Larkin empezó a escribir Jill en 1943. Tenía 21 años y se acababa de graduar en Oxford. La publicó en The Fortune Press, una editorial que se dedicaba al porno soft. Hoy está considerada una de las cumbres de la novela inglesa del siglo XX. Larkin ya se había vacunado contra el virus celta de Yeats y la pu-reza de Eliot. Tropezó con la poesía del hábito y la entonación conversacional de Thomas Hardy y nos acabó regalando varios monumentos poéticos (Ventanas altas, Las bodas de Pentecostés) y la excelente novela Una chica en invierno.
Leer a Larkin es bautizarse en la lírica de lo ordinario extraordinario. Solía escribir por las tardes, después de fregar los platos y anes de tender la colada, un par de horas a lo sumo, en esos momentos que se esconden en el ángulo muerto de lo cotidiano. Jill retrata la historia del estudiante John Kemp y el deseo de una habitación propia. Recién llegado al college de Oxford, descubre que debe compartir habitación con un tipo pretencioso, va-go y popular, hijo de familia pu-diente. Christopher envidia una vida normal, con hermanos que te quieren y padres que sueñan contigo. John tiene poco más que eso, y orgullo de clase trabajadora. Decide inventarse una hermana menor, Jill, a la que dedica diarios y cartas imaginarias despertando la curiosidad de su compa-ñero, pero la ficción acaba apoderándose de él y deja de controlar su mente cuando una posible Jill de carne y hueso se cruza en su camino. Los límites entre la realidad y la ficción los emborrona siempre la melancolía.
Los amores del bibliotecario Larkin fue un excelente bibliotecario que dejó huella en Welling-ton, Leicester, Belfast y Hull, las cuatro plazas que ocupó. Levantó pasiones femeninas, mantuvo relación con varias mujeres a lo largo de su vida, algunas de for-ma simultánea. Gustó de provo-car con sus controversias políticas, su defensa del thatcherismo, su desconfianza hacia todo lo que no fuera genuinamente inglés. No soportaba viajar, que lo visitaran o que trastocaran su rutina. Un misántropo encantador, di-vertido y compasivo, pero inmisericorde con la «comunidad literaria». Qué iba a hacer él, un tipo que no pudo ser militar por inútil ni maestro porque tartamudeaba, y que solo era feliz con los libros, el jerez, la rutina y el sexo a escondidas, sino leer mucho y escribir de vez en cuando.
Las Cartas a Mónica muestran una selección de las 1421 misivas y las 521 postales que se cruzó con la profesora Mónica Jones casi cuatro décadas. Se conocieron en Leicester en 1946, mientras él mantenía otra relación con Ruth Bowman. Solo compartían pasión literaria por Beatrix Potter, el resto eran desavenencias electivas. A Monica le gustaba la ro-pa estrafalaria, los sombreros de ala ancha y las camisetas demasiado cortas. Ni siquiera compartían amigos comunes. Kingsley Amis, «best friend» de Larkin, la había escarnecido en el persona-je de Margaret en Lucky Jim. Se dirigían divertidos sobre-nombres e intercambiaban comentarios desternillantes sobre escritores pomposos y profeso-res adocenados que rellenaban sus currículos con artículos mediocres. A Larkin le encantaba escribir y recibir cartas aparentemente superficiales, donde escondía las semillas de su poética de lo corriente, donde las epifanías le sorprenden a uno fregando el suelo de la cocina. Monica Jones fue su destinatario y su albacea. A petición del poeta, destruyó sus diarios. A falta de pan…
—Jorge Sanz Barajas, El Heraldo.