Desconociendo de forma específica los motivos, así como nunca he sido muy aficionada a las novelas de ciencia ficción ― qué sé yo, La isla del doctor Moreau, por poner un ejemplo ―, tampoco lo he sido de aquellas ambientadas en el exótico Oriente. Para gustos…pues eso, colores. Eduardo Berti (1964), autor bonaerense cuya estela de títulos en el mercado goza de numerosas traducciones e importantes reconocimientos, no ha hecho cambiar mi percepción sobre las segundas, pero El país imaginado (Premio las Américas 2012, en reconocimiento a la mejor obra narrativa de Hispanoamérica publicada durante 2011 y premio Emecé de novela inédita 2011) es, sin lugar a dudas, una pequeña joya que todos debiéramos tener en nuestra biblioteca particular.
Siguiendo al escritor Alberto Manguel, prologuista de la edición de Impedimenta que manejo, reducir la novela de Berti a un cuento de fantasmas sería despojarla de los grandes atributos que la convierten en una obra prodigiosa. Sí, aparece algún que otro fantasma y la muerte es uno de sus más férreos ejes temáticos, pero no por ello dejan de ser fundamentales la amistad, el amor y la familia, pilares todos ellos sobre los que, del mismo modo, pivota El país imaginado. Pero vayamos por partes.
Primero, es fundamental señalar la importancia que el concepto de imaginado tiene en la novela, pues, entre otras cosas, a partir de él se construye el juego que subyace en el título. Por un lado, el país imaginado es, para la cultura china, el de la muerte; por otro, si existe un lugar imaginado per se para los occidentales, por desconocido y remoto, este es justamente China. Finalmente, imaginado es también todo ese mundo, toda la vida que tiene por delante la narradora y protagonista de la novela, una joven de apenas catorce años de la que no conocemos el nombre. Esta niña, hija menor de una familia de clase media de cuatro miembros, comienza a percatarse de la proximidad de lo inevitable: su casamiento con algún varón de familia, a poder ser, de rango superior al que ella pertenece. Trasladados a la China pre-Mao de los años treinta, a una sociedad patriarcal en la que lo que realmente importa en un matrimonio son los contratos y pactos sociales que con él se establecen, a una sociedad que comienza a ser consciente de la fuerte tensión entre tradición y progreso y a la tranquila vida de un pequeño pueblo de provincias, asistimos a los meses anteriores al casamiento de la protagonista así como a su primera época de mujer desposada de la mano de una voz narrativa hipnótica, elegante y delicada: la voz de una mujer adulta de clase media volcada en el relato de su yo adolescente.
El relato se inicia con el fallecimiento de la abuela, quien, pese a su desaparición física, sigue estando fuertemente presente a lo largo de la novela y con quien la niña mantiene un vínculo especial en el mundo de los sueños, estableciéndose, de este modo y desde el primer momento, el terreno de la muerte y de lo onírico como un eje cuya importancia no decae, más bien lo contrario, conforme se suceden las páginas. Entre acontecimientos y cavilaciones derivados del ímpetu del padre por lograr el matrimonio de sus dos sucesores, la protagonista y su hermano, ésta conoce a la hija de un ciego vendedor de pájaros con quien entabla una intensa amistad, refugio del mundo adulto y de la realidad, y a partir de la cual se asoma a lo desconcertante y laberíntico de las emociones. En palabras del autor, la dificultad para establecer un nombre que defina el vínculo entre ambas jóvenes (¿deslumbramiento?, ¿interés?, ¿atracción?, ¿acaso enamoramiento?) refleja la fascinación por una literatura que intenta abarcar lo intangible, aquello que no tiene nombre o a lo que no sabemos, o no podemos, ponerle uno. De ahí se deriva, quizá y significativamente, la falta de nombre tanto del pueblo en donde transcurre toda la acción como de la niña protagonista.
En un intento de huida del exotismo tópico, la atmósfera creada por Berti es la de un mundo oriental poblado de curiosos personajes, como paseadores de pájaros o fantasmas de fallecidos a los que se rinden ritos ancestrales, en un lugar en el que antaño las mujeres crearon un lenguaje escrito en bordados para salvar la prohibición que de escribir les imponían sus maridos, en donde los parques se constituyen como oasis y en donde la superstición detenta un papel fundamental hasta el punto de acontecer una boda entre el hermano de nuestra protagonista y una novia de cartón tras su fallecimiento antes de la ceremonia (de hecho, las bodas entre vivos y muertos siguen existiendo en algunos lugares de China).
En conclusión, la novela de Berti es una construcción sensual y sutil, un precioso relato del otro y de lo otro que consigue la inmediata atención del lector gracias al encadenamiento de situaciones brillantemente narradas por la maestría de una pluma intachable y su ternura; un texto que se recrea con las palabras, con lo que se dice y lo que no se dice, con las sensaciones, la memoria. En fin, una reflexión sobre lo que constituye la otra cara de esa moneda que es la vida, o lo que es lo mismo, una reflexión sobre todo aquello que por vivir también se pierde.
Por María Ayete Gil