- El autor entrega en Los extraños un inquietante thriller sobre una crisis de pareja
Es invierno, un invierno del Cantábrico, y en un viejo caserón –mientras afuera llueve, se oye el rumor del oleaje, la luz mengua y el viento emite silbidos fantasmales– hay dos hombres, dos mujeres y dos perros. Todas las tensiones, todas las sospechas caben bajo el techo de esa casa construida sobre la ladera de un monte, con vistas a un prado del pueblo donde por cierto están comenzando a ser multitud los curiosos y ufólogos militantes reunidos allí para hacer guardia, pues desde hace unos días, de noche, han sido vistas unas extrañas esferas ejecutando una incomprensible coreografía en la oscuridad del cielo.
En Los extraños (Impedimenta) Jon Bilbao (Ribadesella, 1972), grande de la narrativa breve nacional sin necesidad de aspavientos, compone una magnética pieza de cámara de atmósfera asfixiante –marca de la casa– que retrata, con el escalpelo también habitual en él, una pareja en crisis, pero no una de esas de discusiones dramáticas con tono crispado, sino de las que vienen silenciosa, casi inadvertidamente envueltas en un molesto y permanente zumbido, el del tedio, el ensimismamiento del día a día y el descuido de cuanto se da por hecho.
Con cierto regusto a títulos de su etapa en la tristemente desaparecida Salto de Página, como Bajo el influjo del cometa o Como una historia de terror, esta nouvelle explora, de paso, algunos temas que no son precisamente ajenos al mundo de Bilbao, desde la incomunicación con los demás a la súbita extrañeza de los lazos familiares, pasando por los ecos de la infancia perdida, la malsana y a la vez revitalizante curiosidad por las vidas ajenas o la rotunda irrupción de lo inexplicable que viene a sacudir el orden precario de unas vidas que siempre se parecen muchísimo a las nuestras.
Esta vez, todo comienza con una pareja, Jon y Katharina –a los que ya conocemos por su libro anterior, Basilisco– pasando unos días en la casa de los padres de él mientras ella, que acaba de quedarse embarazada sin pretenderlo, se deshace en dudas sobre el futuro de la relación y él, tratando de fingir que nada ocurre, se refugia en el trabajo. Una noche, de repente, ven unas extrañas luces danzando en el cielo. Y a la mañana siguiente Markel, un primo lejano del que Jon no guarda recuerdo alguno, se presenta por sorpresa en la casa acompañado por Virginia, una atractiva y enigmática mujer a la que presenta como su asistente. Pronto, la visita comenzará a parecerse a una invasión, más cerca de la amenaza que de la descortesía.
–Ha dicho que Los extraños nació, en parte, por contraste respecto a Basilisco, que fue un libro de escritura trabajosa y que necesitó mucha documentación. ¿Hay libros de alivio y libros de forzarse a uno mismo? ¿Daría eso pie a hablar de libros mayores y libros menores?
–Al menos en mi caso, un libro que requiere menor esfuerzo formal no implica que me pueda liberar más. Porque yo necesito, digamos, un cierto mecanismo compensatorio: liberarme más implica ponerme una máscara, poner un poco de distancia con respecto a lo narrado, de ahí que no sea casualidad que siendo Basilisco y Los extraños los libros más personales que he escrito hasta ahora, el primero sea en buena medida una novela del Oeste y el otro un thriller psicológico.
–¿Qué papel juegan los platillos volantes y la romería de ufólogos que se forma en el pueblo? Porque uno se da cuenta pronto de que los verdaderos marcianos del libro no son otros que las personas…
–Sin duda. Los extraños en este libro son sobre todo sus protagonistas, Jon y Katharina. Extraños el uno para el otro y también para sí mismos. Y se enfrentan a una situación que los fuerza a conocerse un poco mejor a sí mismos y los lleva a tomar decisiones y a hacer cosas de las que en la página uno no se habrían creído capaces. Al final, se conocen mejor a sí mismos; que lo que han averiguado de sí mismos sea positivo o negativo, bueno, esa ya es otra cuestión…
–La novela transcurre en su propia casa natal y el protagonista se llama como usted. Algún lector desavisado podría pensar que se trata de un ejercicio de autoficción, pero uno juraría que no van por ahí los tiros…
–Así es. Es cierto que la casa donde sucede casi toda la novela es la de mi infancia. Después del esfuerzo de Basilisco, que en la parte de western, por la ambientación histórica, me obligó prácticamente en cada párrafo a detenerme para consultar algo, fue una experiencia maravillosa volver a mi casa natal, a ese espacio que para mí fue un campo de juegos fabuloso, porque es una casa muy peculiar, muy grande y con mucho terreno alrededor. Fue como volver a jugar en ella, aunque ahora desde la literatura. Pero todas estas cosas, también el detalle de que el personaje se llame Jon como yo, no dejan de ser ladrillos para construir una obra de ficción. A mí la autoficción, la literatura del yo, todo lo que se escriba, realmente, me parece bien, porque cualquier labor creativa debe ser por encima de todo un espacio de libertad, de modo que me parece estupendo que cada uno haga lo que quiera o lo que pueda. Pero ciertamente yo no sintonizo del todo con esa literatura.
–La suya tiene un pie en el paradigma realista, fuera de toda duda, pero a la vez se suele apoyar en géneros como la fantasía, el terror o la ciencia-ficción… ¿Comparte la impresión de que últimamente tanto los autores como las editoriales y los lectores de literatura de género han dinamitado todo complejo al respecto? Ahí está, por ejemplo, Mariana Enríquez con su Herralde con Nuestra parte de noche, una novela rabiosamente de género…
–Absolutamente. Me parece que la crítica a veces ha mirado la literatura de género por encima del hombro y que esos prejuicios, en efecto, se están perdiendo. Digo más: creo que esos complejos o prejuicios, a veces, operan más en los propios autores. Me sorprende oír todavía a gente que lleva décadas en el mundo cultural hablar con desdén de una novela de terror o de ciencia-ficción. ¿Perdona? Existe una cosa que se llama metáfora, existe el símbolo, existen las alegorías… Además, no todos somos capaces de escribir sobre nosotros a pecho descubierto, con nuestro nombre y apellido y especificando el punto kilométrico donde está nuestra casa. Hay gente que necesita una distancia. Esa persona tímida que cuando sale con sus amigos no se atreve a bailar, pero llega el carnaval. se pone un disfraz y una careta, y baila: ¿está siendo hipócrita, nos está engañando esa noche que baila? No, es él, con una careta que le ha permitido dar salida a una faceta que siempre estuvo ahí. El terror, la ciencia-ficción, el western, el género negro, etcétera, etcétera, pueden funcionar como caretas, pero para seguir hablando de nosotros, de los lectores, de los problemas de hoy, no son castillos levantados en el aire, no son un mero divertimento.
–Es llamativa su manera de acercarse al universo de la infelicidad doméstica. Donde en tantos libros hay drama desatado, cinismo, final trágico por decreto so pena de parecer ingenuo o medio bobo, usted aplica sordina y en vez de recrearse en las heridas y los problemas parece centrarse en cómo vivir con ello…
–Dentro de una pareja en la que la situación no carbura todo lo bien que debería, hay días grises, sin estímulos, en los que dos personas se evitan intentando que no se note, en los que estás deseando que acabe el día para irte a la cama y dormir sabiendo que el día siguiente va a ser igual. Esas épocas de travesía en el desierto existen en las parejas, y creo que son bastante más difíciles de afrontar que uno de esos días en los que la tensión estalla y hay cuatro voces, lloros y reproches. Me parece, como narrador, que esos días grises son más sugerentes y tienen un potencial dramático mucho mayor que los momentos operísticos. Además, si hay algo que me gustaría evitar, tanto a la hora de escribir como a la hora de vivir, es el nihilismo o el cinismo. No veamos esos días grises necesariamente como el inicio de un erial o los prolegómenos de un final. Pueden ser, por qué no, los prolegómenos de una conversación tranquila, por fin, y que sea lo que tenga que ser. Dos personas que no han sido una buena pareja pueden, a lo mejor, ser buenos padres, que ya es un triunfo.
–No cuesta demasiado imaginar Los extraños como una pieza de cámara del Polanski más desasosegante, pongamos. ¿Pesa tanto el cine en su manera de narrar y componer situaciones como parece?
–Veo mucho cine y supongo que es inevitable que parte de ese lenguaje vaya empapando… Pero no escribo en esos términos. Quizás pueda parecerlo en el caso de Los extraños por el tipo de historia, muy ambigua y en la que se oculta bastante información, y por el tipo de narrador que conlleva, un narrador distanciado, lo que se conoce como un narrador-cámara, que se sitúa en un rincón de la habitación y cuenta lo que está sucediendo sin apenas inmiscuirse en las cabezas o los corazones de los personajes. Quizás eso pueda llevar a pensar en un lenguaje cinematográfico, pero en realidad a mí, en todo caso, me parece que tiene una naturaleza más teatral.
–Usted es también traductor, que en parte es como asomarse a la cocina y a la lista de recetas de otros escritores. ¿Esa experiencia le ha servido para aprender algo como escritor?
–He aprendido que cometes errores, da igual lo bueno que seas. Que una obra literaria es intrínsecamente imperfecta. Que eso conlleva una frustración. Incluso aunque ahora leamos a Faulkner o a Melville y nos parezcan insuperables, seguro que ellos en su interior iban a ser muchísimo mejores. Esa insatisfacción, esa impresión de que no acabas de llegar nunca a donde quieres llegar hay que abrazarla y verla como un estímulo, no hay otra.
—Francisco Camero, Diario de Sevilla