Repudiado, perseguido y proscrito por «antipatriota», delito moral en el que incurrieron no pocos escritores de distintas literaturas a lo largo de la Primera Guerra Mundial, el alemán Hans Herbert Grimm (1896-1950) dejó para la posteridad una estupenda obra o crónica escasamente heroica sobre la supervivencia de un joven y avispado soldado a lo largo de los cuatro interminables años de esa trágica contienda.
El libro lleva por título Historia y desventuras del desconocido soldado Schlump. Arranca cuando Schlump, a los 17 años, nada más estallar la guerra, se alista como voluntario. A su edad no se piensa en otra cosa que en ir cantando hacia el campo de batalla «con un uniforme gris» para conquistar a las chicas.
Sin la salvaje insolencia anarcoide del grotesco protagonista de Las aventuras del valeroso soldado Schwejk, del checo Jaroslav Hasek, y sin la presencia de feroces diatribas ni discursos pacifistas contra el sinsentido de matanzas y los cínicos intereses de las grandes potencias, la obra de Grimm enlaza más bien con la novela de iniciación.
Schlump crece como ser humano conforme la contienda avanza. También se desencanta progresivamente de todo principio de honradez y rectitud. Su guerra personal es una guerra narrada sin tapujos, sin coartadas grandilocuentes ni odas de fidelidad delirante hacia el káiser, como sucede de vez en cuando con alguno de sus compañeros, tratados desdeñosamente como «filósofos».
Schlump es un pícaro, un superviviente que se conforma con salvar el pellejo en las trincheras, conseguir más comida y seducir a las chicas más bonitas de los pueblos franceses por los que pasa. También empieza a practicar lo que observa: se convierte en traficante de estraperlo. También llegará a intentar falsificar medio millón de francos.
Al mismo tiempo, la novela de Grimm se va convirtiendo en un maravilloso e improvisado Decamerón, en el que participan todos los soldados que Schlump se encuentra por el camino, ya sea disparando contra los Tommies (ingleses) en la fría soledad de una trinchera, rodeado de ratas y con la sangre de sus compañeros pegada a su capote, ya sea escaqueándose por la noche en cualquier taberna, donde improvisan todos ellos nostálgicos e hipnotizantes relatos. Unos relatos que hablan de amores desgraciados, de chicas que no les han esperado, de fábulas y tristes moralejas o de iracundas historias de rebelión contra los que mandan y se dedican a jugar a las cartas mientras a ellos les vuelan la tapa de los sesos trayendo y llevando la sopa para el batallón. Ya se lo dijo alguien al principio: «A las trincheras sólo van los tontos». Los otros van a artillería pesada o a caballería.
Aunque lo verdaderamente heroico y rocambolesco es la historia de la publicación de esta novela cruda y sin ideales. Ignorada durante años, al contrario que otros grandes clásicos como Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, Grimm también estuvo en el frente y escribió lo que vio. En 1928 publicó con seudónimo su libro en la editorial de Kurt Wolff, el legendario editor de Kafka. Cuando los nazis llegaron al poder, quemaron todos los ejemplares de esta incorrecta obra «antigermánica», por lo que Grimm decidió esconder un ejemplar, ocultarlo tras una de las paredes de su casa.
Terminada la guerra, las nuevas autoridades de Alemania Oriental no le permitieron seguir dando clase, a pesar de todos sus antecedentes de oposición al nacionalsocialismo y de haber sido perseguido. En el verano de 1950 se ordenó su traslado a Weimar. Pocos días después, Grimm se quitó la vida.
El negro destino de esta obra habría seguido su fatal curso si, más de ochenta años después, Volker Weidermann –autor del prólogo a este inestimable e histórico relato–, un experto en libros quemados por los nazis, no hubiera recuperado la única copia que Grimm decidió ocultar.
Por Mercedes Monmany.