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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Identidad y extranjería en una Europa en ruinas – «El Museo de la Rendición Incondicional», de Dubravka Ugrešić – La Lectura

Todos deberíamos ser un poco extranjeros, entendiendo esa condición como un desplazamiento no espacial, sino interior. El resultado de ampliar la mirada hacia lo propio y lo foráneo es que ambas esferas empiezan a dialogar, a confundirse, a sentirse cercanas, y es un acto de resistencia contra la fuerza centrífuga de lo nacional. Así lo entiende Dubravka Ugrešić (Kutina, Croacia, 1949), cuyo trabajo ha llegado a nosotros en los últimos años gracias a Impedimenta. «Hace años que intento esquivar la etiqueta ‘escritora croata’, pese a que la experiencia me confirma que es casi imposible borrar este tipo de tatuajes», escribió en La edad de la piel. Basta con leer su obra para entender que no se trata de un desaire, sino de la afirmación de alguien que, por razones ajenas y propias –como exiliada e hija de madre búlgara, y como intelectual de mirada y curiosidad amplias–, siente que su país, parafraseando a Virginia Woolf, es el mundo entero.

Y de ese mundo nada le es ajeno: la historia, las noticias, el arte contemporáneo, la política, internet, la cultural popular, la literatura tanto del Este como del Oeste, el cine comercial, la publicidad… Aunque escrito entre 1991 y 1996 con el telón de fondo de las guerras durante la disolución de Yugoslavia («una realidad verificable todavía, porque dentro de poco la hierba cubrirá los campos de minas»), las que hoy nos quitan el sueño, tanto en Europa como más allá de sus fronteras, le dan plena vigencia.

Destaca su carácter excéntrico en las dos acepciones del término: apartada del centro y poseedora de una sensibilidad original, reacia en su escritura a los clichés, vaguedades, automatismos, generalizaciones y dogmas, cualidades que se le deberían pedir siempre a un texto que aspire a llamarse literario. Esta novela ensayística acaba y empieza en espacios expositivos de Berlín, la capital «mutante» que Ugrešić recorre como un «yacimiento arqueológico» debajo de cuyo asfalto «estrellas amarillas, esvásticas negras, hoces y martillos rojos crepitan como escarabajos bajo los pies del sensible transeúnte».

El primero se encuentra en el parque zoológico. Allí, en una vitrina situada al lado del estanque de las morsas, se muestran los objetos descubiertos en el vientre de una de ellas, muerta en 1961: cochecitos de plástico, peines, latas de cerveza, una brújula, llaves, monedas, etc. Lo que sigue es una breve interpelación al lector que resume la teoría mnemónica y literaria ugresiciana: el visitante observa esas extrañas piezas y «no puede resistirse al pensamiento poético de que, con el tiempo, esos objetos han establecido entre sí unas relaciones más delicadas» y, «atrapado en ese pensamiento, intentará en adelante establecer unas coordenadas de significado».

Más adelante, la narradora despliega en siete partes todos los posibles géneros fragmentarios o breves en una suerte de «ficcionario» de la memoria: la cita, la anécdota, el diario, la viñeta, la crónica, la reseña, la meditación, la lista, el apunte o el diálogo in medias res. A través de todo el libro, la fotografía en general, y el álbum familiar en concreto, funciona como metáfora de nuestra relación con el camino andado, con nuestra forma de clasificarlo y volver a él, y como archivo de los afectos arrebatados: «Los refugiados se dividen en dos clases: los que tienen fotografías y los que no». Igual que la morsa, somos animales que almacenamos toda suerte de objetos preciados y baratijas indigeribles en nuestro interior, esos que la autora encuentra en mercadillos repletos de objetos a la venta de los supervivientes invisibles del Berlín de los exiliados.

El segundo y último espacio expositivo es el museo que da título al libro, cuyo nombre evocador parecería el título de una novela, pero que es real. Se encuentra en el edificio donde se firmó en 1945 la capitulación alemana. Durante la Guerra Fría se alojaron en sus inmediaciones los soldados soviéticos y, una vez que estos volvieron a Rusia, los sustituyeron refugiados yugoslavos. El museo cerró sus puertas cuando la autora residía en la ciudad. De su interior recuerda el «olor pesado, rancio y dulzón» y el bar en el sótano, frecuentado por sus compatriotas «renegridos, demacrados, con rostros oscuros y abollados», en busca tal vez de un espacio familiar, como atrapados en el ámbar de la historia.

El Museo de la Rendición Incondicional es una obra inspirada y evocadora sobre el extrañamiento y los espacios que habitamos, la identidad y el cometido del arte, pero también de la resistencia, del lento abrirse a otra realidad, como cuando se aprende un idioma, al igual que hace Ugrešić con el alemán. Los recuerdos, entendemos, son como piezas que se acumulan en los fondos de un museo a la espera de ser catalogados, interpretados y ensartados en un relato (posiblemente) imaginario.

—Marta Rebón, La Lectura