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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

ANNE Hébert nació en Sainte-Catherine-de-la-Jacques- Cartier, una población próxima a la villa de Quebec, en 1916, siete años más tarde que Gabrielle Roy, escritora que había visto la luz no lejos de allí, en Saint-Boniface (Manitoba). Ambas residieron buena parte de sus vidas en Francia –en el caso de Hébert, unas tres décadas–, y allí alcanzarían, cada una en su momento, un notable renombre.

Anne era la quinta hija de Maurice Lang-Hébert, importante poeta, crítico literario, además de miembro de la Royal Society de Canadá. Anne empezó su vida de escritora publicando también volúmenes de poemas a partir de 1942, lo que le valió el Premio Athanase-David por una colección titulada Les Songes en équilibre. Cosechó numerosos galardones literarios tanto en su país natal como en Europa, entre los que cabe destacar el Premio de las Librerías de Francia y el de la Real Academia de Bélgica por su novela Kamouraska en 1970 y el Femina por Les fous de Bassan en 1982, título original de la novela, llevada al cine ese mismo año por Claude Jutra, y que hoy podemos leer en la excelente traducción de Luisa Lucuix Venegas para Editorial Impedimenta. Su reputación y su popularidad como escritora fueron permanentes. Hébert falleció en enero de 2000 a los 83 años.

Los alcatraces es una novela compleja de estructura, pero que se lee sin dificultad. Está escrita en una prosa muy bien elaborada, intensa, de gran riqueza tanto en el plano descriptivo como en el narrativo, sin rebuscamientos ni barroquismos de ninguna clase, cargada de observaciones importantes y vivamente sutiles sobre cada uno de los personajes. El libro recrea el devenir de cuatro familias. Procedentes de Nueva Inglaterra, siguieron hace dos siglos el camino del Norte en rechazo a la independencia americana: era su forma de permanecer «fieles a un rey loco». A los Jones, Brown, Atkins y Macdonald, cuatro apellidos que emparentan a sus descendientes, les fueron concedidas tierras por parte del gobierno canadiense, junto con el derecho a la caza y a la pesca: «Se pueden leer sus nombres en las lápidas del pequeño cementerio que domina el mar» (p. 12). Enraizada desde entonces en un pequeño poblado marítimo azotado por los vientos y de naturaleza agreste, la pequeña comunidad anglófona y protestante languidece en la decadencia. Griffin Creek, localizado entre Cap Sec y Cap Sauvagine, es un espacio novelesco fruto de la imaginación de la autora, como advierte la propia Hébert en un «Aviso al lector». Pero no solo la localización, también los hechos narrados dibujan «una historia sin ninguna relación con cualquier hecho real que haya podido ocurrir entre Quebec y el océano Atlántico».

Por medio de cinco voces, cinco puntos de vista que desgranan un mismo acontecimiento ocurrido en el verano de 1936 y cuyo presente narrativo se sitúa en 1982 (el año de publicación del libro), la novela nos acerca a la desgracia que se abate sobre el pueblo. A la mirada retrospectiva de los personajes principales, la autora une, con singular maestría, la masa coral que conforma la sociedad que los rodea, presente siempre en un silencio vigilante que marca y pauta la vida cotidiana de aquellos. Así lo afirma con suma habilidad el personaje que podemos quizá considerar como más importante del conjunto, Stevens Brown –cuya personalidad y proceder permanecen velados hasta prácticamente las últimas líneas de la obra–. El verdadero problema, aduce Stevens, es saber cómo «abordar el pueblo sin despertar a la jauría, sin tenerla en los talones, empezando por mis padres, ávidos y curiosos. […] Me acribillarán a preguntas como a Lázaro cuando salió de la tumba y, al igual que Lázaro, no sabré qué responder, porque la verdadera vida es similar a la muerte, impenetrable y profunda» (p. 60).

Esas diferentes voces y narraciones nos inquietan como receptores expectantes al tiempo que nos arrastran en el mejor sentido del término. Hébert logró con ellas desentrañar algunas de las complejidades más hondas que conforman cualquier vida humana. Los alcatraces –y en ese sentido la elección del título de esta versión española me parece muy acertada– simbolizan el devenir de los sujetos, sus idas y venidas que a menudo no hacen sino esconder la única verdad, disimulando de algún modo la naturaleza de su comportamiento, pero sin dejar de evocarla, de difundir su eco: «Los pájaros salen del mar blanco de espuma. Levantan el vuelo sobre el cielo gris. Septiembre. Plumas blancas de espuma. Plumas grises. Rayas amarillas de los alcatraces. Pájaros de espuma blanca. Nacido del mar blanco de espuma. Sus graznidos penetrantes manando de la ola. Sus picos duros abriendo la ola para salir del agua. Pájaros locos rompiendo su cáscara de agua. Para volver a nacer. Colmando el cielo de clamores lacerantes» (pp. 157-158).

No es fácil retratar al ser humano en toda su complejidad. Anne Hébert lo consigue perfilando, en medio de una naturaleza salvaje y hermosa a un tiempo, la furia y la rabia de los sentimientos y la ambigüedad de la conducta social: enmascaramos las falacias, apostamos por asumir las convenciones a sabiendas de que no son sino diversas modalidades de fingimiento. La autora, por otra parte, muestra a través de los epígrafes con que antecede cada relato, que es una gran devoradora de sutiles y hondas lecturas, lo que enriquece su mundo creativo sin ocultar las sendas en las que se ha forjado: continuas referencias bíblicas pueblan el relato del reverendo Jones, el mundo terrible y mágico de los cuentos infantiles (Hans Cristian Andersen), ecos de Shakespeare («Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia») o de Arthur Rimbaud («Solo yo poseo la clave de esta parada salvaje»).

No nos cabe la menor duda de que, en Los alcatraces, Anne Hébert dio con al menos una de las claves del poeta iluminado.

—José Giménez Corbatón, Revista Turia, junio 2022.