Como en una lluvia de meteoritos, nos caen de golpe distintas traducciones de Stanislaw Lem. La editorial española Funambulista editó la autobiografía y también Provocación, mientras que Impedimenta, desde hace algunos años, viene retraduciendo directamente desde el polaco una gran parte de su obra editada hace ya más de treinta años por Bruguera y Alianza. Edhasa (Argentina), por su parte, sacó una tercera traducción de Solaris, del polaco al rioplatense, algo que la querida Minotauro en su momento había hecho del francés.
Entre todas estas novedades, está Máscara, trece cuentos y relatos largos (algunos se acercan, por extensión y estructura, a la nouvelle) que nunca habían sido editados en conjunto. Lem tenía una manía por agrupar sus relatos por temáticas. Los viajes interestelares y las hipótesis sobre vidas extraterrestres de Ciberiada no se condicen con las biografías imaginarias a la Borges/Schwob de Vacío Perfecto, ni con la novela El invencible donde la inminente computación brindaba conexiones insospechadas para nuevas formas biotecnológicas. A lo largo de sus años, Lem no dejó de publicar ocasionalmente relatos que quedaron por fuera de estas manías temáticas. Esos textos componen el nuevo volumen de Impedimenta y se conectan con su obra como un organismo multicelular voraz, de 1957 hasta mediados de los noventa.
Este libro casi póstumo, podríamos decir, se convierte en una puerta de ingreso a las obsesiones más recurrentes de Lem. Sus profecías morales sobre la biotecnología, las invasiones extraterrestres (con cierto tono humorístico y paródico, algo que cultivó muy bien), la pregunta por la existencia de vida más allá de nuestro planetita que se transforma en la pregunta espejo por la propia existencia humana, la manipulación de la misma Naturaleza sobre sus propias formas de vida para deformarlas y crear nuevos seres, su obsesión mecánica por la fisonomía de las computadoras (sorprende leer un cuento como “El amigo”, donde parece adelantarse a la película ultra indie Her de Spike Jonze), trece relatos cuyas formas se despliegan con la maestría de la prosa de Lem. Da gusto perderse ahí. Creer que de golpe unas pelotas pueden caer del cielo, extraños huevos con sustancias protoplasmática, y copiar las formas de vida, y eso derivar en una reflexión sobre las posibilidades de la vida en otros planetas, posibilidades que nos resulta imposible no concebirlas desde nuestro antropocentrismo en el cuento “Invasión”, que tiene mucha relación con Solaris. Creer que dos astronautas terminan perdidos en un laberinto que vive, es decir, perderse en un laberinto orgánico como en una enorme ballena extraterrestres. Creer que una enamorada no correspondida se convierte en una mantis religiosa mecánica, con un aguijón a ser clavado en el amado. Creer que el moho se puede convertir en un arma más letal que la bomba atómica, que viajar más rápido que la luz puede tener consecuencias psicológicas trascendentales, que un tipo encerrado en un neuropisquiátrico guarda la verdad sobre una película hecha con plasma (¿alguien pensó que se podían sacar imágenes de los plasmas?). Creer que las computadoras tienen siempre alguna respuesta a los solipsismos que ellas mismas generan.
Es un placer perderse en el laberinto de una imaginación que atravesó tangencialmente la última mitad del siglo XX, cuando la carrera por el espacio era tema de primera plana y la evolución de las computadoras ponía en peligro la razón humana. Una inteligencia que no parece conocer límites o por ser consciente de sus propios límites se permite ser ilimitada.
Por Fernando Krapp