¡Pum! Son las cinco de la mañana. Y la explosión se ha escuchado fuerte, pues está todo en silencio. Ha retronado en las escaleras. Me quedo quieto. Maldigo. Y luego continúo, continúo inflando globos (otros globos, más globos). Uno tras otro, hasta que me duelen los dedos. Hasta que me duelen más, quiero decir, que antes. Ya que esta tarde me corté con un cutter y me arranqué un trozo de dedo; de pura ansiedad (Y el dedo me duele que es una barbaridad) Dos palets enteros, llenos de libros, frente a mí; prestos a ser enviados. Y solo unas pocas horas para ser enviados… ¡zas! Se vino raudo el tajo. Y mi grito, y la sangre. Y el desespero. Abrir cajas. Abrir cajas. Abrir más cajas… hasta que sobreviene -inevitable- el desastre. Pues igual que ahora, que tengo decenas, qué digo: centenares de globos por hinchar, y apenas queda un ratito para el alba.
Es viernes por la noche.
En menos de tres horas será el cumple de #hijita: a las ocho y ocho minutos de la mañana
Llama y cuelga. Llama y cuelga. Llama y cuelga.
Mi padre.
No sé a qué juega.
Y siempre, las llamadas, por wasap.
Mi padre.
Es así desde el viernes; claro que sé lo que quiere. Pero así no funciona. No se llama y cuelgas. Llamas y esperas. Y, si no, mandas un mensaje. Hola, etc
O llamas. Llamas por teléfono. Como todo el mundo.
El hecho de llamar por wasap (a no ser que llames a países distintos) es una forma de descargo. Estaría un peldaño más arriba del protocolario mensaje cordial, pero tampoco mucho más. Llamar por wasap tiene algo mezquino, como de racanería espiritual.
No me cae bien la gente que llama por wasap.
Las llamadas se repiten hasta el lunes.
Estoy en una reunión, le digo.
Pero, vamos, si solo llamas de cumpleaños en cumpleaños, pues también podría estar muerto.
(y ni te hubieras enterado)
¿Es urgente?
No.
Pues puede esperar entonces un año más
“La literatura no sirve”, escribe Eduardo Berti en Un hijo extranjero (Impedimenta, 2022). Y añade: “No sirve en el sentido de servil o utilitario, dos sentidos que se funden en la lógica productivista”. Vaya, que su función intrínseca, nos dice, no es servir.
Pero, sin embargo, sirve.
A Berti le proporcionó su novela Un padre extranjero algo más. Es un libro que le sirvió para conectar con otras personas, para advertirlas de estafas y fraudes. Para que, finalmente, en 2018 pudiera viajar a Rumania para tratar de “ver de cerca la raíz del silencio de mi padre”.
Y en la base de esa búsqueda se encuentra un legajo, enviado por un amigo (y ex compañero de escuela) de Berti que leyó su novela, Un padre extranjero. “Una hoja de ruta y un desafío” que le llevan primero a Bucarest y luego a Galati. Unos papeles donde se daba cuenta del nombre completo real del padre de Berti, de la fecha exacta en la que (desde París, vía Burdeos) llegó a la Argentina, el barco que lo trajo y la dirección de su casa en Rumania (el 24 de la strada Holban). Un legajo que, como no lo tenía antes, hubo de inventar para su otra novela, Un padre extranjero. Y esto es interesante, porque justo es más sincera la emoción de Berti cuando experimenta en la vida real una ficción (y es que visita una casa creyendo que fue la de su padre, pero luego descubre que no lo fue) que cuando finalmente, y tras algunos intentos infructuosos, encuentra la verdadera casa (pero que, paradoja, al final resulta que tampoco lo es).
Berti pasea a solas, primero por las calles de Bucarest y luego por las de Galati, y eso le sirve para entender mejor a su padre, la mirada de su padre. Esto es, que la realidad del pasado se construye más con el pensamiento que con la materia, pareciera decirnos. Y no es que sean inventados los recuerdos, sino que las emociones reales se construyen (se pueden construir) a través del error.
A partir de ahí, y a causa de que se publica una foto de Berti en el periódico local, que anuncia que el escritor está en la ciudad buscando su pasado, el viaje se vuelve menos íntimo, pierde, nos dice el escritor argentino, “su aureola íntima”. Lo cual no es óbice para que no siga persiguiendo ese entendimiento, sino que más bien le pone alerta de la falibilidad de éste. O dicho de otra manera: se da cuenta de que no es posible conocer a una persona a través de un país. De que lo singular de un hombre no puede conocerse a través de la generalidad de una cultura. Aun con todo, Berti lee los diarios de Mihail Sebastian, para tratar de acercarse emotivamente al periodo histórico en el que su padre vivió en Galati.
Escribe Eduardo Berti: “Hablar otro idioma y hablar acerca de uno suscitan, casi, la misma incomodidad”. Pasea y pasea, a la manera de Henry Michaux. Casi 12 horas al día. Paseos furiosos y con un ritmo casi percusivo. Le anima el libre albedrio de las polainas de su pasado.
Busca el pasado judío de su padre, el de un judío inauténtico. Aquel que “busca fundirse en la masa, pero que nunca o casi nunca lo consigue”. Un pasado que su padre había desenfocado y vuelto maleable.
La literatura no sirve para entender nada porque no se cierra en sí misma, sino que abre otras puertas. La literatura de Berti está llena de imaginaciones.
Un hijo extranjero es un libro breve que escarba, sin embargo, en lo hondo. Que busca ese nombre secreto, ese nombre otro que tienen los judíos (que se les confía) cuando el bar mitzvah. Un nombre oculto.
Escribir es, de algún modo, arrojar troncos a un río, nos dice Berti. Y añade: “por no decir que es arrojarse uno a merced de la corriente”. Así, aquí, la escritura es símbolo y pérdida del país natal, escondrijo y ventana.
Escribir es, al fin, hacerse cargo del destino de uno, a fuerza de traducirlo al nombre propio.
Hay padres que no es que sean un misterio; el misterio es que lo sean.
— Jose Lúis de Monfort, El Club de los Miércoles