La narrativa y la filosofía fueron los territorios por los que transitó siempre Iris Murdoch (1919-1999), irlandesa de nacimiento, educada en Oxford y discípula de Wittgenstein en Cambridge. Tras publicar diversos ensayos filosóficos -incluido el primer estudio en inglés sobre Sartre- dio a luz su primera novela en 1954, algo tardíamente, con el título Bajo la red (Under the net), historia de un joven escritor cuyo éxito resonante -una de las cien mejores novelas de la literatura inglesa del XX, según la revista Time- inauguraría una fértil carrera narrativa que abarcaría hasta veintiséis títulos en poco más de tres décadas, antes de que el mal de Alzheimer devastase su capacidad creadora y pusiera fin a su vida.
Su literatura abordó con frecuencia el conflicto entre el bien y el mal, la muerte y la violencia. En El unicornio, escrita en 1963 y hasta ahora sin editar en España- aunque sí hubo una primera versión en español, publicada en México-, se suman además el problema de la redención, la trasferencia de la culpa y, sobre todo, la asunción de la realidad, aprehender lo existente para alcanzar el amor más allá de las proyecciones de la fantasía y el deseo. Al castillo británico de Gaze, alzado sobre un imponente y desolado paisaje de acantilados, llega la joven Marian Taylor en calidad de institutriz. Allí le aguarda lo sobrenatural en una trama enigmática y adictiva a partes iguales, donde Murdoch -como ha señalado repetidamente la crítica- mezcla folletín y especulación filosófica para alumbrar una novela gótica, con aire de cuento de hadas.
Hannah, la mujer a la que Marian deberá prestar sus servicios como lectora y acompañante, viene a ser el unicornio metafóricamente aludido en el título de la novela: animal mítico, símbolo de virginidad y pureza, al que la tradición ha identificado alguna vez con Cristo, encomendado de cargar sobre sí los pecados de la humanidad. Sospechosa de haber intentado asesinar a un marido ausente que exige su clausura, su forma de aceptar semejante cautiverio es interpretada como una especie de místico sacrificio (“La culpabilidad -se dice en un momento de la narración- mantiene a las personas prisioneras de sí mismas”) por quienes la rodean, una serie de personajes que parecen fuera de la lógica en un escenario cuyas normas propias ejercen una autoridad absoluta —aparente- sobre ellos.
Como señala Ignacio Echevarría en el prólogo que antecede a la obra “por peregrinas que se le antojen, importa que el lector tenga presente estas asociaciones si quiere apreciar el rico y evidente trasfondo filosófico de esta novela, cuya inspiración, por otro lado, no es tanto de raíz cristiana como platónica”. Dentro de los dos grandes planos en que se mueve la obra, el meramente argumental podría resultar demasiado inconcreto o incluso rocambolesco, ante el anómalo comportamiento de unos protagonistas cuya acción -o inacción- puede devenir en ocasiones en arbitraria. Todo lo solventa el indiscutible arte narrativo de Murdoch, las brillantes observaciones y pensamientos que aguijonean la trama, la intensidad dramática de los diálogos, la acertada dosificación de tensión y suspense en el ritmo de la narración, que apasiona y a ratos estremece.
Como en el mito de la dama de Shalott, la incursión del mundo exterior -o en el mundo exterior- provocará que se rompa el equilibrio e invocará a la tragedia. “Recordó [Marian] lo que le habían contado acerca de que tenía sangre de hada, y no supo discernir si el mundo donde ella había vivido era un mundo de bondad o de maldad; un mundo donde el sufrimiento poseía significado o un mundo que no era más que una travesura del diablo, una pesadilla violenta”.
Por José Miguel G. Soriano.