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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Romanticismo, virilidad e imperfección. Viajando hacia la Antártida

El viaje de Shackleton, de William Grill, llega a España de la mano de Impedimenta con traducción de Pilar Adón.

De casta le viene al galgo… Resulta increíble cómo algunos hijos heredan ciertas cualidades de sus progenitores. Mi afán por querer viajar a rincones inhóspitos y perderme ha sido “heredado”. He soñado hasta la saciedad con enfundarme el traje de explorador y partir hacia quién sabe dónde. Soy un ser al que le gusta imaginarse Jeremiah Johnson, ese soldado hastiado de la civilización que decide dejarlo todo para aprender, simple y llanamente, a sobrevivir. Sueño que estoy en posesión de una absoluta libertad emocional y corporal, me creo eterno. Soy una figura fantasmagórica y sin ataduras, hasta el punto de querer gritar aquello que escribiera César Aira en Los fantasmas (Mondadori): “Ven eternidad, ven, y sé el instante de mi vida”.

El poeta inglés Alexander Pope estaba convencido de que “toda la naturaleza es como un arte desconocido del hombre”. El ser humano, todos y cada uno de nosotros, se ha sentido –se siente– atraído por lo anónimo, lo ignorado, lo oculto. Quizá por ello el afán aventurero por descubrir paraísos perdidos sea característica innata. Curiosidad lo llaman, una de las más extraordinarias –aunque también peligrosas– facetas de que disponemos. Luego vendría la audacia y determinación, el ser intrépido. Sir Ernest Shackleton cumplía estos requisitos a la perfección. Fue un imprudente, un temerario, un héroe.

Shackleton protagonizó la conocida como Edad heroica de la exploración de la Antártida. Fueron muchos los valerosos viajeros que desde finales del siglo XIX hasta principios de la década de 1920 decidieron elaborar una intensiva exploración científica y geográfica en el continente helado. Si mi memoria no me falla, dieciséis fueron las expediciones importantes llevadas a cabo, de ocho diferentes países. Sin la actual tecnología ni medios de comunicación, estos viajes no eran simples viajes, eran auténticas hazañas, pruebas de resistencia extrema. Estas “heroicas” demuestran, qué duda cabe, la increíble capacidad del ser humano para hacer frente a las adversidades, para reflejar esa lucha interna que todos mantenemos con nuestros propios miedos, para saber discernir esa delgada línea que separa la muerte de lo eterno.

La Antártida, el último continente del planeta Tierra en ser descubierto y poblado por el Homo sapiens. Los misterios que circundan esta tierra helada son innumerables, como a quién le corresponde el “mérito” de ser su primer explorador –puede que el español Gabriel de Castilla, en 1603; o el holandés Dirk Gerritsz, en 1599–. El vasto paisaje albino, fustigado incesantemente por los despiadados vientos fríos catabáticos, que soplan casi todo el año, hacen de este punto del planeta un lugar exuberante, hipnótico. Por esa misma razón, a tantos nos atrae. Su poder evocador es fascinante, como bien supieron comprobar in situ los Adrien de Gerlache, Carsten Borchgrevink, Robert Falcon Scott, Erich von Drygalski, Otto Nordenskiöld, William Speirs Bruce, Jean-Baptiste Charcot, el ya citado Ernest Shackleton, Nobu Shirase, el célebre Roald Amundsen, Wilhelm Filchner, Douglas Mawson y Aeneas Mackintosh. Todos ellos, tenían un objetivo “tan abstracto como el Polo, sus personajes centrales eran románticos, viriles e imperfectos, su drama era moral (por lo que no importaba solamente lo que se hizo, sino cómo se hizo), y su ideal era el honor nacional. Fue un temprano terreno de pruebas para las virtudes raciales de nuevas naciones como Noruega y Australia, y fue el sitio del último suspiro de Europa antes de que se desgarrara en la Gran Guerra”, como escribió Tom Griffiths en su ya clásico Slicing the Silence: Voyaging to Antarctica. Todas estas exploraciones fueron vivencias inherentes a la condición humana, vivencias donde se puso de manifiesto ese maravilloso espíritu del descubrimiento y el conocimiento de los propios límites.

SHACKLETON: EL VALOR Y LA SUPERVIVENCIA

Estamos en el mes de agosto de 1914, días antes del estallido de la I Guerra Mundial. El famoso explorador, Sir Ernest Shackleton y una tripulación de veintisiete hombres partieron hacia el Atlántico sur en busca de la última meta en la historia de los exploradores: el primer viaje a pie por la Antártida.
Así comienza una de las grandes gestas jamás llevadas a cabo por el ser humano a comienzos del pasado siglo XX.

“Está casi en las últimas. El barco no puede aguantar más, capitán. Más vale que se resigne a aceptar que es solo cuestión de tiempo. Puede que sean unos meses o solo unas semanas o hasta unos días, pero lo que el hielo agarra, lo guarda”. Así se dirigía Shackleton al capitán del Endurance, Frank Worsley a principios de 1915, cuando el buque se hallaba atrapado a los 74 grados de latitud sur en las aguas heladas del mar de Weddell, en el Antártico. Desde diciembre de 1914, el Endurance había hecho frente a condiciones excepcionalmente duras del hielo, recorriendo más de 1.600 kilómetros desde las remotas estaciones balleneras de la isla de San Pedro. A unos 160 kilómetros de su meta, el hielo se convirtió en el triste protagonista de esta increíble historia, al cambiar de estado y detener por completo al navío.

Cuando Sir Ernest Shackleton emprendió esta travesía ya era un héroe nacional, protagonista de otras dos expediciones polares, una de las cuales le había llevado hasta 160 kilómetros del Polo Sur, el punto más meridional al que hubiera llegado hasta entonces un ser humano. La exploración del Antártico, a comienzos del siglo XX, no se parecía a ninguna otra expedición en cualquier otro punto de la Tierra. No había
feroces animales ni indígenas salvajes que cerraran el paso al explorador. El obstáculo esencial era puro y simple: vientos de hasta más de 300 kilómetros por hora y temperaturas de hasta 50 grados bajo cero. La lucha se establecía entre el hombre y las fuerzas de desatadas de la naturaleza, entre el hombre y los límites de su resistencia.

El 1 de mayo de 1915, el sol desapareció durante los cuatro meses siguientes. En junio se manifestaron las altas presiones y a unos 500 metros del barco, colosales masas de hielo crujían al chocar unas con otras. El buque se estremecía al aumentar la presión de su alrededor. Shackleton sabía que, por desgracia, deberían abandonar el barco y renunciar al deseado premio de la gloria. A las cinco de la tarde del 27 de octubre, el explorador dio orden de abandonar el buque. Se evacuó a los perros por deslizadores o toboganes y se bajaron al hielo las provisiones que se habían preparado de antemano. “Es difícil escribir lo que siento –anotó Shackleton en su diario–. Para un marino, su barco es más que un hogar flotante. (…) Ahora, crujiendo y temblando, su madera se rompe, sus heridas se abren y va abandonando lentamente la vida en el comienzo de su misma carrera”. Tras el abandono del navío se encaminaron por el helado mar de Weddell que se extendía ante sus ojos, arrastrando los botes que pudieron rescatar del Endurance.

Los hombres comenzaron un largo viaje por el hielo, estableciendo dos campamentos provisionales (el Paciencia y Océano). Frank Hurley, el fotógrafo de la expedición escribió: “es inconcebible, hasta para nosotros, que vivamos en una colosal barcaza de hielo, con apenas metro y medio de hielo separándonos de las dos mil brazas de profundidad del océano y yendo a la deriva según el capricho del viento y las mareas hacia Dios sabe dónde”.

Los días pasaban y finalmente, tras una gran nevada, detectaron un extraño movimiento en la placa: era el oleaje del mar debajo del hielo. El 9 de abril, Shackleton dio la orden de botar y se hicieron a la mar. Los hombres habían permanecido quince meses atrapados en el hielo, pero su prueba más dura estaba a punto de empezar. Ya en barca se encaminaron hasta la Isla Elefante, en el archipiélago de las Islas Shetland del Sur. Una vez allí, deconstruyeron uno de sus pequeños botes y Shackleton, acompañado de otros cinco hombres, navegó hasta la isla Georgia del Sur en busca de ayuda. Este viaje, realizado a finales del otoño Antártico, embarcados en un bote de tan sólo 6,7 metros de eslora (el James Caird), a través del Paso Drake hasta Georgia del Sur, era arriesgadísimo y posiblemente no tenga rival en la historia de la navegación. Tocaron tierra en la costa sur de la isla Georgia del Sur (un error ya que debían llegar a la zona norte). He aquí otra gran gesta que llevó a cabo el anglo-irlandés al atravesar la cordillera que recorría la isla durante 36 horas en un igualmente notable viaje, alcanzando cotas de 4.500 metros de altura.

Finalmente, los 22 hombres que habían permanecido en la Isla Elefante fueron rescatados el 30 de agosto de 1916. Una aventura única de supervivencia extrema, una de las epopeyas más fascinantes en la historia de la humanidad que ahora tenemos el placer de volver a (re)descubrir gracias a El viaje de Shackleton, de William Grill, y que llega a España de la mano de Impedimenta con traducción de Pilar Adón.

La aparición de este libro ilustrado de exquisita factura sirve para conmemorar el centenario de uno de los episodios más formidables y enigmáticos que he tenido el placer de conocer e investigar. Gracias, insisto, a este ejemplar, tenemos oportunidad de sumergirnos en ese “misterioso Sur”, esa “región del hielo y la nieve”, “el final del eje sobre el que gira esta gran bola redonda”, en palabras del mismo Shackleton.