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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Reseña: «El Invencible», de Stanislaw Lem – El Imparcial

La excepcional vigencia de Stanislav Lem (1921-2006) encuentra punto álgido en la novela El invencible donde coinciden tres cuestiones mayores de los variados intereses del escritor polaco, a saber: la condición humana y su inexorable tendencia suicida, la comprensión de otras formas de existencia y la cibernética vista aquí desde la arista de una discusión ecológica que alcanza un deseable punto ético, pero, por encima de todo ello, las siguientes páginas son un estupendo texto de aventuras aderezado con notas de terror tecnológico.

El mismo año de 1964 el autor compaginó la escritura de El invencible con la del ensayo filosófico sobre cuestiones tecnológicas Summa technologicae, con reciente edición por la editorial argentina Godot comentada en esta misma columna. De tal manera, el texto se antoja como vertiente narrativa de buena parte de las cuestiones tratadas en aquellas páginas de turbio temor tecnológico, y se alza, junto a la magistral Solaris (1961) y Ciberiada (1967), como una de las tres novelas mayores de la importante producción de este maestro de la ciencia ficción.

La trama arranca con la extraña desaparición de la nave espacial El Cóndor en el planeta Regis III, misterio a resolver por la tripulación de la nave El invencible, que, tras descubrir unas enigmáticas construcciones en la desolada superficie planetaria, irá internándose en un laberinto de interrogantes con consecuencias mortíferas debido a la incomprensible lógica de una “nube” asesina formada por pequeñas sombras o moscas. La acción alterna con la reflexión en un balanceado contraste del que se sirve la narración para exponer el colapso y extinción de una civilización entera, los “liranos”, y de tal necroevolución, que dará paso a una necrosfera, el surgimiento de una misteriosa inteligencia artificial finalmente descontrolada y ligada íntimamente a la evolución tecnológica de todo un planeta, pues consigue eliminar la evolución biológica apenas emerge de las aguas a la orilla.

En resumen, un ecosistema tecnológico que solo puede ser derrotado destruyendo el planeta entero. La trama principal, característica habitual en la escritura de Lem, oculta agudas cuestiones de total vigencia en la actualidad como pueden ser la excesiva dependencia de la técnica, cristalizada aquí en el uso constante de autómatas por los humanos o de la inutilidad de los consejos de expertos y sabios, de los que sobra poner ejemplos. El habitual pesimismo del escritor polaco solo será compensado parcialmente por la paradójica y necesaria individualidad del protagonista, Rohan.

La antológica escena inicial de deshibernación de un largo viaje sirve de buen preludio de la historia por narrar ya que la gente “parecía no querer despertar […] movieron indolentes los brazos; el vacío de su sueño helado se había llenado de delirios y pesadillas”. Las descripciones vividas así como las impagables escenas de combate alternan con la charla de futuribles y reflexiones biológicas, técnológicas y filosóficas donde no se soslaya la cuestión individual y colectiva y donde Rohan alcanza categoría moral mítica en su viaje exploratorio hacia la nada frente a una tripulación absorta en sus propios devaneos y conjeturas incapaz de acción.

El añejo sabor de época en ciertas descripciones tecnológicas, lejos de arrebatar interés al texto lo engalanan con una prosa de decantado aroma atemporal (vale decir clásico) afianzado por las reverberaciones míticas de los nombres de las naves y máquinas de destrucción, como El Cíclope. Las presentes páginas conforman a la postre un magnífico alegato ante la imperiosa necesidad de un cambio en el punto de vista de nuestras certezas y formas de comprensión de la realidad para subsistir y la lucidez de Stanislaw Lem en solicitar un cambio en el ser humano antes de poder cambiar el mundo: “Acaso tenemos que llegar a todas partes con una gran potencia destructora a bordo de nuestras naves para aplastar todo lo que contradice nuestra forma de ver las cosas?”

—Francisco Estévez, El Imparcial.