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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Reseña: «Tokio, estación de Ueno», de Yū Miri – La Casa de los Horrores

La japonesa es una sociedad de contrastes. En lo social, en lo artístico, en su gestión del equilibrio entre tradición y modernidad. Sujeta a una buena ración de terremotos socioeconómicos su siglo XX fue convulso, castigado por recesiones y también rico en avances pero, especialmente, marcado por una brecha social que golpeó con fuerza a los que lo habían perdido todo. Es el caso del protagonista de Tokio, estación de Ueno, centro de una familia desestructurada por la muerte, víctima de la crisis que azotó el país durante los años 90 y hoy un espíritu que sigue habitando los intersticios de la realidad en las inmediaciones de la estación tokiota. Un lugar donde tradicionalmente plantan sus precarias carpas los sintecho de la zona, un grupo marginado, olvidado por la sociedad y que vive en una miseria relativamente pacífica… hasta que la ciudad demanda un lavado de cara y la policía arrambla con todo. Es el caso del enjuague social que impuso la llegada de los Juegos Olímpicos, dos en la vida del protagonista (en 1964 y en 2020), y que funciona como ejemplo perfecto de ello: un furor urbano, motivado también por las visitas del emperador Akihito, del que las víctimas terminan siendo siempre los más desfavorecidos.

Es el caso del protagonista de la historia, Kazu, trabajador sacrificado que se traslada a Tokio en los años 60 para dejarse la piel en los preparativos de la ciudad preolímpica. Su vida arrancaba en 1933, el mismo año que nacía el emperador, marcha en paralelo con la del mandatario en algunos momentos claves (ambos tienen su primer hijo en el mismo año) pero al contrario que la suya, la existencia de Kazu nunca será tan plácida: la separación de su familia terminará convirtiéndolo casi en un alma en pena.

A pesar de lo que pueda parecer Tokio, estación de Ueno es menos un melodrama social sobre la miseria que un concienzudo y lírico viaje hacia, bueno, hacia la muerte. Esta tiñe el periplo vital de nuestro protagonista desde el principio del relato -en el presente- y lo va golpeando a lo largo de su vida… pero también motiva reflexiones sobre la despedida, el amor paternofilial y la necesidad del desapego, de la asunción de la pena como única forma de supervivencia emocional. El acercamiento de la autora a lo mundano y lo metaterreno es esencialmente melancólico. En sus manos el tiempo es una materia maleable que se expande, se contrae y a menudo queda suspendida, detenida en descripciones, la mayoría de ellas relativas a la naturaleza: la novela está empapada de esa iconografía tan propia de Japón, marcada por las imágenes de los cerezos en flor, el polen flotando en el aire, los pétalos de rosas alfombrando el suelo y la llegada de las cigarras tras la época de lluvias.


Es una poética de los sentidos en la que a menudo toman protagonismo los olores, los colores y los sonidos que configuran el pasado en forma de recuerdo sensorial. Y hay aflicción en el texto, pero también iluminación. Costumbrismo, tradición y mucha liturgia fúnebre centrada en una espiritualidad budista que se contrapone a lo terrenal del dolor y a la cotidianidad de una vida rodeada de muertes. Es un sistema de capas muy sutiles que se van añadiendo elegantemente en una novela de ritmo moroso, paso firme y facilidad para permear en el alma del lector.

—Xavi Roldán, La Casa de los Horrores