Y es que su autora, la británica Beryl Bainbridge, nos habla de un “verano de corrupción”, pero no la de los Bárcenas, Pujol, Bankia y larguísima compañía, la económica. Sino de la corrupción moral, la de la pura vileza humana. Aquella que no tiene en cuenta o busca el daño emocional o físico de la otra persona en busca de una malsana satisfacción o un embrutecido beneficio. Diréis que donde esta la sorpresa en una historia así. El cine y la literatura están repletos de villanos más malos que la tiña, sádicos y despreciables. La vida real saturada de gente abyecta dispuesta a atacarte, ya sea desde una posición de poder, en traje y corbata, digamos la forma habitual o, la más moderna, a través de un comentario burdo y falaz, desde la cómoda atalaya de una red social. El shock reside en que en Lo que dijo Harriet la maldad y sus terribles consecuencias proviene de dos adolescentes decididas a hacer de sus meses de asueto una experiencia relevante en sus profundamente inmaduras existencias.
Escrita originalmente en 1967, la novela de Bainbridge fue su primer trabajo tras una vida con episodios tan significativos como el ser expulsada de la escuela —por unos poemillas sucios— a los catorce años, un matrimonio prematuro con un prisionero de guerra alemán, dos hijos, un intento de suicidio, una carrera como actriz, un nuevo matrimonio… Tardó cinco años en ser publicada, ya que varios editores la consideraron inmoral o repulsiva. Entonces vendrían los premios y reconocimientos, entre ellos la distinción como Dama del Imperio Británico en 2000 o que The Times la incluyera en la lista de «Los 50 escritores más importantes desde 1945» en 2008, sólo dos años antes de su fallecimiento, por citar sólo un par de una muy extensa lista. La novela, convertida en clásico, fue adaptada libérrimamente por Peter Jackson en Criaturas celestiales, y se basa en un caso real, el caso Parker-Hulme, que convulsionó a la sociedad británica de la época —Pauline Parker y Juliet Hulme asesinaron a la madre de Pauline— y aguanta el paso del tiempo de manera espeluznante. Un retrato sobrecogedor de la adolescencia.
Con el único borrón de unos personajes secundarios demasiado difuminados para resultar del todo creíbles, está claro que Bainbridge situó todo el peso de su novela en las dos adolescentes. Hay algo profundamente aterrador en la enfermiza amistad de la anónima narradora y Harriet, apenas un año más mayor pero, al menos a los ojos de su obnubilada y maleable compañera de aventuras, hermosa y perversamente dominante. El lector cree que se encuentra ante una historia, quizás más elocuente y “sexual” de lo habitual, de auto-descubrimiento y brusco final de la inocencia. Pero a medida que uno va pasando páginas, con creciente desasosiego, vemos desarrollarse una relación de dependencia y sumisión entre las muchachas, donde el “jugar a ser mayor” pasa de desvergonzada travesura a cotas escabrosamente mayores, urdiendo una mezquina y enrevesada trama de seducción de un adulto —el sr. Biggs, misteriosamente llamado “el Zar”— que sólo puede acabar mal. Muy mal.
Padres prácticamente ausentes —”mujercita” llama sardónicamente Harriet a su madre—, supuestos adultos como el Zar, desesperado, deambulando como un fantasma por su aburrida existencia, patéticamente frágil —insisto en que uno de los escasos aspectos cuestionables de la novela es la excesivamente pusilánime actitud de los adultos— para dejarse manipular por dos jovencitas resueltas a “experimentar”. Lo que hace atemporal la obra de Bainbridge es que ingenuidad y maldad parecen los dos extremos de un círculo. Lo que sigue haciendo relevante a la novela es que su autora no tuvo miedo a plantear la insoportablemente incómoda pregunta. ¿Son inocentes? ¿Bajo que parámetros definimos la inocencia? ¿Y la responsabilidad?
Leed con cuidado.
Por Raül Jiménez