Catherine Meurisse, superviviente del atentado contra Charlie Hebdo, relata en el divertido álbum Le pont des arts la convivencia parisina de grandes pintores y escritores.
El dibujo de la cubierta es el fino aperitivo de lo que está por llegar: un Picasso calvo, con ojos de besugo y camiseta a rayas azules y blancas, está sentado en una silla con los pies descalzos y sin llegar al suelo. Su mano derecha sostiene una paleta y un pincel. Parece un niño prodigio por crecer. Obediente, abre la boa porque Proust (tan atildado, tal correcto, con una camelia en el ojal y un mechón cuidadosamente caído sobre la frente) le ofrece una magdalena. En la mesa, dos tazas de té. Todo muy chic. Muy francés. Perfecto para ilustrar Le pont des arts (El puente de las artes), publicado por Impedimenta, el último álbum de Catherine Meurisse.
El subtítulo define las páginas interiores: Pequeñas historias de grandes amistades entre pintores y escritores. Un festín de ges tos, piruetas e ingenio. Sutiles y descacharrantes. No hay tregua, todo es trepidante. Desde la primera viñeta: un Diderot exultante se deja caer por la barandilla de la escalera porque acaba de terminar su trabajo para la Enciclopedia. Es 1765. «Veinte años! ¡Le he dedicado veinte años de mi vida a este diccionario! ¡Yo también tengo derecho a tumbarme a la bartola!»
Todo se frustra porque recibe un encargo como crítico de exposiciones. Y a partir de ahí, por Le pont des arts van surgiendo diversas escenas con George Sand y Chopin, Delacroix, Gau tier, Victor Hugo, un Baudelaire que hace de guía por un museo, Zola… Y por supuesto el Salón de los Rechazados, aquellos osados que en 1863 fundaron, sin pretenderlo, la modernidad. Se apellidaban Manet, Cézanne, Courbet. Todo cambió.
Dicho así, parece una clase de arte. Y en parte lo es. O de litera tura. Proust, el escritor preferido de Catherine Meurisse (Niort, 1980), aparece bien como un jovenzuelo repelente que recita poesías en los salones literarios, bien con un rastrillo y un cubo en la playa de Cabourg, uno de los escenarios de En busca del tiempo perdido. Pero no se trata de enseñar, sino de mostrar. Lo que sí pretende la primera historietista en ser admitida en la Academia de Bellas Artes de Francia es divertir. Y para que el lector disfrute ella ha de gozar primero. Y vaya si lo consigue. Contrasta el dibujo limpio y académico (retrato del ladrón Arsène Lupin) con el estupor de un copista al descubrir que la Gioconda ha desaparecido del Louvre, por citar un ejemplo.
Los diálogos y las reflexiones de los personajes acompasan el ritmo de las escenas. Con cuatro palabras se retratan a quienes van desfilando por el cómic. Picasso, por ejemplo, dice: «A ver, Ambroisse [Vollard, marchante fundamental en su trayectoria], ¡aquí las ideas las tengo yo!».Y aparece en bañador moldeando una vasija de barro. El pintor malagueño vuelve a surgir, nada menos, cerrando el libro: pintando el Guernica y dibujando el rostro de Balzac.
Catherine Meurisse se deja llevar por el entusiasmo en Le pont des arts. Atrás ha dejado la melancolía y el tono sosegado de La levedad (2016), donde reflejó el desconcierto que le pro dujo el atentado yihadista contra la revista Charlie Hebdo en la que trabajaba y en el que asesinaron a 12 personas e hirieron a otras 11. Ella se libró porque aquel 7 de enero de 2015 no oyó el despertador. Dos años después buscó amparo en la naturaleza, en la vida rural. De allí surgió Los grandes espacios (en Impedimenta, como el anterior). Un regreso a la infancia lejos del vértigo y los sobresaltos de Paris, un canto a un mundo sin reloj, pero reivindicando algo esencial que comparte con George Sand y que se lee en el umbral del libro: «La fantasía de una edad de oro, un espejismo de inocencia bucólica, artística o poética se apoderó de mi duran te la infancia y no me ha soltado en la edad adulta.»
—Manuel Llorente, La Lectura