Durante mi último viaje a Tokio recorrí a tramos el curso del Canal Tamagawa, que los shogunes mandaron construir en el s. XVII para abastecer de agua potable a la antigua Edo, y que hoy está casi completamente sumergido a favor de la especulación del suelo y la circulación de las grandes autopistas que suturan la capital de Japón. El canal va apareciendo de trecho en trecho, en hilvanes cada vez más continuos a medida que uno se aleja del centro hacia el oeste y se aproxima al barrio de Mitaka, uno de los suburbios de Tokio en el que pasó los últimos años de su agitada vida el escritor Osamu Dazai (1909-1948). Entre los diques de hormigón, hendidos por unos pocos arbustos que sacudía el luminoso viento de febrero, iba buscando el lugar en el que situar la escena final de la vida de Dazai: de pie junto a Tomie Yamazaki, la última mujer a quien invitó a acompañarle en la muerte, atados ambos con la cuerda roja de los amantes suicidas, arrojándose a las aguas una noche calurosa de junio. Todo resultaba extrañamente dislocado: la estación del año, los nítidos contornos de las casas de la zona, la corriente partida en trozos sosegados, ninguno de los cuales parecía apropiado para localizar el vórtice del escritor.
Sin embargo, quizás esa expedición fracasada representaba mejor que ninguna otra cosa la narración fragmentada de Dazai, su manera de contar su propia vida sin estructura ni propósito, ofreciéndonos sin tapujos las emociones de un hombre incapaz de cumplir con lo que de él esperaba todo el mundo alrededor. Cada una de sus novelas, cada uno de sus cuentos, tratan de su fracaso constante para atravesar los días y corresponder al afecto de los demás de otra forma que no fuera con la mentira y el engaño. En múltiples espejos, a través de numerosos narradores, muchos de ellos femeninos, vemos a Dazai arrojarse de cabeza hacia su propia perdición, exponiendo al lector en cada párrafo su condición en carne viva: un fraude ambulante en búsqueda de la muerte como única salida.
Leyendo esa crónica de engaños e incumplimientos, el lector experimenta, paradójicamente, una arrasadora sensación de autenticidad. En un pasaje de sus Ocho escenas de Tokio, publicadas por Sajalín Editores, afirma que la única técnica de escribir que conoce es “embestir con todo mi ser”. Esa arremetida desaforada consigue romper el tiempo, y situar a los personajes y al lector en un presente de catarata, desnudos de identidad y a pesar de ello más vivos que nunca.
Es por ello que el número de lectores de Dazai no deja de crecer, por más que los críticos califiquen sus obras de moda adolescente o escarben en la infancia del escritor para explicar su desequilibrio mental y existencial y apartarlo del común de los mortales. Reeditados en Japón en plena crisis de los años 70, sus libros continúan leyéndose y traduciéndose en estos tiempos de desesperanza.
En España, fue Montse Watkins quien, en su meritoria editorial Luna Books, vertió por primera vez al español Ocaso e Indigno de ser humano, las dos grandes novelas de Osamu Dazai, publicadas en 1947 y 1948, poco antes de la muerte del escritor, y que son consideradas obras maestras de la watashishosetsu, o “novela del yo” en japonés. Posteriormente han ido apareciendo pequeñas colecciones de relatos, de las que es un buen ejemplo La colegiala, en la editorial Impedimenta, aunque faltan títulos fundamentales como la crónica de su recuperación en las estribaciones del Monte Fuji, ayudado por su amigo y escritor Masuji Ibuse.
Ha pasado ya siglo y medio de la occidentalización forzosa de Japón, y más allá del cromado de los rascacielos y una democracia de pega, nuestra cultura parece haber aportado más que nada una sombra de tristeza en los rostros exhaustos que regresan del trabajo. Dazai, que estudió literatura francesa y fusionó su prosa con el aliento de un Dostoyevski o un Baudelaire, abrazó en cambio la única promesa real que aún ofrece Occidente desde los griegos: la posibilidad de elegir un camino propio, aunque sea a costa de la propia vida.
Después de unas cuantas vueltas por el barrio de Mitaka, conseguí encontrar el puente sobre el canal Tamagawa desde el que se arrojaron Osamu y Tomie. Se llama Murasakibashi, y alude a la pequeña flor morada, murasaki, que antiguamente cubría las antiguas llanuras de Musashi engullidas por los arrabales de Tokio y que cantan los poemas antiguos.
Una placa de acero y otra de madera hacían memoria del suicidio del escritor, pero alrededor todo estaba demasiado en orden y fuera de lugar, desde el supermercado de enfrente al alicatado de cocina de la barandilla. No muy lejos se halla el pequeño templo de Zenrin-ji, adonde llevaron su cuerpo cuando apareció, atado aún a su amante, en un recodo del canal seis días más tarde, en la misma fecha de su 39 cumpleaños. Me dirigí hacia allí, y no tardé en identificar la tumba de Dazai. En el suelo, apoyados contra la piedra grisácea, había dos paquetes de cigarrillos de una marca barata a medio abrir, con un par de pitillos asomando de cada uno. Una ofrenda sin respuesta posible. Lo más parecido a la escritura.
Por Alfredo Mateos Paramio