a quien sus pobres padres habían enviado a América porque había sido seducido por una sirvienta, la cual había tenido un hijo de él, entró en el puerto de Nueva York a bordo de aquel buque cuya marcha se había hecho ya lenta, la Estatua de la Libertad, que hacía mucho venía observando, se le apareció como envuelta en una luz solar que repentinamente se hubiese vuelto más fuerte”. Ese es el comienzo de la novela a la que Max Brod se refiere como parte de una trilogía de la soledad que se completa con El proceso y El castillo. Puede pensarse que Karl, un chico alemán, se va justamente del país al que Toyotaro llega con esperanzas de futuro, para depositar las propias, a su vez, en otro continente. El primer contacto que tiene Karl al llegar es con un fogonero del barco, quien le recomienda estudiar: “Si usted en Europa quería estudiar, ¿por qué no va a quererlo acá? Las universidades americanas son, por cierto, incomparablemente mejores que las europeas”. Es evidente: jamás se termina de llegar a la tierra prometida.

“Me enamoré de la linda bailarina / es tan hermosa que me hace llorar”, sigue Charly García su canción. Por mi parte, propongo leer a La bailarina no como una historia de renuncia sino como una de abandono. Y son cosas muy distintas.

Por Valeria Tentoni.