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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

En la infancia lo verdaderamente importante es sentirse querido – La Voz de Galicia – «El jardín de vidrio», de Tatiana Țîbuleac

Tras ganarse el corazón de los lectores, presenta su segunda novela y confiesa un proyecto: la historia de sus abuelos deportados al gulag

Empiezan abruptas, incluso bruscas, pero en sus historias de personajes atormentados acaban apareciendo fisuras por las que se cuela la luz. Tatiana Țîbuleac (Chisináu, 1978) fue la autora del 2019 con su debut, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes. Su regreso con El jardín de vidrio era uno de los más esperados.

—Nos lleva a la infancia de Lastochka, una niña salida de un orfanato en Chisináu, la capital moldava. ¡Qué poco sabemos los europeos de nosotros!

—Me parece curioso porque, hasta el momento, España es el país que mejor ha conectado con mis novelas. La primera tuvo casi tanto éxito ahí como en Rumanía o Moldavia. Quizá se deba a que no se ubica en un espacio concreto, en una geografía exacta, y porque está escrita más desde la perspectiva de las emociones mismas y no de una cadena de acontecimientos. El jardín de vidrio, en cambio, es un libro distinto. Es el tipo de texto en el que un escritor tiene conciencia de su escritura. Habla de una época en Moldavia algo desconocida, incluso en los países del Este. En Rumanía tuve que aclarar algunas cuestiones que tenían que ver directamente con el alfabeto en sí, con el idioma. Pero tengo fe en los lectores españoles. Cuando desconocen algo, lo intuyen.

—El bilingüismo fue un conflicto en sí.

—Conozco a personas que dieron su vida por una lengua. La moldava, como tal, no existe. Fue un invento del régimen comunista soviético para aquellos que vivían en Besarabia, actual República de Moldavia, con el fin de separarlos de Rumanía. Hablo del período 1940-1989. Se usaba el alfabeto cirílico, pero con palabras rumanas. El ruso es una lengua eslava, completamente distinta, y el rumano es latina. Si no lo vives, es difícil de explicar, ¿verdad? Mis hijos viven en París y hablan inglés. Para ellos, sin embargo, la lengua es una herramienta que nada tiene que ver con la ideología. Una lengua que se impone siempre será distinta de la que se aprende por placer o, al menos, por voluntad propia.

—En ambas novelas, la maternidad está muy presente y, en esta, lanza una pregunta: «¿Y dónde estaban los hombres?»

—Escriba lo que escriba, de algún modo vuelvo a la maternidad. Al final, aquello que buscas en la vida termina encontrándote. No lo hice por una cuestión concreta. Quizá deba ser más precavida la próxima vez. Y, esa pregunta, está todavía en el aire, al menos en mi parte del mundo.

—¿Tuvo la presión de estar a la altura de?

—Por supuesto, en muchos sentidos. Sobre todo, para comprender si El verano… fue un episodio accidental. Pero, esta segunda novela se aproxima más a la idea de mí misma escribiendo, es más compleja. Conozco casos en los que los lectores devolvieron el libro, solicitando el importe.

—Esta novela es todavía un paso más oscura. Más dura. ¿Huye de la amabilidad porque sí? ¿Le atraen las imperfecciones?

—Qué interesante y qué alarmante. No huyo de la bondad, sino que la siento como ajena o extraña. Pero sí, tienes razón. Las imperfecciones siempre me han llamado la atención. Comportarse correctamente con los demás, procurar empatizar… Es distinto en cada cultura. En la infancia lo verdaderamente importante es sentirse querido. No tiene que ser un amor asfixiante, abrumador. Tampoco mártir. Solo con saber que tus padres te quieren lo imposible, como mejor saben, basta. Esto intento transmitir a mis hijos: «Os quiero tanto como sé». Si no es suficiente, es que no sé hacerlo mejor.

—Como Lastochka, se crio en un país que hoy no existe como tal. ¿Hay algo suyo en este personaje?

—Cuando era joven, la pobreza me daba pánico. Más que la enfermedad. Había visto tanta representada de maneras tan distintas, a cada cual más humillante, que durante años solo pensaba en la idea del dinero. Ni en la fama ni en el éxito. Tampoco en el amor. Solo en no ser pobre. Es una de esas meteduras de pata que te permites cuando estás en otra circunstancia. Luego, atravesé una época en la que rechazaba la idea misma del dinero, tal vez porque lo tenía, y pude construir otras cosas. Una familia. El amor. Sí, probablemente estés en lo cierto y Lastochka me recuerde a mí misma.

—«Para esa gente siempre hermosa y a menudo loca, la vida debe ser una historia», dice su protagonista. ¿Lo ve así?

—No lo creía así, pero cada vez siento con más frecuencia la necesidad de contar historias. Quizá sea la edad o, sencillamente, esté siendo más yo misma. En el confinamiento no escribí nada, me hacía sentir inútil. Es algo insólito pensar que dependes de una destreza. Quiero seguir diciendo cosas mientras pueda. Si es por escrito, mejor.

—El vidrio, los ojos verdes. ¿Es su color?

—No, la verdad. Mi favorito es el negro.

—Mila Méndez, La Voz de Galicia.