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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Literatura, drogas y Apocalipsis punk – «Una libertad luminosa», de T. C. Boyle – El Tiempo

Thomas Coraghessan Boyle, más conocido como T. C. Boyle, es uno de los escritores estadounidenses más reconocidos de la actualidad. Nació en Peekskill, Nueva York, en 1948. A partir de 1979, ha publicado 16 novelas y más de 100 cuentos. Su libro El fin del mundo, con el que resume 300 años de la historia del estado de Nueva York, ganó el PEN/Faulkner Award en 1988. Fue hippie y se enchanchó con el LSD. Luego fue punk y heroinómano. Tocó el saxo y el clarinete, pero no pudo con la música. Entonces apareció la escritura y allí encontró el camino hacia su redención o, mejor, a su íntimo Apocalipsis literario, todo lleno de sátira e ironía.

“¿Vendes LSD?” fue una pregunta que Thomas Coraghessan Boyle tuvo que responder por un tiempo. Era la década de 1960 y él era un hippie. Como muchos de los baby boomers pasó su juventud vagando por las carreteras y ciudades de los Estados Unidos de América. Drogas, sexo, música y libros, esa era su vida. “Cada tanto alguien me paraba en la calle y me pedía LSD. Supongo que era por mi forma de vestir o por cómo me veía. Hoy, cuando pienso en esa época solo me da mucha risa”, dice Boyle y luego suelta una carcajada. No recuerda qué lo llevó a sumarse a las caravanas de hippies; si bien le gustaba todo el discurso pacifista, la única razón lógica que encuentra es la rabia que había en él: “La misma rabia que después me haría convertirme en un punk y la misma rabia que me llevaría a escribir”, afirma Tom, como le dicen sus amigos.

Boyle (1948) creció en Peekskill, una pequeña ciudad a las orillas del río Hudson y que es uno de los cientos de suburbios de Nueva York. Su familia encajaba en el retrato “perfecto” de la clase media norteamericana, su madre era secretaria y su padre era el conserje y el conductor del bus del colegio al que iba Thomas. Los dos morirían años más tarde por culpa de las secuelas que dejaría el alcoholismo que padecieron. Sin embargo, Boyle dice que su vida fue tranquila: “Solo perdía el tiempo, iba muy poco a clases y siempre quería estar con mis amigos tocando música, pero ¿no es eso lo que quiere todo adolescente?”

Después vendrían los excesos. Sin saber muy bien qué hacer con su futuro, Boyle se presentó a la Universidad de Potsdam, en Nueva York, para entrar a la carrera de música. Era lo único que le gustaba y creyó que sus conocimientos de saxofón serían suficientes para asegurarse un cupo. La audición fue un desastre, pero igual había que estudiar algo. Así que terminó matriculado en el programa de Historia y luego, por culpa de los cuentos de Flannery O’Connor, entró a estudiar también el pregrado en Inglés, que vendría siendo algo como literatura. Entre las drogas, las lecturas y el descontrol acabó graduándose, aunque no fue una tarea fácil: “Todo ese ambiente de libertad, sustancias alucinógenas y mi personalidad lunática por poco no me dejan terminar mis cursos”, dice Boyle.

En ese camino hacia la escritura se interpuso una guerra. Fueron los años de la ofensiva norteamericana en Vietnam y el ejército tocó a la puerta de Boyle: “Estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de no ir a la guerra. Me oponía a ella con todas las fuerzas. Así fuera un flacucho, era la carne de cañón perfecta que estaban buscando para pavimentar el paso de los soldados de verdad”. Todo parecía listo para que se embarcara hacia el sudeste asiático. Hasta que llegó un salvavidas: una oferta de trabajo y la suerte. Su padre le ayudó a conseguir un puesto de profesor en uno de los colegios de Peekskill, el pueblo natal de Thomas. Alguien dentro del Gobierno pensó que era buena idea llevar maestros a los lugares deprimidos de los EE. UU. y no solo exportar soldados. En esos años completó el cuadro de lo que sería su país: “Era una zona de muchos afroamericanos y puertorriqueños. Tuve que rasgar sus camisas, arrojarlos contra la pared, acudir a la fuerza. Fue algo violento, duro… Al mismo tiempo, fue cuando comencé a meterme en la heroína y a pasar el rato con todas esas personas. Pasaba despierto todas las noches por lo drogado que estaba y en esas condiciones tenía que ir a hacer el trabajo. Casi me mata…”, así recordó este episodio Boyle en una entrevista que le dio a la revista Rolling Stone. También la suerte hizo lo suyo. Si bien el trabajo como profesor le había dado un respiro, fue el azar lo que lo salvó de ir a la guerra: “Era una lotería. El día que me llamaron a definir mi situación yo estaba muy drogado y llegué tarde a la ‘rifa’. El sistema funcionaba de la siguiente forma: de la nada sacaban unas fechas al azar y aquellos que cumplieran ese día quedaban exonerados de ir a la guerra. Entre los efectos de la marihuana yo logré escuchar que alguien dijo: 2 de diciembre. Estaba salvado”, dice Boyle mientras vuelve a reír.

Con las drogas recorriendo su cuerpo volvió a la vida nómada. Lo único que lo aferraba a la “realidad” eran los libros. En cuartos llenos de junkies y borrachos, Boyle leía cuando el efecto alucinógeno pasaba. Así pudo ser toda su vida. Lo que impidió esto fue que una de sus historias fuera publicada en una revista literaria: “Ahí supe que todo podía cambiar. Fue el empujón que necesitaba. Luego, sin pensar, me inscribí a la maestría de escritura creativa de Iowa, el único lugar donde no les importaría mi pasado. Cuando me aceptaron nos subimos con mi novia en un carro y nos fuimos camino a la universidad”.

La escuela de escritores de Iowa es una especie de meca para los escritores; allí han dado clases John Irving, Raymond Carver, Philip Roth y John Cheever, quien fue profesor y luego amigo de Boyle, y de allí se han graduado alumnos como Daniel Alarcón, Sandra Cisneros y Flannery O’Connor. Las drogas dejaron su puesto principal en la vida de Boyle, ahora solo le importaba escribir. Tanto que terminó haciendo un doctorado sobre literatura inglesa del siglo XIX en la misma universidad.

Esa rabia y ese compromiso que tuvo en sus épocas de junkie los empleó en la escritura. Boyle escribe los siete días de la semana, sin falta. No podría ser de otra forma. Desde que se publicó su primera novela en 1979 no ha parado. Su estantería de libros ya cuenta con 17 novelas, más de cien cuentos y más de once libros donde se han compilado estos relatos. El año pasado, la editorial Impedimenta publicó su última novela traducida al español, Los Terranautas, que se suma a sus otros libros traducidos por la misma editorial: El niño salvaje (2012), Las mujeres (2013) y Música acuática (2016). Además, ha ganado varios premios, entre ellos el PEN/ Faulkner, en 1988, por su novela World’s End, y el L.A. Times llegó a decir que: “Su dominio del lenguaje recuerda a Joyce y a Pynchon; su imaginación a Irving y a García Márquez”. Algunos de sus cuentos también se han publicado en revistas como The New Yorker, The Paris Review, Granta, Esquire y The Atlantic, entre otras, y sus obras también han sido traducidas a más de veinte idiomas.

Desde hace un tiempo es uno de los escritores más reconocidos y leídos de los EE. UU. Tanto que es una especie de celebridad literaria. Por eso, en tono de burla, dice que le gustaría parecerse a uno de sus autores favoritos: Dickens. No tanto por su maestría a la hora de escribir, sino porque era una especie de superestrella: “El problema es que ahora somos muchos y la competencia por la atención es más difícil”, afirma. Y ha logrado la atención, sus libros son pequeños best sellers y ha compartido tarima con figuras como Patti Smith. Sin embargo, más allá de ser un showman, Boyle también es un activista político y ambiental. Muchos de sus cuentos y sus libros abordan problemas como la modificación genética, la inmigración ilegal o el cambio climático. Pero la marca distintiva de sus libros es el humor; Boyle es un maestro de la sátira y la ironía. Ese rasgo es el que le ha valido un lugar en el mundo literario norteamericano: “Aunque eso es un problema, siempre hay quien dice que mis libros no son serios y cuando escribo libros serios dicen que les falta el humor. Yo solo escribo lo que mi imaginación me dicta”, asegura Thomas. Desde su casa, que diseñó en 1909 el arquitecto Frank Lloyd Wright (del que también escribió una novela) y que Boyle compró en 1993 para luego restaurarla y salvarla de convertirse en una ruina, dice que ya publicó en Twitter la foto del amanecer que se ve desde su terraza; una especie de ritual que hace todos los días: “Así que ya estoy listo, menos para las preguntas sobre matemáticas”.

«»¿Vendes LSD?»»

Su primer libro, Música acuática, tiene una dedicatoria muy especial: “Dedico este libro cariñosamente a los miembros del club narradores”. ¿Quiénes eran los miembros de ese club y qué hacían en él?

El club nunca existió oficialmente. Pero llamé así a mi grupo de amigos, con los que crecí y que todavía somos muy cercanos. Éramos un puñado de niños descontentos, con ideas muy extrañas y yo gravitaba alrededor de ellos. Nos unían muchas cosas, entre ellas la música, pero también un juego que teníamos. Este consistía en una clase de campeonato en que todos nos contábamos historias… Aunque más bien era un campeonato en el que mirábamos quién era el que mentía con más gracia o quién era el más capaz de transformar la realidad de una forma alocada o el que era capaz de embaucarnos a todos con alguna alucinación. Desde ahí creo que viene mi gusto por contar historias. Creí que era un bonito detalle con ellos dedicarles mi primera novela.

¿Cómo fueron esos días de su adolescencia?

De siempre estar buscando algo, pero nunca saber qué. Creo que la única vez que he escrito algo medianamente autobiográfico fue cuando muchos años después volví a mi pueblo, Peekskill, y traté de recordar esos días. Esa nostalgia me llevó a escribir World’s End y ahora que lo pienso también uno de mis cuentos más leídos: Greasy Lake, que es un homenaje a Bruce Springsteen; trata sobre ese tiempo. Ahí escribo sobre toda esa decadencia que veía, esa rabia que sentíamos y esa incomprensión. Pero la mayor parte del tiempo lo que hacía era perderlo [risas].

Antes de la escritura, y por esa misma época del club de los narradores, su mayor obsesión era la música. ¿Qué le gustaba oír?

Sí, mi primer amor artístico fue la música. Era un loco por el jazz, todo el tiempo quería escuchar a John Coltrane, a Miles Davis, a Ornette Coleman. Todo esto fue antes de la revolución del rock and roll. Quería su vida y por supuesto que quería ser músico.

Supongo que por eso el saxofón fue el instrumento que primero aprendió a tocar.

Y el clarinete también lo sé tocar, pero sí, puede ser. Era tanta mi obsesión que de verdad creí que debía ser músico. Cuando tuve que elegir una carrera para estudiar pensé en la música. Así fue como cogí mi saxofón y me presenté en la Universidad estatal de Potsdam, en Nueva York. Por supuesto que reprobé y no pude entrar. Y no porque fuera malo tocando el saxo, hasta podía tocarlo parado de cabeza. Lo mío era algo con el ritmo y con que la escuela de música de Potsdam buscaba intérpretes de música clásica, música que ahora adoro, pero en ese entonces no me interesaba.

Y ¿qué pasó entonces con la música y el saxofón?

Estaba muy decepcionado, tanto que dejé de tocarlo. Lo que no dejé fue de llevarlo conmigo a todas partes. Cuando tenía unos treinta años nos mudamos con mi esposa a Los Ángeles y ella me dijo: “¿Por qué arrastras ese instrumento a cada lugar adonde vamos si ni siquiera lo tocas?”. Así que dije, bueno ¿por qué no? Comencé a tocar de nuevo y a divertirme como en los viejos tiempos. Dos semanas después, mi esposa entró al cuarto y me pidió que por favor dejara de tocar [risas]. Luego fui el cantante de una banda pequeña y ahí terminó mi carrera musical cuando la banda se separó.

«Hay toda esta idea romántica de los escritores que se drogan para inspirarse y puede que sea cierta para algunos, Faulkner, por ejemplo, estaba borracho cada minuto de su vida, aun cuando escribía. Ese no ha sido mi caso, ni lo fue cuando estaba sumido en las drogas casi a tiempo completo.»

—T. C. Boyle

Al final decide estudiar historia, ¿por qué?

Desde muy temprano supe que lo mío no era ni la ciencia ni las matemáticas. Para lo único que era bueno era con lo que estuviera relacionado con el lenguaje. Vi en la historia una forma de escribir, aunque en esos días no tenía la menor idea de qué significaba eso. Y como muchas cosas en mi vida: me obsesioné con la historia; y al día de hoy me sigue fascinando. Cuando mis libros tienen de fondo contextos históricos reales trato de transmitir esa pasión que siento por la historia a los lectores. Porque, por ejemplo, en mi libro sobre Frank Lloyd Wright pude haber hecho que un bus lo atropellara o que fuera abducido por extraterrestres, pero no me interesa eso. Me interesa hacerme muchas preguntas sobre los momentos históricos y, sobre todo, de lo que nunca sabremos a partir de los documentos. ¿Qué pensaban los protagonistas?, preguntas de ese estilo, y mientras me las hago voy escribiendo lo que se me va ocurriendo.

Una cosa es querer escribir y otra muy distinta es sentarse a hacerlo. ¿Hasta qué punto hacer un máster en escritura creativa y un doctorado lo ayudó a convertirse en un escritor?

Puede sonar a cliché, pero tomar la decisión de estudiar mis posgrados en Iowa me salvó la vida. Cuando entré debían ser los inicios de la década de 1970. Antes estaba entregado a la cultura de la droga en Nueva York y allí podría haber caído en espiral por el inodoro. Lo que me frenó de caer por el desagüe fue escribir historias. Cuando me publicaron mi primer cuento dije: “Esto es, tengo que seguir haciendo esto”. Así que me presenté al único sitio donde había escuchado que enseñaban a escribir y en el que daban clases mis héroes: Iowa. Tuve la suerte de que me aceptaran.

¿Por qué cree que fue suerte?

Yo era un muchacho provinciano, proveniente de una familia trabajadora y sin mucha experiencia en el mundo. No conocía siquiera lo que había al occidente del río Hudson. Solo tenía una novia hermosa, un perro hermoso y dos gatos. Pero con eso me bastó. Todos nos metimos en un carro y sacamos un mapa que nos condujo hasta la Universidad de Iowa. Es ahí cuando creo que empieza la historia de mi vida: tuve muchos maestros, me publicaron mucho, luego me convertí en profesor en la Universidad de South California, mi novia de ese entonces ya no lo es más —ahora es mi esposa—, ya no tenemos más gatos, pero sí un perro y ahora vivimos en Santa Bárbara, en una casa increíble. Un poco de suerte, me parece.

Durante su tiempo de estudiante en Iowa uno de sus maestros fue John Cheever. Además, también se hizo amigo de Raymond Carver por esa misma época. ¿Cómo fue ser alumno de uno y amigo del otro?

De Ray me hice amigo porque él estaba pasando el rato en la ciudad y nos encontramos varias veces. De tanto hablar se forjó una gran amistad, tanto que él revisaba mi trabajo y yo el suyo; había ese nivel de confianza. Con Cheever la amistad se dio por las clases que recibí de él. Estaba borracho y se le veía mal todo el tiempo, pero amaba su trabajo y me apoyó. Fue muy generoso siempre. Como también lo fue John Irving, por ejemplo. Ese apoyo era lo único que necesitaba. Cuando uno entra a un programa de esos uno sabe a lo que va, uno sabe lo que quiere hacer. Los maestros están para inspirarlo a uno o para guiarlo, pero nunca nadie me dio un consejo sobre cómo escribir o ejercicios para mejorar mi escritura. Lo único que uno realmente necesita es alguien que le diga: “Oye, chico, lo estás haciendo bien, vas por el camino correcto. Sigue así”.

Pero si ya estaba haciendo lo que quería: que era escribir y ser publicado, ¿por qué entonces entrar a hacer un doctorado en literatura inglesa del siglo XIX?

Es curioso porque yo entro al PhD por la puerta trasera. No creo que mis calificaciones me aseguraran un puesto. Lo único que había hecho era tomar un par de cursos de doctorado y no más. En un momento me di cuenta de que estaba diciendo cosas como: “Lo siento, no puedo ir a ese concierto porque estoy tomando clases de doctorado”, y empecé a pensar que tal vez ese era mi camino. A eso hay que sumarle que si bien yo creí que sabía de literatura norteamericana, no tenía la menor idea de literatura británica.

¿Qué le llamó la atención de esa literatura?

Me llamó la atención la experimentación y el uso de las drogas y la locura de los escritores de finales del siglo XIX [risas]. Eso me enganchó. Y como no fui a muchas clases durante mi pregrado y no hice lo que se suponía que debía hacer o no aprendí lo que debía aprender, creí que era el momento de, por fin, saber de algo. Sin embargo, Cheever fue muy crítico de mi decisión de entrar al doctorado. Él me decía que la academia no tenía nada que ver con el arte, y puede que tuviera razón. Solo que yo sentía que por lo menos tenía que conocer bien de algo para poder escribir después, y creo que en mi caso tuve la razón.

Ahora hablemos de las drogas, ya no en su época juvenil, sino en su carrera como escritor. ¿Han influido en algo su escritura?

¡Oh, no! Hay toda esta idea romántica de los escritores que se drogan para inspirarse, y puede que sea cierta para algunos. Faulkner, por ejemplo, estaba borracho cada minuto de su vida, aun cuando escribía. Ese no ha sido mi caso, ni lo fue cuando estaba sumido en las drogas casi a tiempo completo. No sería capaz de comprometer mi trabajo de esa forma. No puedo escribir si mi cabeza no está despejada del todo. Aunque consumí drogas fuertes lo hice porque hubo momentos en que no sabía a dónde ir, nada me importaba. Lo que quiero decir es que para ser un drogadicto tienes que querer ser un drogadicto porque no tienes nada más que eso. Para mi fortuna, tuve a la literatura cuando estaba por tocar fondo. Era de los pocos cabezas muertas que luego de tomar hasta lo inimaginable pensaba que debía tener algo más, y sí: tenía a los libros.

¿Recuerda qué leía en ese entonces?

Sí, leía sobre todo autores latinoamericanos. Autores que me excitaban como Julio Cortázar y sus fabulosas historias delirantes. Borges también caía a cada rato entre mis manos. Recuerdo leer a Calvino, a Flannery O’Connor o al mismo Carver. Cuando cerraba sus libros decía: “Quiero escribir así, quiero escribir con ese mismo humor retorcido de ellos”. Y por supuesto, y esto no es por quedar bien, leí mucho a García Márquez.

«Era un punk mimado porque mi madre me amaba.»

—T. C. Boyle

¿Qué fue lo primero que leyó de él?

Los cuentos y Cien años de soledad. Nunca olvidaré que la primera vez que lo leí vivía con mi novia y un amigo en una especie de Castillo cerca al río Hudson. Bueno, no vivía en el castillo, vivía en la casa que hacía las veces de puerta de entrada al castillo. Se la habíamos alquilado a un viejo que era el que vivía allí con la condición de que teníamos que abrir la puerta cada vez que alguien lo pidiera. Pero el viejo se murió y ya nunca más abrimos la puerta porque la dejamos abierta para siempre [risas]. Recuerdo que la casa era de piedra y siempre teníamos una fogata y música a todo volumen. Yo me la pasaba echado en un sofá poseído por las historias de García Márquez. En esos años él acababa de publicar o, más bien, acababan de traducir su cuento Un señor muy viejo con unas alas enormes y cuando llegó a mis manos no pude parar de leerlo. Hoy lo sigo poniendo en todas mis clases de escritura porque es un cuento perfecto, que habla sobre el catolicismo y muchas otras cosas. De solo pensarlo de nuevo me deja en la lona.

Luego de todo el paso por la academia, ¿en qué momento se da cuenta de que su carrera o su trabajo principal será ser escritor?

Desde que me empezaron a publicar cada vez más seguido y cuando me di cuenta de que cada vez a más gente le gustaba lo que escribía [risas].

Desde que empezó a ganar dinero con ello también, ¿no?

El dinero nunca ha sido el motor de mi escritura. Por supuesto que me ha dado para vivir bien, pero esa no es la razón principal por la que escribo. Uno de mis mejores amigos es pintor y pinta todo el día. Y así es como debe ser. Otro amigo hace vidrios hermosos, se la pasa todo el día soplando vidrios y le encanta hacerlo, ahora es famoso y millonario, pero él tampoco buscó eso. Si la gente lee lo que hago o no le presta atención a lo que hago, ya es algo que no puedo controlar. Simplemente seguiré haciendo lo que estoy haciendo porque me da satisfacción y es el centro de mi vida.

Esto ocurre al mismo tiempo en que usted entra a todo el movimiento punk. ¿Qué lo llevó a esto y por qué se denominó a usted mismo como un punk mimado?

Fue un tránsito casi natural. El punk fue una respuesta a los excesos del movimiento hippie, aunque este último en un principio también fue punk, así no lo llamen así. Cuando llego, a finales de la década de 1970, a Los Ángeles, la escena punk era muy fuerte en la ciudad. Así que me corté el pelo y me convertí en un punk. Y bueno, era un punk mimado porque mi madre me amaba [risas], y a diferencia de muchos punks más comprometidos que no tenían un techo o un trabajo, yo sí tenía esto último. Pero todo lo puedo explicar solo por la rabia tan fuerte que seguía viviendo en mi cabeza y que en parte es la misma rabia que tengo ahora de viejo [risas].

Uno de los temas sobre los que más ha escrito es sobre la relación entre el hombre y la naturaleza. Su visión, de hecho, es bastante apocalíptica. Su libro Los Terranautas trata precisamente sobre esto. Es la historia de un proyecto, que fue real, en el que se buscaba crear una nueva Tierra dentro de la Tierra, financiado por un multimillonario, al estilo de Richard Branson o Elon Musk. ¿Qué lo llevó a escribir sobre esto?

El proyecto se llamaba la Biosphere 2 y la idea era crear una biosfera artificial —de más de 121.000 metros cuadrados— en medio del desierto de Arizona. Allí vivirían cuatro hombres y cuatro mujeres, ellos eran los biosphereans, las personas a partir de las cuales me imaginé a mis terranautas. Todo esto era una especie de prueba para ver si seríamos capaces de replicar algunos entornos de la Tierra en Marte. Desde que se creó, a finales de la década de 1980, empecé a guardar todas las noticias que aparecían en los periódicos y las revistas. La idea de un mundo microcósmico me fascinaba, pero me preguntaba ¿para qué necesitamos eso? Y la respuesta es porque estamos destruyendo el mundo. Así que recopilé toda la información que pude, pero por un tiempo lo olvidé, hasta hace unos años. Volví a él porque seguro me perturbaba la idea que perseguía ese proyecto: ser una especie de rompecabezas de diferentes partes del mundo. Los que lo hicieron jugaron a ser Dios y mezcla – ron todo lo que se les ocurrió, casi por diversión.

Después de escribir el libro, ¿le hubiese gustado ser un terranauta?

No hay la menor posibilidad, porque como lo dice uno de los epígrafes del libro: “El infierno son los otros”. No quiero parecer un misántropo tampoco. Cuando estoy en la calle o en alguna gira promocionando algún libro alzo bebés, beso a los perros, amo a todo el mundo y a todas las cosas, pero yo necesito mucho tiempo para mí. Durante la pandemia viví en una especie de paraíso, desde mi casa veía la Vía Láctea, escuchaba el sonido de todos los animales salvajes y no había un solo ruido humano. La humanidad se había enmudecido. Por supuesto que extrañaba ir a algún bar y eso, pero fue un momento ideal.

¿No cree que ya es muy tarde para salvar este planeta y de ahí todo este afán por ir al espacio y colonizar otros planetas?

Hace poco leí el último libro de Elizabeth Kolbert, Under a White Sky: The Nature of the Future, y creo que ahí encontré la mejor noticia que pude en mucho tiempo: en 100 millones de años todo lo que hemos sido, todo el plástico que hemos producido, el océano Pacífico, los edificios de Nueva York hasta nuestras propias casas solo serán una pequeña línea blanca en el registro geológico de la Tierra. Eso son muy buenas noticias. Nada realmente importa [risas]. Por eso el último libro que estoy escribiendo trata sobre el momento en que la naturaleza contraataca. Y bueno, puede que sí sea tarde, pero me gustaría pensar lo contrario.

¿Entonces, para qué seguir contándonos historias si ya todo parece perdido?

Porque no nos queda otro camino. Porque somos predecibles. Si supiéramos quiénes somos, dónde estamos y por qué estamos aquí, tal vez no necesitaríamos tantas historias, pero esas preguntas nunca serán respondidas. Necesitamos, de manera casi desesperada, historias para comunicarnos entre nosotros en lo más profundo de nuestras almas. Y sí, tenemos los podcasts, la televisión, las películas, las redes sociales y todo lo demás, pero aún así no podemos vivir sin que alguien más nos cuente historias.

—David Felipe González Gómez, El Tiempo (Bocas)