A algunos de ustedes les consta -pues la proclamo siempre que tengo oportunidad- mi afición por determinadas escritoras inglesas. Más en concreto, por una discreta pero afortunadamente numerosa pléyade de escritoras inglesas del siglo XX de las que, puestos a buscarles rasgos comunes, cabría decir que se sitúan, en el mejor de los casos, en las afueras del canon más conspicuo, debido en buena medida a su condición de mujeres, generalmente de clase media, muy inteligentes pero no demasiado sofisticadas, que satisfacen con maravillosa solvencia pero sin alharacas los intereses e inquietudes de una amplia franja de lectores sensatos y bieneducados.
Otro rasgo común de tales escritoras sería el carácter decididamente disuasorio que suelen tener las retratos que de ellas se dan en las solapas de sus libros. ¡Esos peinados!, ¡esas sonrisas!, ¡esas blusas!, ¡esos lazos! Y sobre todo: ¡esas cortinas! No se rían: si hemos de ser sinceros, las fotografías de los escritores constituyen no pocas veces un criterio decisivo a la hora de optar por un libro u otro. Confieso que tardé lo mío en leer a Philip Roth por mi resistencia a aceptar que un tipo con esa expresión de pájaro cabreado pudiera escribir nada que me concerniera. Habrá que darle alguna vuelta a esta cuestión, me digo. Pero no hoy.
De lo que vengo a hablarles hoy es del último “hallazgo” destinado a engrosar mi santoral de damas escritoras. Algunos de ustedes se sorprenderán, porque la conocen desde hace mucho. No importa: si ella no publicó su primera novela hasta bien cumplidos los sesenta años, bien puedo haber tardado yo algunos menos en leer por primera vez un libro suyo, aconsejado por Rodrigo Fresán. Dos libros, en realidad: El inicio de la primavera y La flor azul, los dos en Impedimenta, que lleva publicadas también La librería e Inocencia,one, al parecer, seguir publicando el resto de las novelas de Penelope Fitzgerald (1916-2000), así se llama la señora.
Tanto El inicio de la primavera como La flor azul son, en una medida dificilísima de precisar, novelas históricas, la primera ambientada en Moscú, en los meses anteriores al estallido de la Revolución rusa, y la segunda sobre la vida de Novalis, el poeta romántico.
Penelope Fitzgerald, ganadora del Man Brooker Prize y del National Book Critics Circle Awrad, goza de un bien consolidado crédito en Inglaterra, donde su trayectoria literaria, emprendida muy tardíamente, además de respeto y admiración despierta en general cierta perplejidad, debida a la dificultad de concretar su encanto tan peculiar. Julian Barnes destaca su sentido del detalle, resultado muchas veces de una documentación concienzuda, combinada con una asombrosa concisión. El mismo Barnes cita una frase de Sebastian Faulks que entretanto se ha hecho célebre: “Leer una novela de Penelope Fitzgerald es como salir de excursión en un automóvil impecable, en el que todo -el motor, la carrocería, el interior- inspira confianza, hasta que, recorridos unos pocos kilómetros, va uno y tira el volante por la ventana”.
De mi particular lectura de los dos libros mencionados (los favoritos de Barnes, por cierto), subrayo la manera tan desconcertante en que todas las situaciones planteadas decepcionan las expectativas convencionales, lo cual tiene un efecto paradójicamente revelador. Todo parece inconducente, sin finalidad alguna, en unas novelas en que el narrador se distrae con el primero que pasa, ampliando sin cesar el elenco de criaturas con las que el lector se encariña pero de los que no vuelve a saber nada. El efecto de conjunto es portentoso por su mezcla de ironía y de lirismo, de lucidez y de arrebato, de modernidad y primitivismo. Nada de psicología: todo se revela a través de las acciones, de los gestos, de las palabras de unos personajes que, como dice Terence Dolley en el penetrante postfacio a El inicio de la primavera (novela que recomiendo como puerta de acceso a esta escritora), “son profundamente decentes y bienintencionados, en ocasiones incluso admirables, pero están siempre a merced de los acontecimientos, de los errores de los demás y de las suposiciones falsas”.
Que me quede por leer media docena de novelas de esta autora supone para mí, como para todo el que no los haya leído todavía, una inesperada reserva de felicidad. Bendita sea.
Por Ignacio Echevarría