- Después del éxito de la novela «El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes», llegó a las librerías locales «El jardín de vidrio», su segundo libro, en el que a través de una historia atrapante repasa los años de dominio soviético en Moldavia y el paso a la adultez de una joven que busca sus raíces, entre el desamor, la crueldad y las preguntas más profundas.
“Hay en el mundo gente así, gente que, si no cuenta cosas, no puede vivir. Para ellos, para esa gente siempre hermosa y a menudo loca, la vida debe ser una historia. Porque sólo ahí, entre sus costillas blandas y mágicas, hacen las paces con el mal y con el dolor, con las enfermedades y traiciones, porque ellos lo saben. Saben que una historia no deja jamás las cosas sin resolver. Una historia –incluso la más breve, incluso la más triste– pone siempre buen cuidado en hacer justicia”. Esa es una de las tantas epifanías que tiene Lastochka, la narradora de El jardín de vidrio (Impedimenta, 2021), de la autora moldava Tatiana Tibuleac. Una novela que acaba de llegar a las librerías locales y que impacta con la historia de una niña huérfana que, luego de vivir en un orfanato tétrico, es adoptada por una mujer despiadada en tiempos convulsionados para un país que atraviesa los días de dominio soviético. Pero ese supuesto rescate, esa salvación que podría llevar algo de calma para la protagonista, encubre un secreto: la adoptante la lleva a vivir con ella para explotarla y juntas pasan sus días recolectando botellas en una ciudad plagada de violencia, de dolor, de abandono, de abusos a las mujeres, de cambios abruptos.
La nueva vida para Lastochka, además, implica una nueva lengua: acostumbrada a pensar y recordar en moldavo, ahora, a instancias de esta mujer y como les ocurre a todos los chicos de su edad, tiene que aprender a vivir en ruso. Narrado de manera sutil, con una voz por momentos rabiosa y por momentos inquietante, el libro también es una reflexión sobre una época y una generación.
Tatiana Tibuleac ya había sorprendido al mundo con su libro anterior, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Impedimenta, 2016), un relato muy crudo y conmovedor en el que un joven recuerda el último verano que pasó con una madre muy particular, por momentos inaccesible.
Después de años de trabajar como periodista en radio, televisión (durante casi una década fue una de las presentadoras de noticias más destacadas de su país) y prensa gráfica, la escritora se dedicó completamente a la literatura y se convirtió en un auténtico suceso en su país y en el exterior.
Sobre la maternidad, la violencia y el poder de las historias, entre otras cosas, Tibuleac respondió algunas preguntas para elDiarioAR desde París, donde vive y trabaja en la actualidad. Lo hizo por escrito y en inglés, en ese pasaje de lenguas al que tanto la protagonista de El jardín de vidrio como la autora están acostumbradas.
En un capítulo de El jardín de vidrio la narradora señala que hay personas en el mundo “que no pueden vivir sin contar historias” y que una historia “pone siempre buen cuidado en hacer justicia”.
Me pone muy contenta cuando los periodistas se cruzan con este fragmento. Recuerdo cuando lo escribí. Fue durante un día de invierno parisino, que solamente me trajo problemas y fracasos. Me sentía inútil en todos los niveles, entonces me senté y empecé a escribir. Una por una las cosas empezaron a funcionar por sí mismas, tal vez en mi cabeza, pero lo suficiente como para empezar a moverse en el mundo real de todos modos. Me di cuenta de cuánto significa para mí una historia, cualquier historia, pero especialmente la que cuento yo. Puedo hacer con ella lo que quiero, puedo perdonar enemigos, puedo disculparme, puedo ser buena, luminosa, pero sobre todo, puedo hacer justicia. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Escribí todo esto y lo puse en la boca de un hombre viejo, Zahar. Los mayores, incluso los malvados, incluso los locos, siempre tienen razón.
¿Coincidís entonces con esa idea de llegar a algún tipo de justicia cuando se escribe? ¿Sentís que alguien que escribe no puede dejar cosas sin resolver?
Creo que me gustaría ser capaz de decir que soy una persona que busca justicia a cualquier precio. Como lo era mi padre. Incluso si su valor decrece con el tiempo, los luchadores tienen algo magnético, una locura que me atrae y me humilla al mismo tiempo, ciertamente algo que odié toda mi vida, pero que admiro a medida que me fui haciendo grande. La lucha de mi familia por la justicia nos llevó a muertes, enfermedades, alienación. Por el momento, escribo sin pelear, sin estar a la búsqueda de peleas. Si eso cambia alguna vez, nuestra conversación tal vez va a tener que ser reescrita.
¿Cambió en algo la idea que tenías sobre contar historias cuando pasaste del periodismo a la literatura?
Sí y no. Yo siempre hablé de las personas con fascinación, así sea para un informe de un minuto como para una novela de 200 páginas. Lo que ha cambiado fui yo. Antes, yo era una narradora invisible, y ahora soy parte del paisaje. Ya no me puedo esconder más detrás de una profesión, ahora estoy siempre con una luz sobre mi cara. A veces esto me cansa, a veces me halaga, pero más que nada me asusta. La escritura era para mí el lugar donde siempre encontraba un escondite. Ahora ya no lo tengo más.
En El jardín de vidrio, tal como pasaba en tu novela anterior, hay una fuerte tensión alrededor de la maternidad y de los distintos roles que asumen que asumen las mujeres a lo largo de sus vidas. ¿Por qué rondar estos temas? ¿Qué te ofrecía a vos el rol materno para tu literatura?
¿Por qué? Porque me convertí en madre. Creo que puede ser eso, pero quizá haya otras razones. Quizás porque siempre quise escribir sobre eso, sí, creo que hubiera escrito sobre la maternidad aunque no hubiera tenido hijos o no hubiera tenido el deseo de tenerlos. Hay muchos miedos alrededor de la maternidad en nuestra familia. Algunos niños muertos, predicciones, maldiciones y todo un arsenal inagotable de mujeres. Mi primer libro, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, es una suerte de carta que le escribí a mi hijo Alexander para cuando sea grande. Me gustaría que sepa que lo amé todo lo que pude, pero que incluso así eso puede no haber sido suficiente.
Otra coincidencia entre los dos libros: hay dos mujeres grandes, dos madres sufriendo algún mal físico que las hace caer y que provoca que sean los narradores los que tienen que ocuparse de ellas. ¿Qué ocurre cuando los chicos deben cuidar de los adultos?
Realmente no tuve que imaginarlo porque sé exactamente cómo es. Mi abuelo estuvo postrado por muchos años y recuerdo perfectamente a mi abuela haciéndose cargo de él, limpiando su cuerpo lleno de heridas con una camisa vieja. Ella le contaba historias, después lo maldecía, después rezaba para que se recuperara, después para que se muriera pronto. O “Dios, dejalo irse, dejá que al menos una persona muera”. Es una memoria vívida en mi cabeza, este ruego de muerte. Espero no terminar como él. Y espero también, que para cuando sea mayor la eutanasia sea completamente legal.
El jardín… muestra distintos tipos de violencia ejercidos contra las mujeres en sus vidas de todos los días. Hay violaciones, abusos, golpes, chicas que tienen que lidiar con abortos en condiciones deplorables. Las descripciones que aparecen en la novela son verdaderamente impactantes. ¿Era así en tu infancia? ¿Cómo quisiste trasladarlo al libro?
Sí, era así. Y lo hice porque hay cosas muy importantes de las que no se hablaba entonces. Porque ahora nosotras podemos hablar. Entonces, ¿por qué elegir no hablar sobre determinados temas, si ahora es más fácil hacerlo?
La identidad parece ser uno de los tópicos de El jardín de vidrio: las preguntas de la narradora van siempre en la dirección de su origen, de quiénes son sus padres. En este sentido, la lengua materna juega un rol muy importante: ella se ve obligada a aprender ruso, luego va a una escuela donde le enseñan moldavo, luego aparece el rumano. ¿Cómo fue para vos crecer entre lenguas y por qué decidiste reflejar este aspecto de tu propia vida en la novela?
El jardín… es el libro de una mujer, de una generación y de un país también. No quería que una cosa pareciera por encima de la otra, para que cada uno leyera el libro exactamente con la llave que les interesara más. Si tuviera que dar una forma simple de decodificar el libro, diría que se trata de un libro de la generación “entre”. Entre dos identidades, entre dos imperios, entre dos elecciones. Yo soy parte de esa generación que, habiendo llegado a cierta madurez, todavía se pregunta cuánto de todo es una verdadera elección y cuánto es herencia.
¿Estás escribiendo nuevos materiales? ¿La pandemia afectó tu trabajo de alguna manera?
Escribí un poco. Algunos comienzos, eso es todo.
—Agustina Larrea, El DiarioAR