Y el caso es que no estamos hablando de una autora cualquiera, sino que Fitzgerald es considerada en el mundo anglosajón como una de las grandes escritoras de la segunda mitad del siglo XX, y con toda razón.
La flor azul es, llanamente, una obra maestra. Y lo decimos conscientes de lo subjetivo de esta apreciación y de lo devaluado del calificativo. Pero aquí no hay dudas ni medias tintas, se trata de un libro extraordinario, un prodigio del arte de narrar que deslumbra tanto en su magistral dominio técnico como en ese aspecto mucho más intangible que es el don de la literatura pura, eso que supera cualquier análisis textual pero que todo buen lector sabe reconocer a la primera.
Se podría decir que La flor azul es una novela histórica, y efectivamente lo es, pero no en el sentido acostumbrado de libros de mil páginas de detalladas descripciones más o menos precisas y variadas aventuras que sirven como pálida excusa para desplegar un repertorio de conocimientos históricos en los que la literatura brilla por su ausencia. Se nota que Fitzgerald conocía la época que retrata, la Alemania romántica de finales del siglo XVIII, pero en su narración no hay nada de erudición ni de intentar dejar claro que detrás hay un trabajo de documentación: todo es fluido, preciso, justificado.
De igual manera, también se podría considerar este libro como una biografía de Novalis, pero de nuevo sería una categorización demasiado estrecha. Como dice la cita, del propio Novalis, con la que se abre el libro “las novelas surgen de las carencias de la historia”. No se trata pues de un perfil al uso en el que se nos vayan contando los antecedentes de la familia von Hardenberg, o la episódica narración de las experiencias vitales de Novalis, sino que Fitzgerald dibuja un panorama más amplio y a la vez tan personal que esta figura literaria cobra carne; un paisaje difuminado y sin contornos definidos, pero que sin embargo nos acerca sin artificios ni distanciamiento a un mito que percibimos como real.
Esta naturalidad también está presente en el magistral juego cronológico con el que compone la novela. Pese a que el tiempo de la narración es complejo y ambivalente, el lector apenas es consciente de los saltos temporales, pues todo se desarrolla de una manera sutil y vívida, como si se tratara de un presente continuo. Cuando después de más de 100 páginas el relato vuelve a su punto inicial, no lo hace tocando tambores y alardeando de pericia, sino que se presenta como algo coherente y orgánico.
De la exaltación de los primeros capítulos a la melancolía del final, Fitzgerld demuestra que domina todos los recursos que enriquecen una novela. Sus numerosos personajes son retratados con finura y profundidad, las tramas fluctúan hasta cobrar pleno sentido, las relaciones psicológicas están expuestas con una claridad que no impide percibir sus hondas implicaciones. Es cierto que con una sola lectura no se alcanza a descubrir todos los secretos del libro, pero es que La flor azul es un libro hecho para el retorno.