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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Una novela de Oxford – La Nueva España – «Jill», de Philip Larkin

  • En su primera obra narrativa, un relato de campus de amistad y pérdida, Larkin prefigura la poesía posterior

Philip Larkin escribió Jill, la primera de sus dos novelas, al final de la guerra, cuando tenía 21 años. El espacio en el que se mueve la ficción es la Universidad de Oxford, en el otoño de 1940, durante el primer trimestre académico. En la historia todo resulta más o menos real pero los personajes son imaginarios. Su autor estuvo allí igual que el protagonista, sin embargo considerar autobiográfico el relato sería un exceso. Larkin no pertenecía, al contrario que John Kemp, a la clase trabajadora pero sí dio el primer paso en la novela inglesa moderna del héroe desplazado o marginado, que generalmente se asocia más a otros amigos escritores como John Barrington Wain o el propio Kingsley Amis. La novela que ahora ve la luz, gracias a Impedimenta y con una buena traducción de Marcelo Cohen, es una digna predecesora de Una chica en invierno y aborda directamente los lazos sociales y sexuales con que a los ingleses les gusta atarse. Parte de su virtud está en ese estilo arcaico tan particular de otras novelas encuadradas en el subgénero Oxford como Sinister Street, de Compton Mckenzie, o Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh, y que precedió a otros autores británicos posteriores más jóvenes. Kemp, el tímido becario de Larkin, procede de un hogar de clase trabajadora del norte. Se ve sumergido en el sórdido conjunto clasista de la nobleza. Es avergonzado y honrado simultáneamente por su compañero de cuarto; progresa y pronto se apresura a imitar a la clase alta que lo explota. La historia despega lentamente cuando para evadirse de ese maltrato psicológico, el protagonista se refugia en la fantasía inventando a la bella y talentosa Jill, todo un triunfo de la invención novelística. Hasta que la vida se le complica en el momento en que halla a una joven a quien identifica plenamente con su personaje platónico. La ópera prima narrativa de Larkin es una novela bien escrita y observada, firme en su caracterización y delicada en la evocación del Oxford otoñal de 1940, justo en el instante en que la guerra se muestra evidente en un apagón, las columnas de tropas marchan por las calles e inquietan las noticias de ataques aéreos en otras partes de Inglaterra. El personaje de Kemp despliega simpatía y un grado de desapego irónico, en ocasiones de manifiesto humor. Jill es una novela corta demasiado larga, como el propio autor reconoció. Es la novela de un poeta; en ella conviven no solo las hermosas y melancólicas descripciones de Oxford, las colisiones sociales que se producen en el complejo sistema británico de clases, sino también una especie de celo romántico irónico, familiar en la poesía que más tarde escribiría el autor y que se encuentra entre las mejores inglesas modernas. Hay quienes sostienen, sumado el talento precoz de sus dos novelas, que Larkin hubiera sido igualmente un buen narrador de no haberse decantado por la poesía. Puede, pero creo que tanto él como su inseparable Amis, en un grado estimablemente venenoso, siguieron los caminos literarios acertados. Tratándose de un todoterreno, Larkin cultivó además el genio reproductor en otros géneros.

El autor de Jill, cumplidos los 18 años, había escrito sobre el sol que proyectaba su luz en las ventanas del ático en un poema en 1940. Su piso en Hull tenía ventanas altas, igual que su oficina del campus universitario. Parece como si las palabras o las ventanas suscitaran en él esa nostalgia asociada a Thomas Hardy con las mujeres jóvenes, el dolor y las desilusiones que les aguardan, algo que seguramente se alojaba con fuerza en su subconsciente: el desvanecimiento al final de poema, el sentimiento de vacío, la irrealidad del placer, el anhelo por el infinito y las ausencias, o el recuerdo de la belleza del lugar donde ya no estás. Todo, en cierto modo, se prefigura en esta novela de amistad y pérdida de juventud para la que él mismo, sin embargo y a posteriori, pidió indulgencia en un gesto de humildad.

—Luis M. Alonso, La Nueva España.