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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Pero es muchísima más leída la segunda: la novela de Natsume Sōseki es parada obligatoria en la secundaria para los jóvenes estudiantes nipones, y desde luego es mucho más accesible —por extensión y proximidad temporal— que Genji. No sería descabellado, por tanto, decir que Kokoro es para Japón lo que Don Quijote para nosotros. Quizás con algo menos de mitomanía alrededor, pero un poquito más de lectura, que Cervantes es ya casi como los documentales de La2: «todos» lo hemos leído. Sí.

Con estos mimbres, resulta raro que Impedimenta haya tardado tanto en dar a luz Kokoro, cuando desde 2009 ha ido facilitándonos varias obras de Sōseki, a una por año: Botchan (2008), Sanshiro (2009), Soy un gato (2010), Daisuke (2011), La puerta (2012), Luz y oscuridad (2013) y finalmente, en 2014, Kokoro. Seguramente, Impedimenta haya querido dejar pasar un tiempo para darle ocasión a envejecer un poco a las ediciones previas que ya existían de <strong>Kokoro: las de la editorial Gredos (2009), introducida y prologada por Carlos Rubio —no he tenido un ejemplar entre mis manos, pero la suma de esta editorial y este traductor estoy seguro que significó una edición impecable— y de RBA (2011). Así que con Impedimenta es la tercera ocasión, prácticamente en un lustro, en la que se nos trae la obra cumbre de Sōseki. ¿Merece la pena? Desde luego si se quiere tener una edición con toda la belleza y rigor de los libros de Impedimenta, de un estilo ya inconfundible; y desde luego si se quiere tener la obra de Sōseki —y no solo Kokoro— con criterios unificados, dado que son ya siete las obras suyas que nos ha traído la misma editorial. A fin de cuentas, la editorial que creó Enrique Redel se ha convertido en un fenómeno de culto, en una opción ineludible para la terraza, el café, la bicicleta urbana, las gafas de pasta e Instagram. Parece que va con ironía, pero no.

Entrando en materia, y empezando por el principio, esto es, el título, Kokoro, traducido habitualmente como «corazón», tiene unas resonancias semánticas que amplifican su significado más literal. Además de al corazón, kokoro alude a los sentimientos o al espíritu. En su introducción, Fernando Cordobés nos dice lo siguiente:

Se trata […] de un concepto de difícil traducción que los no nativos en lengua japonesa debemos resignarnos a entender solo a medias, por mucho que nos empeñemos en desentrañar la complejidad de un término que se ajusta como anillo al dedo a una forma peculiar que tienen los japoneses de entender el mundo: curiosa, aparentemente sencilla, ambigua, pero en el fondo muy escurridiza. Kokoro es uno de esos términos «ambientales» que implican una atmósfera determinada, una sensibilidad específica. Conceptos como kokoro […] implican sentimiento, melancolía belleza en sus formas más sugerentes. […] después de leer el libro no será tan difícil entender su significado y respirar la atmósfera que le da sentido.

Ya el título, por tanto, nos da la clave: una novela atmosférica, donde la sensibilidad tiene un papel preponderante. Y se hace a través del delicado dibujo de unos personajes sujetos a pasiones exteriormente suaves, comedidas, pero cuyas emociones vertebran cada nervio de su cuerpo. Una delicadeza que oscila entre lo sutil y lo desbordado de una manera muy propia, una meditada contención de las acciones que al lector habitual de Kawabata o de Mishima —este en menor medida, por su carácter algo más visceral— no les resultará extraña.

En el meollo de Kokoro se encuentra Sensei, la figura que el narrador, un joven estudiante en proceso de realizar su tesis doctoral, tiene como referente y modelo. «Sensei» no es su nombre, sino que es un término japonés que designa al sabio y al maestro, en un oportuno ejercicio que a la vez caracteriza y despersonaliza al protagonista: son sus acciones y sus pensamientos los que tienen toda la relevancia. Pero hay ciertas aristas de Sensei que resultan misteriosas y que el narrador intuye que entenderlas, si es que llega algún día a hacerlo, significaría para él una provechosa enseñanza vital: sus solitarias visitas al cementerio, cierta misantropía que deja traslucir con frecuencia y que alcanza a él mismo y a su —a priori— intachable y bellísima mujer, y cierta dejadez existencial y laboral que chirrían en una persona con la entidad que el joven estudiante achaca a su maestro.

El descubrimiento y desvelo de Sensei se realiza en tres pasos, coincidentes con las tres partes en las cuales se divide Kokoro: «Sensei y yo», «Mis padres y yo» y «El testamento de Sensei». La estructura, progresiva, marca un viaje desde la mirada inquisitiva del narrador hasta el conocimiento pleno de las circunstancias vitales de Sensei. En la primera de ellas se narra el encuentro entre ambos y el creciente magisterio que ejerce el mayor sobre el joven, a quien mantiene parcialmente en sombras sobre sus motivaciones íntimas. En la segunda parte el narrador, ya graduado, tiene que visitar su hogar familiar ante la enfermedad de su padre, en un alejamiento forzoso que reexamina su relación personal con Sensei desde la perspectiva de la distancia, sus relaciones familiares y la necesidad de encontrar —una vez concluida su formación— un empleo y finalidad para su vida. Y la última parte, al fin, nos trae al primer plano la voz de Sensei, en una larga carta a través de la cual, desde la primera persona, pone en relieve toda su historia y sus motivaciones íntimas.

Como todas las grandes obras, este desnudamiento de los personajes funciona a varios niveles superpuestos, que los enriquecen y dotan de significaciones extras. Se simultanean varias oposiciones: la del maestro y el discípulo; la del padre biológico y el padre adoptivo que el narrador adopta como modelo —Sensei—; las enfermedades del padre y del emperador; y las convicciones éticas y morales de Sensei y Nogi Maresuke, general del ejército imperial japonés que se suicidó tras la muerte del emperador que clausuró la era Meiji. Estos dos últimos no son banales. Kokoro no es solo una novela íntima, sino que mantiene entre sus premisas una voluntad de alcance mucho más amplia, la caracterización de todo un periodo —esa era Meiji— a cuya desintegración asistió el propio Natsume Sōseki. El «testamento» de Sensei es el testamento de toda una generación y una época. La gran virtud de esta novela es la medida interrelación entre un exitoso retrato privado que es al mismo tiempo un retrato social e histórico. En la comedida sentimentalidad de sus protagonistas es como mejor podemos aprender todo un contexto social ya perdido, pero que extiende sus tentáculos hasta la sociedad contemporánea. Kokoro es un sentimiento, un modo de sentir. Kokoro resuena, centellea. No sin razón, Fernando Cordobés nos indica que «después de leer el libro no será tan difícil entender su significado y respirar la atmósfera que le da sentido».

Con todo, es cierto que esta tercera parte, cuya extensión inicial se alargó por motivos ajenos a lo literario y sí más próximos a las exigencias editoriales, constituye el eslabón más débil de una novela por lo demás redonda. Sensei y su triángulo —el que comparte con su mujer y el misterioso amigo, K, cuya tumba visita en el cementerio— se adueñan de todo el protagonismo, mitigando en parte la relevancia del narrador original, ese «Yo» que también se despersonaliza y renuncia a dar su nombre. Pero esta debilidad puede convertirse en un elogio: porque la existencia de un defecto tan palmario no le impide su condición —totalmente merecida— de clásico indiscutible.

Quizás para nosotros no sea tan obligada la lectura de Kokoro como lo es para todos los japoneses, por su ejemplar labor de síntesis de todo un periodo suyo que ya desapareció, comprimido en un envoltorio de la mejor delicadeza literaria. Incluso en un mundo ya tan global, algunos occidentales pueden permitirse aún que lo japonés les suene a chino. Pero es una lectura que debería de ser recomendada con toda la pasión del mundo: es de las que nos enseñan y nos hacen crecer.

ADDENDA: En este pasado mes de mayo, la editorial Quaterni ha envidado una apuesta llamativa: la versión manga de Kokoro —y de Soy un gato— en un formato que recuerda más al resto de su colección que al que solemos ver por estos lares para el manga —tamaño pequeño, cubierta muy blanda y muy plastificada…— y que persiste en su línea de traernos un novedoso acercamiento a las culturas orientales. Uno podría pensar que una edición ilustrada de una obra cumbre, por la inevitable comparación entre la obra original y la obra derivada, tendría muchas papeletas para dar con un resultado descafeinado. El manga que nos trae Quaterni, que firma Nagi Yoshizaki, es sorprendentemente fiel a su modelo, si bien dedica algo más de atención a la tercera parte, al «Testamento de Sensei», donde se desarrolla el triángulo amoroso.

Es una forma agradable y ligera de acercarnos a la obra de Sōseki, o de recrearnos con ella y extender algo más si disfrute, más allá de su primeriza y original lectura. Y, además, y aunque parezca extraño, es una forma muy japonesa de disfrutar de una de sus obras cumbres. El manga tiene una difusión brutal en el territorio nipón, y se ha convertido en una seña cultural de primera entidad. Estas obras adaptadas, que en Occidente normalmente se han erigido en ediciones para niños —como aquellas clásicas de Bruguera o Toray— y que se han entendido más bien como el juego del avión y la cuchara, pretendiendo introducir de manera atractiva lo que inicialmente no resultaría deseable para los niños, tienen una dimensión mucho más respetable en Japón. No se realiza la edición para, sino porque sí. Porque Kokoro gusta tanto, que se quiere disfrutar igualmente en formato manga.

Por Carlos Cruz