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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Jon Bilbao un personaje real de ficción – «Los extraños», de Jon Bilbao – Revista Clarín

 ¿Tú verdadero nombre es Jon Bilbao? 

—Juan Bautista Bilbao, pero nunca nadie me ha llamado así. Todos me han llamado Jon. 

—¿Estás casado? ¿Tienes hijos? 

—Sí y tengo dos hijos. 

—¿Dónde vives? 

—En Bilbao, en el centro, en el casco antiguo. 

—¿Cuál es tu historia? 

—Toda mi familia es del País Vasco, vizcaínos. Por motivos de trabajo se trasladaron a Ribadesella, en Asturias, donde nací y viví hasta los catorce años. Al instituto ya fui en Oviedo, donde viví hasta que, a los veintitantos años, terminé la carrera de Ingeniería de Minas. Luego, casualidades de la vida, por motivos profesionales me fui a Bilbao. Allí sigo. 

En Oviedo, la carrera de Ingeniería de Minas tenía fama de ser la cumbre del sufrimiento universitario. Algunos tardaban hasta diez o más años en obtener la licenciatura. 

—Por suerte no estuve allí diez años. Tenía muchas cosas mejorables, al menos como yo la conocí, pero no voy a entrar en ese tema. Sin duda salías con una gran capacidad de sufrimiento. Me costó un poco más que a otros porque cuando estaba en tercero o cuarto, me di cuenta de que no me estaba gustando y que no me quería dedicar el resto de mi vida a esas materias. Lo que ocurre es que ya había pasado un punto de no retorno. 

 [En la Escuela de Minas de Oviedo estudió un compañero mío de la adolescencia que tuvo que interrumpir durante un año su asistencia a las clases al ser encausado por el asesinato de un guarda forestal en la Reserva Natural de Muniellos. Un grupo de cuatro cazadores furtivos estuvo implicado en el suceso. Mi joven amigo estaba entre ellos. Sin embargo, tras salir de la sombra, volvió a la Escuela de Minas y terminó la carrera. Nadie en la elitista facultad se enteró de su paso por la trena. Se llamaba M.P.R. Cuando compartíamos los estudios de BUP en el internado de Oviedo, había algo en él que me impresionaba mucho. Durante las vacaciones escolares, mientras yo recibía los cuidados de mi madre y me dedicaba a mis labores, él, con quince o dieciséis años, ya trabajaba en una mina de Cangas del Narcea como ayudante de picador. También recuerdo que en su habitación tenía un hornillo clandestino donde asaba chorizos y otros embutidos que traía de su pueblo, Rengos. A veces pienso en él, sobre todo cuando se menciona el nombre de Bob Dylan o escucho alguna de sus canciones. Además del crematorio charcutero, mi compañero también almacenaba en su cuarto muchos discos, entre ellos toda la colección de vinilos de Dylan publicados hasta entonces. Su condición de potentado melómano se completaba con un fantástico equipo de sonido. Un día le pedí los discos de Dylan y también el Horses, de Patti Smith, que acaba de ser publicado en España. Con despreocupada generosidad, me los prestó durante una larga temporada. Yo no tenía tocadiscos (era un poco el Oliver Twist del internado), así que también me dejó el equipo de música. Aunque en absoluto se encontraba entre los mejores alumnos de mi promoción, es alguien a quien recuerdo con frecuencia porque sin duda era todo un personaje. Nadie podía imaginar que luego fuese a decantarse, y con éxito, por la carrera más difícil de la Universidad de Oviedo en aquellos años.] 

—Jon, ¿entonces tú acabaste la carrera de Ingeniería de Minas? 

—Sí, sí. Eran seis años de estudios más el proyecto. Yo era muy lector desde niño, pero hubo un momento, que coincidió con esa etapa de insatisfacción en la Universidad, en el que necesitaba un espacio de libertad y de evasión, y donde la lectura ya no era suficiente. Así, hacia los veintitrés años, empecé a escribir. 

—¿Con qué intención? 

—Con ninguna, sin intención de llegar a publicar algún día. Solo como forma de expansión, de sumergirme en un espacio de libertad que me permitiera olvidarme de todos los axiomas, teoremas y reglas, normas y principios que regían mis estudios de ingeniería. 

[Unos días antes de entrevistar a Jon Bilbao me ocurrió una cosa que no sé si calificar como extraña o premonitoria. En uno de mis largos paseos preventivos, durante los que aprovecho para leer mientras camino (cosa que a un incrédulo amigo le resulta totalmente inconcebible) observé a lo lejos —porque de vez en cuando levanto la vista de las páginas del libro— algo que me sorprendió. En uno de esos artefactos publicitarios que ocupan las aceras de las ciudades —los nefastos mupis— ví una foto en la que el crítico Ignacio Echevarría lucía su famoso perfil y su envidiable cabellera mientras tomaba un café. Al principio me resultó un poco raro que protagonizase una publicidad, pero como soy consciente de que los creativos de las agencias están completamente grillados y que muchos de ellos son incorregibles letraheridos, pues pensé que después de todo… ¿por qué no? Por mí, perfecto. Además, encima de la fotografía se podía leer en letras bien grandes perfetto. No le di más vueltas al asunto y a partir de entonces siempre que, en las calles y avenidas de Madrid por donde pasa el hombre construyendo para siempre su libertad, me encontraba con el reclamo publicitario con la efigie de Echevarría me parecía algo de lo más natural. Vemos lo que queremos ver. Me caí del caballo tiempo después cuando un domingo al abrir El País Semanal observé que incluía una página con la publicidad de las cafeteras italianas De’Longhi y su eslogan, Perfetto: Vaya, pero si no es Ignacio Echevarría. ¡Es Brad Pitt! 

Hace unos años, en uno de esos chismorreos literarios que abundan tanto en Madrid, pero también en Rota o en Oviedo, alguien me comentó que Ignacio Echevarría mantenía una relación sentimental con la cantante y escritora Patti Smith. ¿No me digas?, pensé incrédulo y con prejuicios de edadismo. Algún tiempo después, en el verano de 2019, estando de vacaciones en Llanes, me dijeron que Patti Smith se encontraba haciendo turismo en la cercana Ribadesella. Supuse que quizá Echevarría le había recomendado la visita o incluso que la había acompañado. Por cierto, Echevarría acaba de publicar El nivel alcanzado (editorial Debate), donde reúne una selección de artículos, prólogos y conferencias sobre autores como Lawrence Sterne, Stendhal, Musil, Kipling, Malraux, Gombrowicz, Canetti, Naipaul o Benjamin.] 

—¿Ves algún riesgo en someterte a las entrevistas de los periodistas o a las preguntas del público en los actos de promoción de tus libros? Te lo pregunto en relación al reciente artículo de Ignacio Echevarría en El Cultural de El Mundo (24 de septiembre de 2021) en el que reflexionaba sobre el peligro de las entrevistas a propósito de unas declaraciones de Kazuo Ishiguro. 

—Sí, lo he leído. Pero no he tenido que hacer tantas entrevistas como para llegar a producirme hastío. Tampoco podemos creer que los libros se van a defender o vender por sí solos. Hay que ayudarlos un poco, como a los hijos. Para mí, desde luego, no es la parte más agradable de esta profesión. Lo asumo con profesionalidad y trato de disfrutarlo en la medida de lo posible. Como decía Cabrera Infante en esa columna de Echevarría que mencionas, si me preguntan lo mismo respondo lo mismo. También es verdad que a partir de un momento sientes cierto hartazgo de oírte a ti mismo decir las mismas cosas. Es como un bocado de comida que has masticado tanto que ha perdido su sabor. 

—Tanto en tu última novela, Los extraños, como en Basilisco (ambos editados por Impedimenta), Ribadesella es el marco geográfico. Refiriéndose a ella, uno de los personajes dice: «Siempre me he sentido de aquí; de la casa, no del pueblo. El pueblo como espacio físico no es criticable; el pueblo como comunidad me ha hecho sentir extraño desde que yo era poco más que un niño». ¿Te pasa lo mismo a ti en tu relación con Ribadesella? 

—Eso lo dice un personaje, no es mi opinión. Es ficción. Yo pasé una infancia muy feliz en Ribadesella y estuve integrado. Luego, mientras vivía en Oviedo, iba al pueblo menos de lo que me gustaría. Ahora vuelvo con toda la asiduidad que las obligaciones familiares y profesionales me lo permiten. Me siento muy cómodo. Es mi lugar de expansión favorito. 

—En algunos de tus libros, como en Los extraños, el nombre del narrador o del personaje principal coincide con el tuyo, así como algunos de sus rasgos biográficos. ¿Por qué razón? 

—No pretendo hacer una biografía serializada y disfrazada de ficción. Al Jon de la ficción le he prestado rasgos biográficos y del entorno en el que he vivido, pero yo no soy el Jon de los libros. 

—¿Pero te gusta jugar con esa ambivalencia desde el punto de vista literario? ¿No crees que puede llegar a confundir al lector? 

—No me parece que sea un riesgo. No busco esa confusión intencionadamente. Al fin y al cabo, casi todo el mundo que escribe se nutre de sus vivencias personales, de sus preocupaciones, angustias, miedos, júbilos… Eso lo puedes mostrar detrás de máscaras, metaforizarlo, o lo puedes presentar de una manera más explícita. Quizá en los últimos años, buscando una mayor claridad, lo hago de un modo más explícito, pero esos hechos extraídos de la vida real los veo como bloques para construir una ficción. Insisto, no estoy buscando hacer una biografía disfrazada, sino que me alimento de la realidad para construir una ficción. 

—La casa del protagonista de Los extraños y de Basilisco se describe con mucho detalle, situándola al lado de la Cueva de Tito Bustillo, «a las afueras, en la concavidad de una ladera rocosa». También se dice que la construyó el abuelo de Jon. ¿Coincide con tu casa real en Ribadesella? ¿La construyó tu abuelo en los años sesenta como dice el personaje? 

—Sí, sí. Las casas grandes, con muchas habitaciones, con cuevas, monte, escondrijos, nutren mucho la imaginación… De niño era un lugar para divertirse, imaginar, pero que también inspiraba pesadillas por la noche. Podías jugar a casi todo. Esa casa sigue siendo un lugar de juego a través de la escritura. 

¿Y por qué tu casa de Ribadesella aparece descrita con tanta minuciosidad al final de Basilisco? 

—Hay una razón: el cincuenta por ciento de Basilisco pertenece al género wéstern, se desarrolla en el lejano Oeste, en el siglo xix, algo que me obligó a una documentación extensa y detallada, satisfactoria también, pero que en buena medida lastraba la escritura. Raro era el párrafo que no me obliga a detenerme a buscar un dato o a matizar algo. De manera que quise terminar el libro con un relato que tuviese algo de caída de telón, de desahogo con final suave, de alivio emocional no solo para los personajes, sino también para mí, que fuera más relajado. De ahí lo de recurrir al decorado de una casa que tenía tan interiorizada que no me obligaba a preparar ninguna documentación y que, al mismo tiempo, encajaba bien narrativamente. Ese último relato o capítulo fue de una escritura no fácil, pero muy placentera porque tuvo algo de revisitación de esa casa a la que ahora no puedo ir con tanta frecuencia. 

—¿Por eso la has vuelto a utilizar como escenario en Los extraños, una novela que podríamos resumir diciendo que los protagonistas son dos parejas, dos perros y una casa? 

—Sí, la sensación fue tan grata que decidí prolongarla en el siguiente proyecto, Los extraños. Además, ciñéndome todavía más a ese decorado, hasta el punto de que la novela es una pieza de cámara en la que los protagonistas que has señalado salen muy poco de entre las paredes de esa casa. 

—Jon y Katharina son los protagonistas de Los extraños, pero ya aparecían en otros relatos tuyos incluidos en varios de tus libros, por ejemplo, Estrómboli, Como una historia de terror, Bajo el influjo del cometa o Basilisco. ¿Qué intencionalidad tiene este trasvase de personajes que saltan de un libro a otro? 

—Son dos personajes a los que les tengo mucho cariño, me siento cómodo escribiendo a través de ellos. Con el tiempo, el Jon literario se ha ido pareciendo cada vez más a mí. El hecho de que sean los protagonistas de Basilisco también tiene una motivación narrativa. La novela surgió de mi afición al wéstern en novelas, películas y cómics. Decidí probar a hacer algo en ese género con el que tanto disfrutaba, pero no quería que fuese visto como un capricho o una excentricidad ajena a lo que había escrito hasta el momento. Quería que entroncara con lo anterior. Así surgió la estructura de alternar los textos ambientados en el pasado, en el Far West, con el presente, ya protagonizados por Jon y Katharina. Entre ambos planos narrativos existe un vínculo. Cronológicamente, Los extraños no es una continuación de Basilisco, sino que es anterior, una precuela. 

—Cuando leí Basilisco me recordó en parte a otra novela, A lo lejos, de Hernán Díaz, un wéstern ambientado en la época de la fiebre del oro. La publicó Impedimenta en 2020, traducida por ti del inglés. ¿Escribiste Basilisco antes de traducirla? ¿Pueden haber influencias cruzadas?

—Entregué Basilisco a la editorial y seguidamente me ofrecieron traducir la novela de Hernán. 

¿No te sorprendió el aire de familia que tiene tu libro con el suyo? 

—No, no me sorprendió por una razón bastante concreta: cuando empecé a escribir la parte de Basilisco ambientada en el Oeste tenía claro que no quería que fuese un pastiche, que no fuera cartón piedra o un refrito de tópicos vistos en películas de las que emiten los canales autonómicos los domingos por la tarde. 

—De hecho, la televisión autonómica asturiana (tpa), los emite a diario en la sobremesa. 

—Me sumergí en la documentación y me encontré con algo que, dependiendo de cómo sea tu relación con la escritura puede ser muy liberador o muy bloqueante. Fue que en realidad casi todo lo que a nosotros nos viene a la mente cuando pensamos en el género del wéstern no existió, no tuvo correspondencia con la realidad. Lo que vemos son generalizaciones y exageraciones de hechos muy aislados. La mayor parte de las cosas que se nos vienen a la cabeza al evocar aquella época —los personajes, las situaciones, los duelos, el aspecto de la caballería, el sonido de los disparos, los nombres de los indios, etc.— casi todas son constructos narrativos fruto de la cultura y la literatura popular estadounidense y, sobre todo, por el cine de los años cincuenta y sesenta, con su gran capacidad de creación de iconos que ha hecho que todo eso se instale en nuestro imaginario colectivo. 

—Entonces, cuando leemos una novela del Oeste, ¿qué tipo de lectura estamos haciendo? 

—Pues inconscientemente, una lectura posmoderna, en la que comparamos lo que leemos con una infinidad de ficciones previas. 

—¿A dónde quieres llegar? 

—Si escribes un wéstern basándote al cien por cien únicamente en la documentación, en lo real, confundirás mucho al lector, que te diría que ese no es el Oeste que él conoce. En Basilisco hay un cincuenta por ciento de documentación y un cincuenta por ciento de referentes culturales, sobre todo del cine clásico de Hollywood. Me parece que en A lo lejos, la novela de Hernán Diaz, sucede algo parecido: hay una serie de lugares, paisajes, personajes y paisajes comunes que necesitas que el lector los reconozca como elementos del wéstern del imaginario colectivo. Luego tú fuerzas las costuras del género y llevas el discurso a donde quieras. 

[Lo que cuento ahora no se lo comenté a Jon Bilbao, pero la última novela que leí antes de estar muerto fue precisamente A lo lejos, de Hernán Díaz. El miércoles 19 de febrero de 2020 había quedado a las cinco de la tarde en el hotel Suites Viena Plaza de España para entrevistar al escritor nacido en Buenos Aires en 1973, criado en Suecia y residente en Nueva York. El día había amanecido en Madrid frío y soleado. Me dirigí al trabajo, pero antes, como me quedaba casi de paso, decidí pasar por la clínica Ruber Internacional porque desde hacía diez días sentía una opresión en el pecho, como si un abusón del colegio me estuviera pisando con todas las fuerzas de sus Chirucas. Lo había achacado a la ansiedad que me provocaba escuchar las declaraciones diarias de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, siempre con la actitud chulesca y displicente de quien está dispuesto a echar un pulso con todo el mundo. Le expliqué al jefe de cardiología mis aprensiones psicológicas y mis presiones torácicas. Me dijo que era poco probable que mis fobias políticas tuviesen un efecto fisiológico preocupante, pero como a veces la hipocondría tiene razones que la ciencia no entiende, me aconsejó someterme a unas pruebas diagnósticas. Mientras esperaba entre unas y otras, aproveché el tiempo para leer las últimas páginas que me restaban de A lo lejos, pensando que saldría pronto de la clínica, iría a la oficina, comería con mis compañeros Aldana, Bermejo y Quetglas (no son un bufete de abogados) y por la tarde podría acudir a la entrevista con el escritor como estaba previsto. Los resultados de las exploraciones parecían ajustados a la normalidad y no había nada en ellos que delatase algo por lo que preocuparse. De todos modos, el amable doctor j.r.j. me comentó que para descartar cualquier sorpresa posterior lo mejor quizá sería someterme a una última prueba que requeriría ingresar en el quirófano ese mismo día. Le pregunté cuánto tiempo me llevaría. Unos veinte minutos. Pues vale. Pero tendrás que ingresar ahora mismo y pasar la noche aquí. No hay problema. Lo único que me inquietaba era que me vería obligado a aplazar la cita con Hernán Díaz. Llamé a su editor, Enrique Redel, para disculparme por dejarlos colgados. Lo arreglaremos, me dijo. Gracias. 

Por hacer corto lo largo, diré que lo que iban a ser veinte minutos acabaron siendo tres horas. Pasé toda la noche despierto en la UCI, no solo porque había varios ancianos que no paraban de quejarse probablemente luchando contra Carontesino porque las luces cenitales de aquella antesala del Aqueronte brillaban con tanta intensidad como el Sol en el Círculo Polar a mediados de junio. Y yo que para dormir no soporto abierta ni media rendija de una persiana… 

A las ocho de la mañana del día siguiente vino a verme mi cardiólogo y me soltó a bocajarro que me había salvado in extremis, que había estado a punto de pasar al metaverso, pero no en sentido virtual, sino real. Explíquese, doc, por favor. Pues que te ibas a morir en las próximas horas. ¿De qué? De muerte súbita. ¿Eso es lo que les ocurre a algunas personas cuando se caen «redondas» en la calle o cuando se mueren mientras duermen? Eso mismo, me contestó con la seguridad de quien domina la materia. Me acordé entonces de mi amigo Félix Romeo. 

Para atender mi compromiso con la publicación que me había encargado la entrevista con Hernán Díaz, en cuanto llegué a casa contacté con él por correo electrónico y, gracias a su amabilidad, resolvimos el encargo sin mayores contratiempos. Así que siempre recordaré que A lo lejos fue la última novela que leí antes de estar muerto y resucitar de milagro. Un milagro más científico que religioso.] 

—¿De adolescente leías cómics del Oeste? ¿Conociste la colección Joyas Literarias Juveniles? En ella había adaptaciones de obras clásicas y también autores de novelas del Oeste como Karl May, James Feminore Cooper, Thomas Mayne Reid… 

—Sí, leía esas adaptaciones en esa colección de quiosco cuando salían sueltas. Luego también salían tomos recopilando a Julio Verne, Salgari, Dickens, Karl May… Todavía conservo alguno. También leía los comics franco-belgas del Teniente Blueberry, los de Mac Coy ilustrados por Antonio Hernández Palacios. Todas esas obras me vinieron a la mente mientras escribía Basilisco. Había un riesgo en que se pensara que con qué autoridad alguien que nació en Ribadesella en 1972 escribe ahora una del Oeste. Al universalizarse, el género del wéstern se ha generalizado y se ha liberado de sus convenciones. Una prueba de ello es que, por ejemplo, en cuanto al cómic, los mejores wésterns que se han hecho en la historia son todos de franceses, italianos o españoles. 

—Naciste en el 72 y la crítica se refiere a ti como joven escritor. ¿A qué edad dirías que se pasa al siguiente nivel de edad? 

—No tengo ni idea. Me produce una sonrisa entre divertida y triste cuando lo leo. Estoy al filo de los cincuenta y siguen diciendo que soy joven. Pues bueno, vale, me lo tomaré como un cumplido. 

—Tus personajes Jon y Katharina tienen empleos precarios. Aparte de como escritor y traductor, ¿cómo te ganas la vida? 

—Escribo, traduzco narrativa, imparto talleres de escritura. Reparto mis días entre esas actividades. 

—¿No haces nada relacionado con tu profesión de ingeniero? 

—Cuando terminé la carrera la ejercí durante unos años, pero luego la dejé completamente y no he vuelto a mirar atrás a ese respecto. 

—¿Sirven para algo los talleres de escritura? 

—Está claro que hay una demanda. Creo que tienen varias funciones para los alumnos y alumnas que tienen capacidades y deseos de llegar a escribir en el futuro, lo cual podemos concretar en que cumplen dos requisitos: que tienen algo que contar y las ganas de hacerlo. Los talleres les proporcionan dos cosas bastante importantes: en primer lugar, un foro donde pueden hablar con personas aficionadas a la lectura y a la escritura, cosa que a día de hoy es bastante valiosa. En segundo lugar, les va a permitir adquirir unas técnicas, unas convenciones narrativas impartidas por un escritor. Eso podrían haberlo aprendido de manera autodidacta como ha hecho la mayoría de la gente en la historia de la humanidad, pero en un taller van a ahorrar bastante tiempo. Aún así, para los alumnos y alumnas que no cumplan esos requisitos los talleres les serán útiles. Fundamentalmente, porque suele ser gente aficionada a la escritura que quiere tener un conocimiento más íntimo de lo que es la literatura. Estas personas quizá no aprenden a escribir, pero aprenden a leer y a expresarse mejor, algo útil para todo el mundo 

—¿Quemaste las naves y te fuiste a Estados Unidos cuando dejaste de trabajar como ingeniero, al igual que el Jon de Basilisco? 

—Terminé la carrera, me fui a Estados Unidos y cuando volví ejercí unos años como ingeniero. Nuestras biografías se parecen, pero no son las mismas. 

—¿Has estado en Grecia? ¿Te han publicado allí? ¿Conoces la isla de Zante y su fantástica playa de Navagio? 

—He estado en Grecia, pero no me han publicado allí. Esa isla en concreto no la conozco, aunque sea el escenario de uno de los relatos de Basilisco. 

—¿Crees que está abocada a implosionar toda relación de pareja que se prolongue más allá del estricto tiempo del enamoramiento, esa especie de erupción volcánica de feromonas que según los bioquímicos dura unos dos años? 

—No. Quiero pensar que está abocada a pasar por diferentes etapas. El sentimiento entre esas dos personas va a cambiar, se va atemperar, pero también puede ganar armonía. 

En Basilisco hay seis relatos, autoconclusivos, aunque no totalmente independientes. ¿Qué antecedentes o referentes tenías a mano para estructurarlo de ese modo? 

—La verdad es que no tenía ningún referente, pero seguro que los hay. Creo que fue fruto de mis circunstancias profesionales y familiares del momento en que lo escribí, que siguen siendo las mismas que ahora. No podía encontrar el tiempo para escribir una novela tal y como 

yo creo que debe escribirse: con rutina todos los días, sin perder el hilo por obligaciones familiares o profesionales. Pero lo que si podía hacer era ir encontrando unos huecos suficientes, por ejemplo, liberar un par de semanas para escribir un relato, aunque no quería que fuese un relato y nada más, sino que buscaba algo con más cuerpo, un cuerpo próximo al de la novela, donde los personajes se desarrollaran, crecieran, cambiaran más de lo que permite un relato. De ahí esa estructura en la que cada relato marca y cierra un capítulo, aunque luego, nos reencontramos a los personajes más adelante. Si leemos el libro siguiendo el índice, tendremos una impresión más próxima a la que nos proporcionaría una novela, más que una colección de relatos. 

—¿Crees que, al margen del ensayo, el teatro y la poesía, hay algún límite para lo que podemos llegar a considerar una novela? Te lo pregunto pensando por ejemplo en los diarios de Trapiello, que él defiende que es una novela. 

—Yo estoy de acuerdo al cien por cien. Los géneros literarios tienen unos bordes brumosos, no definidos, que se confunden y solapan con todo lo que está al lado. Es algo que en realidad no me preocupa nada. No me he detenido a reflexionar sobre cuáles son los límites de la novela. Lo que me interesa es que el libro que estoy leyendo funcione, me satisfaga, me emocione. 

Cuando te pones a pensar en una posible idea como punto de partida para una historia, ¿ya sabes si será cuento o novela? 

—No. Se me ocurre una idea y empiezo a tirar del hilo. Hay una fase previa en la que leo al respecto y me documento. Ahí veo cuáles son las posibilidades de esa idea y si va a ser un relato o una novela, pero no me siento a pensar una idea para una novela o una idea para un relato. 

—En la portada de Los extraños aparecen unos ovnis, pero luego resulta que no es una novela de ciencia ficción. Entonces, ¿qué función tienen los ovnis en ella? ¿Quizá sea para decir de entrada que no es una novela realista? 

Hay algo de eso. También podemos enlazar esta respuesta con algo que me has preguntado en otro momento de la entrevista. Si la gente no pensará si será un relato autobiográfico puesto que hablo de mi casa, hay un personaje que se llama como yo y experimenta algunas cosas que me han sucedido. Pues ahí la presencia de los ovnis es una forma de decir que esto es una ficción. El hecho de que salgan esos objetos también tiene la función de empezar a construir un paisaje emocional de extrañeza, de inquietud. Si estamos en un mundo narrativo en el que hay ovnis que aparecen puntualmente, entonces pueden suceder muchas más cosas y también condicionar en parte el comportamiento de los personajes, que son lo que más me importa. Aunque recurra en ocasiones a elementos de género, de ciencia ficción o del wéstern, lo que más me importa son los personajes, no los ovnis, ni las naves espaciales o aquello que cause terror, sino las personas que sufren o que tienen que enfrentarse a todo eso. Obviamente, hay otro efecto, que es contribuir a sacar rápidamente de la cotidianidad a los personajes, romper la vida que llevaban y mandarlos a un espacio narrativo nuevo donde suceden muchas más cosas. 

—En Los extraños hay mucha información oculta al lector. Es una novela llena de espacios vacíos. ¿Es porque te gusta hacer trabajar al lector para que tenga que cubrir esos huecos? 

Lo que hay es un reconocimiento de mis dificultades para entender el mundo, a mí mismo y a las personas. Si utilizara un narrador al estilo decimonónico, que desplegaba un conocimiento enciclopédico de la realidad y era conocedor de hasta de la última derivada de las emociones y pensamientos de los personajes y que además tenía unas opiniones categóricas e irrebatibles porque no había nadie que estuviera a su altura, pues a mí, a día de hoy, eso no me parecería verosímil. Sabes que detrás de esa aparente voz de Dios hay un ser humano, con tantas limitaciones y prejuicios como tú. Prefiero narradores distantes que no se inmiscuyan y que opinen lo menos posible, que hagan más partícipes a los lectores. Es algo que agradezco mucho cuando estoy leyendo un libro, que detrás de él haya un autor o autora que reconozca mi inteligencia, que acepte mi participación en la historia y que me ceda el testigo para que termine de construir su significado, haciendo del libro algo más participativo y más democrático. Ya poniéndonos un poco pedantes, me gusta que sean libros que permitan que la lectura sea un acto creativo, como la escritura. Si eres un lector que no quieres remangarte y hacer ese trabajo, entonces puedes leer de manera superficial, quedarte en la literalidad y el libro también funciona. Ahora bien, si quieres participar, tienes materia prima para extraer tus propias conclusiones y para reflexionar un poco si así lo deseas. 

—Parece que ya te has hecho fijo de Impedimenta. Tienes prestigio y reconocimiento crítico. ¿Has recibido ofertas últimamente para fichar por alguna editorial de mayor tamaño?

Antes de llegar a Impedimenta publiqué una novela en Tusquets [Shakespeare y la ballena blanca, 2013], o sea que ya sé lo que es estar en los grandes grupos. Ese tipo de editoriales tienen más recursos que las editoriales independientes, pero eso no significa que los apliquen en la misma medida a todos sus autores. Por ejemplo, Tusquets no va a poner el mismo empeño en vender mi libro que uno de Almudena Grandes. Así que entonces tú valoras dónde estás mejor, si aquí o en otro lugar un poco más pequeño, pero donde eres mucho más importante para ellos. A día de hoy estoy más satisfecho en una editorial con las dimensiones y el trato personal de Impedimenta. 

—Antes de terminar, ¿podría hacerte algunas fotos? Tengo las que me dado tu editorial, pero ya son un poco… 

Repetitivas… 

[Termino la pequeña sesión fotográfica con Jon Bilbao enfrente del hotel Exe Moncloa. Le comento que he recomendado Los extraños a varios amigos y también a Aldo García Arias, de la librería Antonio Machado. Nos despedimos. Él se gira rápidamente sobre sus talones y se aleja por la calle Arcipreste de Hita. Lo miro irse a lo lejos, como un marinero escudriñando un faro en el horizonte. Entonces me acuerdo de Stephen Crane.] 

[El 1 de octubre de 2021, el día que entrevisté a Jon Bilbao, comenzó para mí asistiendo a un homenaje que el Ateneo de Madrid ofrecía al escritor nicaragüense Sergio Ramírez. La editora Pilar Reyes y la escritora Rosa Montero conversaron con él sobre su azarosa vida política y literaria. Entre el público vi al ministro de Cultura, Miquel Iceta, y al escritor asturiano Miguel Munárriz, que acaba de publicar La escritura contra el tiempo, y a quien quería saludar porque no nos habíamos visto desde antes de la pandemia. Al terminar el acto, Rosa Montero me preguntó si las dos pequeñas cabezas de zorros que estaban bordadas en mi polo blanco las había puesto yo. Son el logotipo de una marca francesa, Maison Kitsuné, le dije, como Lacoste, aclaré, pero estos son más partidarios de la amputación, por eso se han quedado solo con las cabezas del vulpes vulpes. Al finalizar el acto, el nuevo presidente del Ateneo, Luis Arroyo, me presentó a Miguel Iceta, a quien, después de haberlo visto tantas veces bailando en la televisión, identifico más con un miembro del ballet Zoom que con un político. Le pregunté si sabía algo de Giorgio Aresu, pero me miró con extrañeza, quizá pensando: «Otro zumbado que no sabe con quién está hablando». Salí rápidamente del salón de actos para tratar de encontrar a Munárriz, pero se ve que aún tenía más prisa que yo. Lo llamé por teléfono y quedamos en vernos otro día para… hablar de su libro. 

Por la tarde, después de la entrevista con Jon Bilbao, me fui a visitar una nueva librería que está en el barrio de Argüelles. Como se trata de «un espacio de cultura» en el que despachan libros y sirven café, se ve que no le dieron muchas vueltas para poner un nombre al negocio: Cafebrería ad Hoc (sic). Buen nombre. No creo que se lo hayan encargado a Fernando Beltrán. Está en la calle del Buen Suceso, número 8. Conversé unos minutos con el dueño, que me contó la filosofía del «espacio de cultura». Yo le conté la mía, que básicamente consiste —en cuanto entro en un lugar donde sirven café— en plantear una pregunta ontológica: ¿tienen leche sin lactosa? Confiando en que me sucediera algo beneficioso, decidí no alejarme demasiado de aquella calle por si su nombre pudiera albergar algún tipo de buen presagio. Así que del número 8 me trasladé al Café 31 Bakery & Food, que está a cien metros, en el 31 de Ferraz. Tampoco el nombre lo ha puesto Beltrán. Allí, mientras recuperaba fuerzas con un café y food, me entretuve viendo en Instagram un directo de la librería Alberti, donde Jesús Marchamalo conversaba con Manuel Rivas. Como estaba cerca y aún quedaban unos minutos para que terminase el acto (siempre concluyen a las 8 de la tarde para no conculcar los derechos laborales de los trabajadores, como diría el inolvidable José María Laso), me dirigí hacia la calle Tutor 57. Llegué cuando la cosa estaba terminando y apenas pude escuchar algo sobre Cunqueiro, las castañas y los aplausos finales del público. Un poco por hacer gasto y también porque prefiero comprar de nuevo un libro a tener que buscarlo en mi caótica biblioteca, me hice con una novela de Rivas, que ya tenía, para que se la dedicase a un joven lector de mi familia: «A M.B . Re-exitir. Con libertad. Con maravilla. Con rebeldía», escribió el autor de El lápiz del carpintero en la dedicatoria, completada con una rosa de los vientos que dibujó meticulosamente empleando varios rotuladores de colores. 

Después estuve charlando un rato con Marchamalo, que siempre está ocupado en trabajos de comisariado, con más misiones que el comisario Montalbano. Le dije que lamentaba mucho que ya no estuviera en La estación azul, el programa de Radio Nacional sobre literatura que llevo escuchando desde hace veinte años, y que me parecía que no sé cómo funcionaría en el nuevo horario, los domingos al mediodía, sobre todo tras haber escuchado el primer programa de la nueva temporada, en el que la presentadora (se cargaron a la fantástica Cristina Hermoso de Mendoza) se marcase una entrevista de media hora con Antonio Gamoneda que —me apostaría un café & food— debió de ser el espacio con más dimisiones de oyentes por minuto de la historia reciente de la radio española. 

El 1 de octubre, día de la noche de los libros, la jornada terminó para mí como había empezado: con los ojos cerrados y fijos ante el precipicio.] ■ 

Enrique Bueres, Revista Clarín. Diciembre 2021.