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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

«Nostalgia», de Mircea Cărtărescu

Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) ha escrito, con Nostalgia, un conjunto de relatos poliédrico, donde no faltan las voces de la infancia, del dolor, de la búsqueda.

El autor rumano nos plantea un ‘yo’ que necesita desdoblarse. Los relatos que reúne el libro se despiezan en secuencias narrativas, contadas desde diferentes voces, aunque todo parte de un ‘yo’ insólitamente íntimo. Hasta aquí, bien pero el lector corre algún riesgo: en sus narraciones Cărtărescu también reflexiona, toma distancia. El monólogo interior se cuela en la narración, la voz narrativa se bate en duelo con la siempre dolorosa contemplación de escribir, en lo que representa una suerte de digresión en los hechos. Pero no pequemos de ingenuos: el lector sigue ahí y, con toda probabilidad, saldrá magullado tras este aparente respiro de cristalina introspección, pues tras él aguarda un tenso y sonoro final.

La palabra de Cărtărescu está llena de intertextualidad y el carácter dialógico de sus textos apela a Proust, a Zola, a Virginia Woolf, a Novalis. Las descripciones nabokovianas nos sitúan ante lo que está pasando, porque lo vemos, lo olemos. Los escenarios naturales saltan a la vista, corremos por los bosques y asistimos a la génesis del juego infantil, a sus peligros y códigos. En la prosa de Cărtărescu el escrupuloso amor por el esteticismo convive con un tratamiento magistral de la introspección. El personaje se despliega como un abanico semántico: es un ‘yo’ literario; es una segunda voz ficcionada, es una tercera voz distante. Y entonces se vuelve a acercar. Entre todas estas abstracciones, acude al texto la evocación de la escritura como fuente de dolor, y con esta evocación avanza, paradójicamente, la acción. En Cărtărescu, la escritura es el resorte de la belleza; es la excusa para detener o avanzar el curso de los hechos. El tiempo corre adelante y atrás, los movimientos temporales son el engranaje de una acción que se puede desplazar caprichosamente. Todo ello compone un interesante laberinto de vibraciones proustianas que acaba llegando al lector.

En Los Gemelos asistimos a un interesante desdoblamiento de la voz narrativa, que se embarca en un viaje hacia la siempre buscada identificación, a la que sólo podrá llegar pasando por el dolor. Es la voz literaria en primera persona la que nos interesa, pero el autor la dilata astutamente. Nos cuenta que algo salvaje está pasando y que no puede ser ignorado. En este viaje, las sinestesias nos confunden, la esfera onírica de la inconsciencia nos sacude, la extrañeza del Otro kafkiano nos repele y los monstruos nos asaltan. Gina y Andrei escribirán una tortuosa historia tan anunciada como natural. El texto se descompone en un puzzle policromado, al cual acuden los planos subjetivos que se unirán en un todo significativo, que se reunirán en la gran estocada final. «Incluso estos mismos pensamientos, me pregunto, ¿son míos o tuyos? ¿De dónde procede la edulcoración de muchas de las páginas de mi confesión? ¿De dónde ese estilo un tanto patético que no va conmigo? ¿No son acaso los venenos de la fiera, el jugo que chorrea de sus encías? Me equivoqué al comenzar a escribir, al retirar este toldo, al representar este psicodrama con el patio y los palcos vacíos. ¿Para quién he escrito esta comedia? ¿Estás tú, ahora, a mi lado? ¿Puedes tú, ahora, ayudarme? ¿Puedes?».

En Nostalgia, el escritor es alguien en constante conflicto con la página a medio escribir. Y queremos que así sea, porque Cărtărescu retiene al lector y lo lleva de la mano hasta los abismos de ese conflicto.

En El Mendébil, volvemos a embarcarnos en un viaje a los monstruos del ‘yo’ para descomponer y volver a componer la historia. La descomposición formal del texto contrasta con lo esteticista de las descripciones, el fingido escepticismo de la historia se transforma en un interpelación directa al lector, al que toca y hiere. La narración recoge un universo infantil que no conoce límites, que se extiende y se propaga hasta donde llega la voluntad del individuo, evocando imágenes nostálgicas de aquellas tardes sin fin de la infancia. ¿Quién es ese niño? No nos importa su nombre, pero nos atrae y asusta a partes iguales. De nuevo, al lector no le queda otra: este universo infantil se acaba topando con lo extraño. La evocación de lo extraño es la singularidad de este relato, en el que las acciones del Mendébil polarizan de manera enigmática los movimientos del grupo de amigos, cuyas reacciones cobran todo el sentido cuando se rompe la cadena lógica impuesta por el Mendébil. Hay tropismos detrás de cada movimiento de los personajes; el minimalismo dibuja las formas y el discurso indirecto impregna el texto. El ‘yo’ sale del relato y se vuelve a enfrentar a él: ¿destruirá sus propias páginas o no será capaz?

El Ruletista es rudeza colorista. Es sangre en la pared. Una suerte de nihilismo inaugura las primeras páginas de nuestro Ruletista, un personaje desdibujado, del cual se sabe poco. En el orden asimétrico de la historia se producen disparos y muertes; olores y colores tan intensos que repelen. La fría contundencia salpica las páginas. “Querido nadie” es el tratamiento que merece el espectador del Ruletista, para quien se le reserva la mejor butaca, a través de una alegoría que empaña el final del relato: un destino persigue al Ruletista. Un destino persigue al escritor. La hoja escrita es sufrimiento, pero la hoja escrita también es proyecto de inmortalidad. Y apostar por la literatura merece un espacio inevitable en la mente del Ruletista. Del escritor.

REM es un relato a dos voces. El discurso indirecto conduce el texto, una evocación de la niñez con sarcasmo y humor impregnada de color púrpura, de olores, de imágenes ocres. Vemos a Nana atesorando la vida desde la infancia, Vali no la pierde de vista. Recuerdos intactos. Aparece el enigma, y con él, Egor. ¿Pero qué hay en REM? Los discursos indirectos crecen; se ensamblan unos dentro de otros. Llega el gran viaje y el descubrimiento. Nana sigue recordando. La misteriosa torre sigue ahí. Por fin entendemos la revelación (o creemos entenderla). Cărtărescu tiene la capacidad de captar lo que en la infancia es la eternidad de un segundo; la extrañeza del cambio, el poder de lo insólito y la certeza de lo perecedero. Hay algo que nunca se revela del todo. El narrador toma cuerpo de nuevo y vuelve a aparecer. Aunque no se ha ido en ningún momento.

Por Victoria Martín