Año 1930. André Gide, que sería galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1947, publica su primera versión de No juzguéis (Tusquets), una obra imprescindible de la literatura llamada «judicial». Los ecos del Caso Dreyfuss habían llegado prácticamente hasta el inicio de la Gran Guerra, pero la preocupación por las corrientes de fondo de la sociedad francesa, no tan inocente, y por el papel de los medios de comunicación, no siempre objetivos ni proclives a la defensa del interés general, se mantenían en un país que de nuevo comenzaba a vislumbrar negros presagios en el horizonte.
Gide proclama en 1930 sus lógicas inquietudes con respecto a la Justicia. Durante doce días forma parte de un jurado en una pequeña ciudad, y le escandaliza la ligereza de sus compañeros, la frialdad con la que se juzgan actos ajenos; también la falta de piedad, la ausencia de comprensión de los claroscuros del alma humana. Le asusta el deseo de venganza convertido en acto de justicia y, por supuesto, el papel de la prensa, que jalea los bajos instintos de la sociedad con titulares que pretenden vender más que informar con la debida objetividad.
Marcel Jouhandeau, autor de Tres crímenes rituales (Impedimenta), pertenece a esa línea de pensamiento inaugurada quizás por Zola y sin duda por Gide. Cita expresamente a este último en su reflexión final. Selecciona tres horrendos y aireados crímenes ocurridos en la Francia de mediados de los años 50 del siglo pasado, y a través de ellos establece un vínculo con las víctimas pero también con los verdugos. En el prólogo –magnífico, a cargo de Eduardo Berti– se recoge una cita de Jouhandeau que define a su autor: «A veces, cuando mis ojos se posan en el criminal que se dirige a la prisión o al cadalso, me siento un poco culpable con él. Me digo que faltó muy poco para que mi destino fuera tan trágico como el suyo». Sin duda Foucault o Pierre Bourdieu bebieron de estas cristalinas e incómodas páginas.
Los crímenes que permiten las acertadas reflexiones de Jouhandeau fueron, realmente, terribles. Una joven de apenas veinte años ahoga a su pequeña hija de dos, al parecer instigada por su novio, del que está locamente enamorada. Un médico de notable prestigio utiliza a su criada para asesinar a su hermosa mujer a puñaladas, alumbrando una vida oculta de lascivia, deudas y orgías en su propia consulta. Un cura de provincias, reincidente en el poco sagrado arte de embarazar a jóvenes feligresas, asesina a una adolescente de quince años y le arranca del vientre a un bebé de ocho meses, al que apuñala y desfigura, siendo su propio hijo. Tres crímenes rituales que obligan a pensar no sólo en los hechos, en la pena merecida, en la venganza social, sino también en esos oscuros recovecos del cerebro humano, del alma que todos albergamos, y que marcan la diferencia entre esos abyectos criminales y cualquiera de nosotros.
Jouhandeau propone que en los jurados populares haya al menos un escritor. Espantado por su cobertura periodística de estos y otros casos, indignado por su experiencia personal como parte de un jurado, exclama: «¡Cuánta cultura, cuánta vida interior, cuánto conocimiento del alma humana serían aconsejables para entender el meollo de ciertos dramas!». Una exclamación de brutal vigencia en estos tiempos de linchamientos mediáticos, juicios paralelos y grandes grupos de comunicación capaces de todo por conseguir más audiencia.
Fallecido en 1979, el autor de Tres crímenes rituales sin duda habría multiplicado sus reflexiones de haber coincidido en el tiempo con los asesinatos de La bestia de París. Entre 1984 y 1989, en intervalos irregulares, Thierry Paulin, «un mulato de piel clara, con una nariz ancha y más bien aplastada», oriundo de La Martinica, utiliza el crimen para mantener su anhelado e inalcanzable nivel de vida. Homosexual, posesivo, proveniente de una familia en la que siempre era él quien sobraba en la mesa, al principio con un compinche y luego en solitario, este joven inquietante mataría a veinte ancianas en diversos distritos de París, dejando a dos de ellas con vida, lo que permitiría su identificación y posterior arresto. La violencia extrema e innecesaria ejercida sobre mujeres mayores solas, débiles e indefensas, lo magro de sus botines y su descarada forma de actuar crearon un estado de alarma que obligó a intervenir tanto a François Mitterrand, presidente de la República, como a Jacques Chirac, a la sazón alcalde de París.
Marie-Luise Scherer en La bestia de París y otros relatos (Sexto Piso) hace un relato escrupuloso de los hechos, bien documentado y mejor transmitido. Las veleidades de sus dos protagonistas, la traicionera noche parisina, la existencia tranquila pero amenazada de numerosas ancianas desprotegidas crean una combinación letal de riesgo y muerte. Quizás haya quien reclame mayor protagonismo para las víctimas de estos dos libros, pero desde luego es innegable que su gestación y escritura nos ayudan a entender los motivos, a responder a las preguntas que todos nos deberíamos hacer.
Tras leer a Jouhandeau y a Scherer surge la pregunta acerca de la inexistencia o poco recorrido de una literatura similar en España. En Italia tienen a Leonardo Sciascia, azote de un sistema judicial no siempre recto y objetivo. Es curioso. Desde la distancia, la crónica negra de Francia parecería más literaria, más objetiva: un cierto aburrimiento de provincias, a lo Proust; una rutina infranqueable; un elemento de seducción (recordemos a Landrú, asesino de viudas); una pregunta retórica (cherchez la femme). Sin embargo, lo que parece existir en la crónica negra española es un factor común de odio colindante, un viento de locura envidiosa y vengativa que explota después de largos años de lenta maceración interior. Quizás sea eso lo que marque la diferencia. Frente a nuestro propio espejo, es inevitable sentir más miedo que compasión.
Por Enrique Benítez