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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Para algunos el odio es una forma de resistencia, pero para la mayoría es un lujo» – «El jardín de vidrio», de Tatiana Ţîbuleac

«A menudo se me acusa de escribir sobre cosas violentas, de tener personajes crueles, de no tener en general finales felices en mis libros. Lo que puedo decir es que nada de lo que he escrito es ficción», indicó la escritora moldava a horas de su participación en el Filba.

Los matices que hacen crujir las miradas taxativas sobre lo desaprensiva puede ser una madre o lo asfixiante que puede resultar una lengua invasora conectan los planteos de «El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes» y «El jardín de vidrio», las dos novelas de la escritora moldava Tatiana Tibuleac que la han convertido en una prometedora voz literaria que sorprende por su alquimia entre lírica y ferocidad: «A menudo se me acusa de escribir sobre cosas violentas, de tener personajes crueles, de no tener en general finales felices en mis libros. Lo que puedo decir es que nada de lo que he escrito es ficción», dice a horas de su participación en el Filba.

Aunque proviene de una familia cuya lengua y cuya historia fueron arrasadas por la prepotencia imperialista de lo que fue alguna vez la Unión Soviética, a Tatiana Tibuleac no le interesa narrar experiencias categóricas: el desamor absoluto, la orfandad que monopoliza la carencia, el terror de una cultura que extermina a otra. En sus ficciones, es el lector quien debe doblegar los prejuicios para construir con los personajes una relación que permita alojar el enojo, la piedad y hasta la empatía, un arco que alcanza, por ejemplo, a las madres que irrumpen en las dos novelas que lleva publicadas hasta la fecha, ambas disponibles en español por el sello Impedimenta.

Si en «El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes» esa madre aparecía caracterizada con todas sus flaquezas a partir de la rabia inflamada de su hijo Aleksey, en «El jardín de vidrio», su nueva novela que llegó hace pocas semanas a la Argentina, es la hoy adulta Lastochka quien construye el relato de una madre adoptiva que la rescata de un orfanato, con menos intención de reparar su falta de afecto que de encontrar mano de obra siempre disponible para recolectar de la calle botellas que luego vende a un precio extrañamente conveniente.

«»A menudo se me acusa de escribir sobre cosas violentas, de tener personajes crueles, de no tener en general finales felices en mis libros. Lo que puedo decir es que nada de lo que he escrito es ficción»»

Lo que vincula a las dos novelas más allá de su interés por ofrecer una exploración poco complaciente de la maternidad, es la presencia de narradores que en efecto retrovisor vuelven a infancias difíciles y desangeladas para explicar algo de sus presentes problemáticos, pero también para entender que es posible encontrar un intersticio de luz aún en los paisajes más turbios de una vida. Y que no siempre aquello que luzca como desapego realmente lo es: «Aman a sus hijos estas dos mujeres, ¡lo hacen! Tal vez no ‘correctamente’, como el mundo que las rodea, la iglesia, los hombres, esperan. Aman a sus hijos tanto como pueden, tanto como han aprendido y tanto como se les ha permitido», defiende Tibuleac a sus criaturas en una charla con Télam que une Buenos Aires con París, la ciudad donde decidió instalarse para ejercer primero el periodismo y ahora también su oficio de narradora.

Tatiana Tibuleac. Gentileza: Ana Mazzoni

Precisamente en torno a la figura de la madre estará enfocada la actividad que ofrecerá la escritora mañana en el marco de Filba: un intercambio con la española Milena Busquets, que a su vez explora ese vínculo en su novela «También esto pasará», donde evoca a su madre, la editora Esther Tusquets. En esa intersección entre ficción y biografía, aunque de una manera más sutil, se sitúa también Tibuleac, que en «El jardín de vidrio» narra la extinción de su lengua nativa -el moldavo o rumano-, cuya pertenencia a la tradición latina fue arrasada por la dominación rusa cuando en 1940 invadió Moldavia e impuso la adopción del alfabeto cirílico, lo que derivó en un híbrido que terminó por apagar la riqueza de esa lengua. «Un alfabeto ruso volcado sobre unas palabras rumanas y arrojado con un hueso a un enclave perdido», describe Tibuleac en un texto que precede a la novela, ganadora del Premio de Literatura de la Unión Europea en 2019.

«El jardín de vidrio» funciona como una caja desordenada sin cronología estricta en el que las piezas del pasado y del presente ubicadas en sentido aleatorio definen la deriva de la protagonista, no solo en términos afectivos sino también a partir de esa disputa de lenguas en las que una cultura construye su poder sobre otra: en el paso del moldavo al ruso -según su madre la lengua que hará de ella «una persona»- esta chica tendrá que redefinir constantemente quién es y descubrirá un mundo donde las lenguas no tienen la misma jerarquías, algo que se hace extensivo a sus hablantes.

– Télam: Las personas construyen su identidad a partir de su pertenencia a un vínculo genético, una lengua, una tierra. En el caso de la protagonista de «El jardín de cristal» estos vínculos son inestables. ¿Todas las transformaciones en la vida de Lastochka le permiten construir finalmente algo parecido a la identidad?
– Para la mayoría de las personas el sentimiento de pertenencia se basa en las cosas que conocen o tienen, pero para algunas la búsqueda constante se convierte en la propia identidad. Nos hemos acostumbrado a pensar en estos términos sobre los migrantes, pero por mi propia experiencia, puedo decir que los migrantes saben mejor quiénes son. De forma perversa, llevan su patria a todas partes, mientras que las personas privadas de su lengua, religión, identidad, se sienten extranjeras, incluso en el lugar donde han nacido.
En el caso de Lastochka, mi personaje, no es el paso de una lengua a otra lo que la redefine siempre, sino la supresión constante de una lengua en favor de otra. Hay muchas personas que crecen bilingües, incluso trilingües, pero crecen sabiendo que las lenguas son iguales. Lastochka, como muchas otras personas de esa región, creció con la firme creencia de que su lengua materna es una lengua de segunda mano, y que las personas que la hablan son personas de segunda mano.

– T.: ¿En tu caso te sentís expulsada de todas esas culturas en las que oscila tu vida o finalmente construiste tu identidad en esa intersección entre el ruso y el moldavo?
– T.T.: Es una pregunta a la que todavía estoy tratando de responderme, pero el hecho de que me haga esa pregunta ya significa que la respuesta no puede ser unívoca. Me gustaría poder responder sin sentir culpa, rabia, deseo de venganza o algún tipo de perdón, que nadie me pide ni espera.

– T.: Al igual que en tu anterior novela, los vínculos y la vida cotidiana de los personajes están atravesados por la violencia: una violencia que proviene del exterior pero también de las estructuras familiares. ¿La violencia que surge de los lazos familiares, entornos habitualmente asociados al cuidado, es más desestabilizadora y deja efectos más persistentes que la que surge de las instituciones o del mundo exterior?
– T.T.: A menudo se me acusa de escribir sobre cosas violentas, de tener personajes crueles, de no tener en general finales felices en mis libros. Lo que puedo decir es que nada de lo que he escrito es ficción. Me gustaría pensar que un marco temporal como decís, un descargo de responsabilidad al principio del libro… un texto en letra pequeña «no intentes esto en casa» podría salvarlo, pero ¿lo haría? Ya que todo lo que describo sigue ocurriendo en muchos países: los orfanatos siguen existiendo, la explotación laboral de los niños sigue ocurriendo, la paliza sigue siendo un proceso educativo para miles de padres. Muchos niños en el mundo pagarían dinero para comprar el amor de sus padres. Pensalo un poco. ¿No creés que esto es abrumadoramente violento? Creo que podría escribir un libro sobre cómo debería ser el mundo, pero ya hay muchos libros de este tipo.

«Nos hemos acostumbrado a pensar en estos términos sobre los migrantes, pero por mi propia experiencia, puedo decir que los migrantes saben mejor quiénes son. De forma perversa, llevan su patria a todas partes, mientras que las personas privadas de su lengua, religión, identidad, se sienten extranjeras, incluso en el lugar donde han nacido»

– T.: La maternidad es un tema problemático en tus textos: «El verano en que los ojos de mi madre eran verdes» describe el viaje final de una mujer que intenta asumir un papel maternal errático, mientras que en «El jardín de vidrio» la protagonista carga con el trauma de haber sido abandonada por sus padres. En ambos casos, parecen mujeres que no han aprendido a querer a sus hijos, biológicos o adoptivos. Frente a la idea de amor inmediato que se atribuye a la maternidad, lo que sus ficciones intentan decir es que el amor es también una construcción, no siempre conseguida…
– T.T.: Pero sí aman a sus hijos, estas dos mujeres, ¡lo hacen! Tal vez no «correctamente», como el mundo que las rodea, la iglesia, los hombres, esperan. Mis mujeres no son perfectas. No son ni santas, ni pecadoras, ni buenas, ni malas. Aman a sus hijos tanto como pueden, tanto como han aprendido y tanto como se les ha permitido. ¿Es su amor menos valioso, más verdadero que el de las mujeres ideales, que viven como dicta la sociedad? ¿Una mujer pobre es automáticamente peor madre? ¿Y una mujer enferma que no puede cuidar de su hijo, o una mujer profesional que ama más su trabajo? Sí, digámoslo así: hay mujeres que se preocupan más por su trabajo que por sus hijos. Y sigue estando bien. Siempre me interesó esta delgada línea entre sentirse y no sentirse amada. Porque no tiene nada que ver con lo que se ve desde fuera. La vida es un sistema de compensación, y la moneda es diferente en cada caso.

Tatiana Tibuleac. Gentileza: Ana Mazzoni

– T.: Otro nexo común entre los dos libros es el enfoque en la mirada del niño: niños o adolescentes que cuentan cómo ven el mundo desde un entorno trazado por la soledad, el desamor y el sentimiento de desamparo y orfandad. ¿La mirada infantil moldea una forma de ver el mundo que luego nos marcará toda la vida?
– T.T.: No creo que la edad cambie radicalmente a las personas. Quizá se vuelvan más sabias o más informadas, lleven más quemaduras, tengan más principios, pero un niño y un adulto no están a kilómetros de distancia. Hay personas que no crecen, sino que simplemente se estiran. Y sí, la infancia nos marca, porque es entonces cuando aprendemos las cosas y los sentimientos más importantes, los básicos. El resto de los conocimientos que llegan a la vida son más bien habilidades de supervivencia. Yo de niña era mucho más escéptica, y ahora me dejo llevar más por el asombro. Pero definitivamente estoy a favor de la esperanza, ese modesto y subestimado motor de la vida.

– T.: Una de las cuestiones que plantea la novela es qué ocurre con las historias personales y la cultura de un lugar cuando desaparece la lengua en la que se produjeron. «Me han preguntado mil veces cómo se puede llegar a odiar la lengua en la que se conocen todas las historias y todas las canciones», dice el texto inicial de «El jardín de cristal». ¿Por qué el odio a una tierra colonizadora se extiende a la lengua?
– T.T.: Para algunos, el odio es una forma de resistencia. Para la mayoría, sin embargo, el odio se convierte en un lujo. No se puede odiar toda la vida, o se puede, pero no se puede progresar. Llega un momento en el que hay que elegir con qué quedarse: con el odio o con el desapego. Personalmente, aprendí a separar en algún momento el lenguaje de la historia, la geografía, la política. No es fácil. Es como tener un cuerpo gangrenado, pero con piezas vivas y funcionales.

– T.: Cuando a una persona o a un grupo se le impone una lengua, ¿hay alguna manera de hacerla propia, de borrar de ella las huellas de la dominación?
– T.T.: Es uno de esos raros casos en los que si se consigue, se siente que se ha fracasado.

T.: A menudo, cuando alguien que se dedica al periodismo se acerca a la ficción, lo hace para tener una relación más aleatoria y menos rígida con la realidad. En tu caso, sin embargo, elegiste la literatura para retomar algunos aspectos de tu formación y, sobre todo, para recrear el contexto histórico y social en el que creciste. ¿Son la verdad y la ficción dimensiones complementarias en tus libros?
– T.T.: Es fascinante la forma en que los lectores se relacionan con lo que llamamos realidad. Mientras que todo el mundo considera mi primera novela como ficción, la segunda siempre ha sido vista como realista, incluso histórica. Para mí, sin embargo, ambas son igualmente realistas y ficticias. La geografía, la cronología, los nombres, siempre han sido menos importantes para mí. La segunda novela, por supuesto, está ambientada en un marco temporal histórico concreto, pero no sé si eso aporta valor al libro. Para ser sincera, cuando escribía esta historia estaba segura de que un libro así no interesaría a nadie fuera de Moldavia. Nos gusta creer en nuestra singularidad, que nuestro sufrimiento es sólo nuestro. Me sorprendió descubrir que hay muchos lugares en el mundo donde Lastochka habría crecido igual, habría tenido los mismos problemas. La verdad y la ficción son dimensiones complementarias, no sólo de mis libros, sino también de mi vida. Es como tener dos mejores amigos: a veces escuchas a uno, a veces al otro.

– T.: Vas a participar en el Filba en un diálogo con la escritora española Milena Busquets. Tanto vos como ella han trabajado el tema de la muerte de la madre en sus obras y eso las une. La diferencia es que ella habla de una madre protectora que la guió tanto en la vida como en su amor por la literatura. La madre de Alesky, en cambio, ha hecho sufrir mucho a su hijo por no haber desempeñado ese papel. ¿Creés que es muy diferente procesar la muerte de una madre cuando ese vínculo ha sido muy estrecho y feliz que cuando, por el contrario, ha causado infelicidad?
– T.T.: Creo que la muerte de una madre en general es difícil de procesar. Siempre he tenido la sensación de que cuando una madre muere, sus hijos se convierten automáticamente en un poco de ella. Además de la emoción, hay algo físico que nos conecta con el cuerpo que nos trajo al mundo, tanto si lo amamos como si lo odiamos.
En un momento dado, uno de mis personajes, que descubre que no es huérfano, sino un niño abandonado, dice: «Más vale que te quedes muerto. Te habría querido más muerta». Creo que cuando alguien muere, primero lloramos lo que sabemos de él, y luego lo que decidimos recordar.

– T.: Hace tiempo mencionaste en una entrevista que después de «El jardín de cristal» caíste en un bloqueo creativo. ¿Conseguiste salir de él?
– T.T.: Todavía estoy ahí.

—Julieta Grosso, Telam Digital