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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Cuando el enemigo es una máquina – El cuaderno – El Invencible», de Stanislaw Lem

Recuerdo que un profesor de la Facultad de Filología nos aseguraba a los alumnos que la literatura de ciencia-ficción solo proliferaba en aquellos países volcados en la investigación científica, únicos reductos donde se daba el caldo de cultivo necesario para su crecimiento, tanto en lo referido a su escritura como a su recepción. Parece, desde luego, que la supremacía de los autores anglosajones en el género resulta casi indiscutible, al menos en una primera etapa de su desarrollo. Basta con echarle un vistazo al libro de David Pringle Ciencia ficción: las 100 mejores novelas, para comprobarlo. Seguramente, la situación ha cambiado mucho en las últimas décadas. Habitamos un mundo interconectado en el que la noticia y pormenores de los avances tecnológicos y científicos, indudables ingredientes y acicates del género están al alcance de cualquiera. Y sin embargo, ni siquiera en aquellos lejanos tiempos en que rusos y norteamericanos competían en la carrera espacial faltaban las excepciones. Una de las más ilustres la protagonizaba Stanisław Lem (1921-2006), un escritor polaco que fue capaz de conquistar, valiéndose de su propia lengua, un lugar destacado y muy personal en el panorama de la ciencia ficción internacional.

En España, Lem se leyó mucho en los años ochenta; y creo que no fuimos pocos los que conocimos su obra gracias a aquellas entrañables ediciones ilustradas que publicaba Bruguera. Allí pudimos disfrutar de las imaginativas aventuras del astronauta Ijon Tichy, protagonista de los impagables Diarios de las estrellas. Aunque Lem abandonaría la escritura de obras de ficción hacia finales de esa misma década, editoriales como Alianza o Minotauro continuaron publicando en nuestro país muchos de sus títulos más representativos. En este año en que se cumple el centenario del nacimiento de Lem, Impedimenta celebra la efeméride sacando a la luz una nueva edición de El Invencible (Niezwyciężony, 1964), uno de sus textos de ficción más estimados. Traducida del polaco por Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz, la novela viene a sumarse así a los otros volúmenes que integran la Biblioteca Lem: una valiosa apuesta de la editorial madrileña por la difusión, ahora con honores de clásico, de la obra del autor de Solaris; un escritor que supo conjugar sus profundos conocimientos científicos con la preocupación humanista, ya fuera a través de la reflexión, la alegoría o incluso la sátira.

La novela de Lem tiene como núcleo argumental la búsqueda de una nave espacial desaparecida en Regis III: un extraño mundo donde la vida parece haberse refugiado en el mar, dejando en la superficie solo unas ruinas incomprensibles. Dotado de una atmósfera apenas respirable, con una mezcla de metano y oxígeno que la vuelve casi explosiva, Regis III constituye un verdadero rompecabezas para la tripulación de El Invencible: un «crucero de segunda clase» cuya misión consiste en averiguar el paradero de El Cóndor, una nave gemela desaparecida ocho años antes en ese misterioso mundo. El Invencible es una novela muy bien escrita, una space opera (dicho con todos los respetos) cuidadosamente construida, con un crescendo de interés y golpes de efecto muy oportunos; un texto en el que se combinan la acción trepidante, sin huecos ni tiempos muertos, y la reflexión científica, expuesta de manera coral por el variado plantel de sabios que componen la tripulación. Se afianza así la solidez de la trama, que en ningún momento se interna en el terreno de la fantasía propiamente dicha, manteniéndose muy firme en el ámbito de lo verosímil (al menos, para los profanos en las pluralidad de ciencias convocadas: geología, astrofísica, química, fisiología, robótica…). Lem manifiesta una gran habilidad para ir introduciendo los datos relevantes de la historia en el momento oportuno, sin llegar a consarnos nunca, evitando además aquel defecto fatal que encontramos en las novelas más débiles de Verne; esto es, entorpecer la lectura con un lastre teórico que nos impacienta y nos invita a saltarnos párrafos y páginas.

El Invencible es un colosal y sofisticado crucero de dieciocho mil toneladas, portador de un inagotable arsenal de armas de destrucción masiva; un verdadero titán del espacio que tiene su igual en la nave desaparecida, El Cóndor. Más allá de su valor simbólico, el recurso a las naves gemelas supone también un acierto dramático, en cuanto que pone ante los ojos de los tripulantes de El Invencible un bastión supuestamente inexpugnable, una imagen de aquello que les puede acontecer. O dicho de otra manera: da una medida de la amenaza antes de que llegue a concretarse. El Invencible, además, guarda en sus bodegas otro titán no menos formidable, el denominado Cíclope, un vehículo auxiliar llamado a protagonizar uno de los capítulos más intensos de la novela. Todos estos colosos del espacio, de nombres tan inequívocamente titánicos, nos remiten a esas divinidades primitivas de la mitología griega para las que Karl Kerényi señalaba como única función la de ser derrotadas («incluso cuando alcanzan triunfos aparentes»); un extremo que no ha disuadido al hombre de utilizarlos con frecuencia para bautizar a sus creaciones tecnológicas más ambiciosas. Nombres provocadores, en suma, cuya arrogancia parece estar reclamando un inevitable desastre como castigo: un destino que el lector solo verá si se cumple o no cuando termine de leer esta estupenda novela, en la que también descubrirá, camuflada, la vieja historia de David y Goliat.

Señalaba Freud (El malestar en la cultura) que uno de los primeros dones que nos brindó la cultura para facilitar nuestro dominio sobre la naturaleza (una de las tres fuentes de sufrimiento, junto con la caducidad del cuerpo y la dificultad para regir las relaciones sociales de modo satisfactorio) fue el desarrollo de las herramientas, de las máquinas. ¿Cómo contemplar con indiferencia el espectáculo de su rebeldía? Es entonces cuando se incumple la primera de aquellas tres famosas leyes de la robótica enunciadas por Isaac Asimov: el autómata deja de ser un servidor y se transforma en enemigo. Porque lo temible de la máquina, lo que nos provoca una mayor sensación de peligro, es que actúa sin sentimientos. En su tratado sobre la ira, Séneca aseguraba (contradiciendo a Aristóteles) que la cólera era una pasión enteramente inútil, ni tan siquiera conveniente para el soldado. Desde este punto de vista, no hay peor enemigo que aquel que puede destruirnos sin implicarse emocionalmente. Quizás por ello resulta tan terrorífico el desenlace del octavo capítulo de la novela, protagonizado por Cíclope. El inesperado alejamiento del titán por el desierto adquiere un significado aún más ominoso que el de su aproximación a la nave nodriza: la constatación de que se rige por una lógica incomprensible. La espada de Damocles permanecerá suspendida durante «una larga noche» sobre El Invencible, provocando en el principal protagonista de la novela, Rohan, un estado de lucidez que constituirá el mensaje final de la novela.

El miedo a la máquina viene de antiguo. La amenaza del autómata es un tema tratado con frecuencia en la ciencia ficción, o incluso en la fantasía. Hasta el mismo Jasón debió de enfrentarse al coloso de bronce que custodiaba la isla de Creta, Talos. En la actualidad, el temor a la máquina aparece unido a las reticencias que despierta la inteligencia artificial. ¿Es posible que las máquinas adquieran una vida independiente del hombre? ¿Tienen derecho a ello? ¿Es posible la existencia de una inteligencia diferente a la que miden nuestros parámetros humanos? Tales son algunas de las incógnitas que plantea la novela de Lem, que se sustancian en el enfrentamiento con una inteligencia artificial fuera de control. Actores en un futuro remoto, los tripulantes de El Invencible no parecen tener problema alguno con sus máquinas hasta que llegan a Regis III, donde sufrirán las consecuencias de la debacle de una civilización extraordinariamente avanzada, la de los liranos, que dejó abandonadas a sus propias máquinas. La comparación implícita que se establece con el mundo de los insectos resulta muy acertada, aunque no es posible desarrollarla aquí sin desvelar el corazón de la novela. Un tema, pues, que permanece muy vivo hoy en día, quizás más que en el momento en que se escribió El Invencible. Aunque condenada a equivocarse en los detalles, la literatura de ciencia-ficción alcanza sus fines cuando se convierte en profecía.

Trascurridas más de seis décadas desde que fuera escrita, ciertas descripciones y fundamentaciones teóricas de la novela han adquirido un innegable sabor de época, sobre todo en lo concerniente al componente tecnológico. Este desfase, propiciado por el transcurso del tiempo, afecta a toda obra literaria, desde luego, pero es en el terreno específico de la ciencia ficción donde representa un obstáculo mayor para la pervivencia del texto, pues afecta a su propia esencia de literatura de anticipación. El notable protagonismo de autómatas de toda laya, de poderosísimos cañones de antimateria, de campos de fuerza protectores, de procesos de hibernación, de desplazamientos interestelares a velocidades cercanas a la de la luz («astronavegación sublumínica»), de recursos energéticos casi inagotables…; en suma, el espectáculo de la avanzadísima tecnología que disfrutan los navegantes de El Invencible parece compadecerse poco con el uso de microfilmes, planos enrollables o fotografías sobre papel (los libros convencionales, por contra, nos hacen un guiño prometedor). Además, como cabía esperar, las aplicaciones informáticas tienen una presencia muy rudimentaria y difusa. Aunque Lem fue un experto en cibernética, y siempre le otorgó un lugar importante en sus textos, tanto teóricos como de ficción, las fechas en que compuso su novela no daban para mucho más. Es preciso señalar enseguida que este inevitable desfase no le quita interés al libro. La esmerada escritura del autor, su habilidad para dotar de verosimilitud al relato dan como resultado la pintura de un futuro plausible, aunque quizás diferente al que ahora, desde nuestra perspectiva actual, podemos imaginar. Al fin y al cabo, la vocación de toda obra literaria que se precie consiste precisamente en eso, en manifestarse inmune al paso del tiempo, en superar lo transitorio de la trama mediante la excelencia literaria o su mensaje, que en el caso concreto de la ciencia-ficción suele radicar en su carácter profético. Todo esto se cumple ampliamente en El Invencible, que alcanza su cima en los últimos capítulos, donde al apogeo de la acción se le suma una nueva conciencia de responsabilidad. Tras una noche de amenaza latente, Rohan descubrirá la necesidad de imponerle una diferente dirección a la presencia humana en el cosmos: «No todo, ni en todas partes, es para nosotros». Un mensaje de contención, de respeto al entorno que comprendemos con facilidad. Una filosofía de renuncia que no ha perdido ni un ápice de actualidad.


Extracto del libro

Horpach accedió. Consideró, sin embargo, que no podía permitirse arriesgar más vidas humanas. Decidió enviar una máquina que hasta entonces no había participado en ningún cometido anterior. Era un vehículo autónomo de ochenta toneladas destinado a misiones especiales y empleado, por regla general, solo en condiciones de alta contaminación radiactiva o de presiones y temperaturas muy altas. La máquina, llamada coloquialmente de forma oficiosa, ‘Cíclope’, se encontraba en el nivel más bajo del crucero, amarrada por los cuatro costados a las vigas de la bodega de carga. En principio, no se solía utilizar en la superficie de un planeta, y lo cierto es que El Invencible nunca había hecho uso de su Cíclope hasta ese momento. Situaciones que exigieran llegar hasta ese extremo ―en relación a toda la flota voladora― se podían contar con los dedos de una mano. Poner en uso a un Cíclope para algo equivalía, en la jerga de a bordo, a encargarle una tarea al mismísimo diablo: hasta la fecha no se sabía de la derrota de ningún Cíclope.

(Traducción de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz)

—Manuel Fernández Labrada, El cuaderno.