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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Reseña: «Los extraños», de Jon Bilbao – Cuadernos Hispanoamericanos

Érase una vez una casa. Una casa enorme y misteriosa. Una pareja de escritores. Unas extrañas luces en el cielo. Ufólogos llegados de todas partes. Otra pareja, llegada de no se sabe bien dónde, oh, parecen, dicen ser, familiares de la primera, pero el único de ellos que podría recordarlos, no lo hace. Y sin embargo, ahí están. Incluso en las fotografías que hay por la vieja y misteriosa y enorme casa. Como en una fábula en la que las parejas, aquí concebidas como suerte de mutantes entes monstruosos, cobrasen vida propia, para devorarse, de alguna forma, entre sí, cada pieza en Los extraños habla del otro como amenaza. Y una no habitual. La íntimamente existencial. Es decir, la amenaza que siente el yo debilitado por la compañía, esto es, la pareja, capaz de disolverse, sin remedio, en lo absurdo de lo cotidiano, y sufrir, en un silencio ensordecedor, por ello.

Concebida como curiosa secuela o, mejor, dado el gusto del autor por los cómics de superhéroes –en concreto, por Hulk, el hombre incómodo, la incontrolable bestia que no se entiende ni a sí misma–, como what if de la desdoblada y monumental BasiliscoLos extraños se erige como concentrado del abismo que contiene toda pareja, y explora las consecuencias de asomarse a él por última vez, y dejarse abducir por lo desconocido que, desde el principio, anidó en el otro. Como en un what if, esas historias de los cómics de superhéroes que permitían a los protagonistas, siempre sumisos a una trama que para nada les tenía en cuenta como otra cosa que lo que eran –alguien que debía salvar a otro alguien, ocuparse de sus propios asuntos, salir con alguien, buscar trabajo– Jon y Katharina abandonan el universo trazado en Basilisco para redibujarse.

En realidad, juega, Bilbao, a inventar, con ellos, una historia que podría no existir más que en su cabeza, o que continúa, a modo de secuela también, extraña, la trama que menos se tuvo en cuenta en su predecesora, la trama que se dio por supuesta, la de la pareja que formaban Jon y Katharina. Así, Bilbao toma a esos dos personajes, los coloca en esa casa demasiado grande para una pareja –con todo el simbolismo que de eso se infiere: lo que tienen, les queda grande, porque ninguno quiere tenerlo, sólo quieren tenerse cada uno a sí mismo–, y expande un momento de sus vidas en el que un suceso aparentemente extraordinario –las luces en el cielo– y la llegada de la simbiótica pareja formada por Markel, supuesto primo lejano, y Virginia, precipitan un desvío en el camino.

Hay algo de fantástico, un fantástico lynchiano, deliciosamente pulp, oscurísimo, por momentos bizarro, en la forma en que la pareja de otros aparece –como sacada de una vieja fotografía, como llegada de ninguna parte y sin ninguna dirección aparente– y se instala en su casa. Sí, Markel y Virginia parecen extraterrestres sin serlo, o siéndolo sin que importe lo más mínimo. Tienen costumbres extravagantes, y mutan como lo harían un par de monstruosas criaturas capaces de esconder a padres en moteles y de comprar televisores para lugares en los que supuestamente están de paso. Inevitablemente expuesta, la pareja que forman Jon y Katharina, se deja invadir por esa otra pareja a la que los ufólogos que rodean su casa en la costa cantábrica consideran afortunados.

¿Por qué? Porque creen que las luces en el cielo –las luces del platillo volante– han tenido algo que ver con ellos, o ellos con ellas, y de alguna forma les persiguen, les señalan, ¿y qué les parece eso a Jon y Katharina? No les parece nada, porque ellos parecen abducidos. Como Markel y Virginia, ellos también están mutando, adoptando sus estrambóticas costumbres, aterrándose ante la posibilidad de no conocerlos de nada en absoluto y a la vez normalizando el hecho de que se hayan instalado en su casa y no piensen en marcharse y que incluso tengan otra vida en Ribadesella, esa Ribadesella fantasmagórica, decorado siniestro, una vida que esconden y que parece inquietantemente inexacta, desubicada, tenebrosa.

El cada vez más afilado talento narrativo de Bilbao se entrega aquí a una arriesgada y compleja pirueta: la de deconstruir, en el más doloroso de los vacíos, la idea misma de la pareja. El desdoblamiento es aquí también, como en Basilisco, una forma de conocimiento, un espejo deformante –y marciano– en el que disolver un universo. Es espacio y distancia ante lo doloroso del combate. Si allí era un cowboy de otra época el que evitaba mirar a la cara a todo aquello que la familia roba al creador, al individuo, aquí es esa pareja de extraños, quizá marcianos, la que permite estar mirando también hacia otro lado mientras Jon y Katharina dejan de ser Jon y Katharina. Les eximen, los no marcianos, de la culpa de lo que les está pasando, pero no evita que les pase.

Porque, por encima de todo, Los extraños es una brutalísima oda al desamor, y a lo contaminante, existencialmente, del otro, en el sentido más íntimo. La autopsia de un fin irracional, el de esa pareja aburrida de sí misma, aburrida en realidad de la idea de la pareja y del tiempo perdido, pero una que finge no estarlo. Después de todo, hay un bebé en camino, pero ¿qué ocurriría si ese bebé no llegara nunca? Bilbao se pregunta, a través de una, por momentos, rota –en la espesura de su trazo hay por primera vez una descomposición que afecta al fondo, ignorando cabos sueltos, como si la propia historia tratase de escapar de sí misma– media distancia qué pasa cuando el amor se acaba.

Y lo que pasa es que las casas parecen más grandes de la cuenta, y el mundo se vuelve, por momentos, extañamente hostil y desconocido, lo suficiente como para que brillen en el cielo las luces de lo que parece un platillo volante, y el uno y el otro que fueron una vez un algo, que empezaron siendo extraños y acabaron habitando su propio planeta, porque eso son también las parejas, un planeta único que estalla cuando acaban, vuelven a ser un uno y un otro, esto es, dos, de nuevo, desconocidos. Bilbao nos conduce, con ese pulso tan anglosajonamente perfecto que pule sin descanso, a través de la desfiguración del inexplicable –porque eso hace el autor, recurrir a lo inexplicable– acto final. Un acto final que da comienzo cuando da comienzo la historia.

Los extraños es una epatantemente brumosa y misteriosa y dolorosísima nouvelle que, de tan intensa, y a la vez, tan esquiva, tan intencionadamente caníbal –todo en ella trata de superponerse, desfigurarse, devorarse–, constituye hasta la fecha la más rara avis de un autor que sigue abriéndose camino en lo desconocido –se diría que el tema, en la poderosamente magnética narrativa de Bilbao, son siempre las consecuencias, se diría que su obra empieza donde el resto se detienen– esta vez explorando el lugar mental que se habita en mitad del derrumbe sentimental. Y, por lo tanto, moviéndose en una dirección para él no del todo conocida, esto es, la no dirección, el momento antes del fin, el momento antes de las consecuencias. Ejerciendo de desvío paralizador, raro y profundo.

—Laura Fernández, Cuadernos Hispanoamericanos