En uno de los tapices del antiguo Museo de Cluny, en París, se concentra el mérito popular de la colección y la fama de la doncella que abandona su carpa para ser recibida por una pequeña corte de humanos y animales. Bien es cierta esa afirmación que desmonta la integridad de las obras de arte y, muy especialmente, de su proceso de fabricación: todo tapiz, en su reverso, no es más que una maraña de nudos. De cara a la pared, castigado o por fin desnudo y revelado, el tapiz anónimo de la dama podría desdibujarse en los significados tangibles y platónicos que Iris Murdoch introduce en una novela que adopta algo del contenido y el nombre de la tela. Una figura esbelta, teñida de rojo y vestida con el gusto de otro tiempo que, visto del revés, se antojaría roñoso; la jovencita que la atiende y le tiende su cofre de joyas, los animales que la reverencian, la adoran y la vigilan, un miasma concentrado en una única mirada constante y atenta. El león, el perro y el mono, muy próximos a ella, y, situados en un plano a medias del espacio lejano y la nada, como los horizontes que se confunden en las marismas, criaturas de categoría menos noble, la liebre o la cabra. Queda en manos del lector identificar quiénes de los que habitan el castillo de El unicornio podrían ser esos animales que besan la túnica de la doncella. Pero, ¿y la criatura fantasiosa? ¿Quién o qué es el caballo blanco coronado por el cuerno de una de esas bestias del mar, quizá de los mares de Irlanda?
À mon seul désir, se lee en el tapiz de Cluny, lema que cada uno de los personajes de Murdoch tomaría por decisión vital, aunque todos ellos, en definitiva y como en las egocéntricas composiciones medievales, estén acatando la voluntad superior de la dama. Desconozco cuántas personas habrán muerto en nombre de una criatura imaginaria (descontando a los dioses); lo ineludible es que su pezuña posada en la literatura provoca que todo a su alrededor muera, también el estilo de Iris Murdoch, nada afín a este género. Cuando la memoria de la autora fantasea y avanza por las carreteras que recorrió durante unas vacaciones y que después reproduce en el limbo ocioso de esta novela, sus herencias conscientes se adormecen frente al envite de unas influencias culturales poderosas e incontrolables. Diríase, sin que el símil llegase a exagerar demasiado, que Murdoch podría haber escrito el libro a tientas, armada sólo con una linterna, intentando ser rígida y firme (filosófica y anti freudiana) allí donde la ciénaga sólo queda iluminada por fuegos fatuos. Signos reconocibles: ¿alguien dijo institutriz recién llegada a un pueblecito extraño, criados encantadores pero hoscos, acantilados habitados por leyendas de suicidas y formaciones con perfil de reptiles prehistóricos? ¿No es ese el grupo opuesto al club de Murdoch, como bandas de mujeres enfrentadas en las reuniones de lectura de una cafetería?
Eran Stella Gibbons, Elizabeth Taylor, D. E. Stevenson o Nancy Mitford las alegres comadres que seguían celebrando la cohorte de escritoras de conflicto cerrado y paisaje abierto: Jane Austen, las Brontë, Elizabeth Gaskell, Louisa May Alcott. En otro sofá, no menos florido, bebían su té las entusiastas de Virginia Woolf, George Sand o Katherine Mansfield, y Murdoch daba sorbos entre ellas. El unicornio se sucedió entre medias, quizá concebido en uno o en otro lado antes de confundirse con su relativo enemigo, y en la confusión reposa la belleza del libro y de su caótico, irreal e increíble argumento. Es curioso, en ese sentido, que los tapices del unicornio dormitasen durante largos siglos antes de ser reivindicados, mientras este relato de Murdoch igualmente ha pasado a un letargo del que hoy despierta gracias a Impedimenta, soterrado por otras más reconocibles obras de la autora. La inmovilización es un efecto inmediato dentro de la acción y durante la lectura de la historia de una mujer encerrada, como la dama en su jardín y su tienda con bordados y pendones, quien tal vez haya encontrado paz y sentido en su cautiverio. Porque los hijos del folklore, como el unicornio y otras tantas nebulosas creaciones de la narración oral irlandesa, nunca deben ser revelados del todo, a riesgo de romper la magia de recrear la magnitud de la nada o de mostrar al hombre las dimensiones del todo. El unicornio, o esa dama, Hannah Crean-Smith, podrían ser la prueba irrefutable del nihilismo y el vacío, o bien la reencarnación de Cristo, de un Bien supremo abstracto dotado de nombres terrenales.
Esta no es una novela de Iris Murdoch, como tampoco lo sería de ninguna otra persona. Los escenarios y los personajes colocados como recortables bidimensionales en un teatrillo infantil y pasado de moda, la única manera de recrear los manierismos góticos y victorianos sin incurrir en la falta de la repetitividad. Resulta sencillo insertar claves y resoluciones más elaboradas donde Murdoch deja hoyos conscientes; algo del racionalismo detectivesco de Wilkie Collins o de los giros contundentes de un penny dreadful en estas páginas saturadas de histeria y de una galopante ausencia de sentido común. Nada de eso es pertinente; como resume con claridad uno de esos secundarios de mirada clarividente, «la sangre que solíamos beber, toda ella está derramada».
Mientras otras plumas seguían de borrachera, Murdoch dedicaba una elegía al desastre. Y en el espacio abandonado, donde se acumulan los restos sin recoger de una fiesta pasada y de todos sus homenajes, ella persigue una solución inexistente. El unicornio y la hermosura inasible de la loca prisionera, ambos ya tópicos literarios, fueron fruto de la imaginación de nuestros antepasados, y en adelante sólo queda replicar al sueño con otro igual de difuso e intenso.
Por Almudena Muñoz.