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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Qué pobres son los fantasmas de los pobres – «Tokio, estación de Ueno», de Yū Miri – La Marea

«Cuando uno no existe, tampoco puede desaparecer», dice Kazu, el personaje principal de la última novela de Yû Miri. Para José Ovejero, el protagonista «cuenta su vida en el tono triste de quien nada espera y nada desea».

En Tokio, estación de Ueno ( Impedimenta 2022), Yû Miri —con traducción de Tana Oshima— cuenta la historia de Kazu. El protagonista de esta novela, nació en Fukushima muchos años antes de que se construyese la central nuclear que llevó el topónimo a todos los noticieros del mundo; antes también, por tanto, de que un tsunami barriese la aldea de su infancia. Aunque nació el mismo año que el emperador Akihito, en 1933, la coincidencia no le trajo ninguna suerte. Tampoco la tuvo su hijo, Koichi; y eso que él nació el mismo día que el príncipe Naruhito, pero murió cuando aún era muy joven.

«Qué mala suerte tienes, hijo», le decía su madre a Kazu, pero es que no es fácil tener suerte cuando vienes de generaciones de miseria. La familia de Kazu eran emigrantes paupérrimos que apenas podían mantener a sus hijos. Por eso él también tuvo que emigrar, para trabajar en la construcción de las instalaciones de los Juegos Olímpicos. Una vida que apenas puede llamarse así, lejos de su mujer y de sus dos hijos, niño y niña, a los que apenas ve. Sobrevivir. Mantener a la familia. Acostarse agotado. Eso era todo, pero al menos daba sentido a su existencia: ser útil, servir de algo a alguien. Cuando mueren su esposa y su hijo, Kazu se va a Tokio y se convierte en uno de los muchos sintecho que viven en el parque de Ueno.

Kazu es un fantasma. En sentido literal, pero también figurado. Él lo expresa a la perfección en varias ocasiones: «Cuando uno no existe, tampoco puede desaparecer», dice. Y también: «No es verdad que la luz ilumine. La luz simplemente encuentra algo que iluminar. Y a mí nunca me va a encontrar. Estaré siempre en la oscuridad.» Kazu recoge latas y las vende, también semillas de ginkgo y luego las lleva al mercado. No busca un trabajo de verdad, ¿para qué?, ¿para quién? También ahora sobrevive, sin esperanza y sin nostalgia. Sin proyecto. Pasea, invisible, ya hemos dicho que es un fantasma y un sintecho, que es lo mismo, y escucha las conversaciones banales de los visitantes del parque. Oye los sonidos que lo atraviesan, se fija en los colores. No habla con mucha gente, porque no quiere contar nada, pero a veces sí se siente solo. «Siento un deseo irrefrenable por intercambiar una mirada con alguien, aunque sea un gorrión», lamenta.

Lo más duro de la vida en el parque son los inviernos; aunque también son duras y humillantes las «cazas», cuando la policía obliga a los sintecho a desmontar sus tiendas miserables, amontonar sus pertenencias y desaparecer porque va a visitar el parque algún personaje importante como, por ejemplo, el emperador y su mujer.

Kazu cuenta su vida en el tono triste de quien nada espera y nada desea, entremezclando pasado y presente. Al hacerlo, muestra el frío social del Japón moderno, un país que crece y se desarrolla a gran velocidad gracias a una mano de obra de procedencia rural, cuya mejor posibilidad es pasar de la miseria a la pobreza. Una sociedad en la que asear el parque es más importante que el bienestar de los desposeídos y los Juegos Olímpicos cuentan más que las vidas de los trabajadores agrícolas. Una sociedad, en definitiva, no tan distinta de la nuestra.

—José Ovejero, La Marea