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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Misterios del corazón humano

Acaso porque sus libros se encuentran entre los felices pero esporádicos hallazgos que nos suceden en las librerías de Buenos Aires, Eudora Welty es menos frecuentada que otros integrantes de la brillante generación del sur estadounidense, como Carson Mc. Cullers, Flannery O´Connor o William Faulkner.

Prolífica y longeva (murió a los 92 años de una neumonía), Welty publicó numerosas colecciones de cuentos, cinco novelas –una de ellas, La hija del optimista, ganadora del premio Pulitzer en 1973–, dos libros de fotografías, ensayos y libros infantiles.

En La palabra heredada, las memorias que escribe a los 75 años, Welty da claves sobre su proceso creador; revela, por ejemplo, la relación entre su literatura y el arte de la fotografía. La Agencia Estatal de Administración Laboral había contratado a la joven Eudora para que recorriera Mississippi, su estado natal, fotografiando escenas de la Gran Depresión. Las fotos que realiza en el contexto de ese primer trabajo, durante la crisis de los años 30, le revelan una verdad fundamental: que la vida no espera, no permanece quieta, y una buena instantánea detiene el momento que trata de escapar.

El ejercicio de tomarlas le enseña a reconocer que todo sentimiento depende del gesto que lo expresa. Esta experiencia da lugar a la vocación por la escritura. Dice: “Y sentí, además, la necesidad de retener una vida fugaz con palabras –la vida encierra mucho más de lo que las palabras pueden expresar– y con la fuerza suficiente para que me durasen en tanto y en cuanto viviese yo. La dirección que emprendió mi actitud, desde el primer momento, respondió más a la dirección de un escritor que a la de un fotógrafo”.

La voz, o el arte de escuchar, es otra de las fuentes a las que alude: “Desde la primera vez que me leyeron y desde que empecé a leer por mí misma, jamás ha existido un solo renglón que no haya oído”. La identificación con esa “voz” ha acompañado a Eudora Welty durante toda su vida de escritora. “La cadencia –dice en sus memorias–, el sentimiento que reside en la palabra impresa, me alcanza mediante esta voz lectora” y forma parte del deseo de escribir. “El sonido de lo que se posa sobre la página inicia el proceso por el cual se comprueba su verdad. Desconozco si yerro al confiar en esta certeza: a estas alturas no sé si podría dedicarme a leer sin escribir, o a escribir sin leer”.

Sus ficciones exploran magistralmente los dilemas de la propia existencia, la conciencia del paso del tiempo, la complejidad de los vínculos familiares; la coexistencia de diversidades culturales en la sociedad de su época. Muchas de las protagonistas de sus historias están aún lejos del progreso que ya han logrado sus contemporáneas del norte. Algunas viven atadas a las tradiciones sureñas, otras se enfrentan a ellas. Este último es el caso de Laurel, la heroína de La hija del optimista, la novela más lograda de Eudora Welty y por la que obtuvo el premio Pulitzer.

Acústica, polifónica, coral, su lectura resulta a la vez transparente y misteriosa. La transparencia surge de la refinada técnica de la escritura de Welty y también de la simplicidad del argumento: a comienzos de los años 50, Laurel McKelva regresa desde Chicago a su Mount Salus natal. Su padre, el viejo juez, debe someterse a una operación en uno de sus ojos. Laurel y Fay –la segunda y joven mujer del juez– se turnan para acompañarlo en lo que se supone debería ser una pronta recuperación. La novela transcurre entre la pérdida de visión del juez McKelva –causada aparentemente por el pinchazo de un rosal–, la operación que conduce a su inesperada muerte, y el fin de semana que sigue.

En el velatorio, quienes conocieron al juez se acercan al féretro y expresan sus opiniones. Los comentarios se superponen, se interrumpen, se multiplican. El malestar de la hija crece: ha escuchado las versiones que pretenden dar cuenta de las virtudes de su padre y no lo reconoce en ellas. Duda de los hechos, de la veracidad de los relatos y protesta: “Lo que está ocurriendo no es real”. Sin embargo, como le señala una amiga de infancia, nada hay más real que el final de la vida de un hombre en el mundo. Y quienes asisten a este final, al intentar mantener una conversación, crean el mito acerca del difunto.

En el tejido de impresiones personales –voces, recuerdos, indicios, visiones– acerca de quien fuera en vida el juez, el padre de Laurel comienza a devenir “héroe”. Está allí, desamparado y en su propia casa, entre la gente que había conocido y que lo conocía desde hacía tanto tiempo. Frente a la construcción colectiva, el juez no tiene defensa ni posibilidad de réplica y, desde su lugar de hija, Laurel se resiste a la evidencia de que el recuerdo que tiene de su padre no sea la única fuente de creación de lo que será el mito. Y sin embargo concluye: “El misterio no radica en lo poco que conocemos a quienes nos rodean, sino quizás en lo mucho que los conocemos realmente”.

Welty explora con maestría esta paradoja: construye una serie de juegos de episodios en los que se suceden revelaciones y encandilamientos; destellos y reflejos. Reafirma con imágenes –en este caso relacionadas con la luz y la visión– las pequeñas y sucesivas epifanías y estados anímicos de los personajes. Una habitación gris, el reflejo de un árbol en la ventanilla del tren, y también pájaros, relojes, hierbas, manchas y relámpagos, se presienten huellas, señales de otra cosa: un misterio que asoma y se escabulle. La crítica identifica esta estrategia narrativa como una de las que permiten ligar la escritura de Welty al gótico sureño.

Tanto en sus cuentos como en sus otras novelas, Welty logra plasmar la evolución de los vínculos familiares y la percepción cambiante que tenemos de los mismos en sintonía con el paso del tiempo. Y lo hace con una singular capacidad de tomar distancia, enfocar y subrayar. Con una delicadeza que es a la vez el bisturí para profundizar en el corazón humano.

Hay una escena de su infancia, narrada en las memorias, en la que sus padres envuelven con una hoja de diario la pantalla de la lámpara de su cuarto y mientras ella se finge dormida, comienzan a hablar en sus mecedoras. La niña Eudora gozaba entonces de la sensación propia de un observador oculto. Desde esa época tan temprana asume esa posición en la cual, por otro lado, adora encontrarse. Primero como fotógrafa y luego como escritora, es desde esa imprescindible distancia que se acerca a la realidad y aborda en sus ficciones los sutiles movimientos del acontecer humano.

Su temperamento y su instinto le indicaban que quien escribe por una urgencia propia, necesita –a toda costa– permanecer en privado, lejos. “Yo no deseaba ser borrada, sino convertirme incluso en invisible; ocupar una posición de verdadero poder. La perspectiva, la línea de visión, el encuadre de la visión… Esos elementos configuraban la distancia”. Una distancia necesaria para alcanzar lo que quiere nombrar con su escritura: lo que hace el tiempo con la vida.

En su viaje a través de la memoria, la hija del optimista, descubre quién ha sido como hija; qué lejos la ha llevado la vida como esposa y amante ilusionada; y por fin, dónde se halla como huérfana existencial.

Esta manera de explorar la temporalidad a través de la escritura no se corresponde con la cronología ni con los relojes –por otra parte siempre presentes en los relatos de Eudora Welty– sino que impone su propio orden. Como concluye en La palabra heredada : “El tiempo, tal como lo conocemos, halla a menudo su esencia en la cronología que teje los relatos y las novelas: el tiempo obedece al hilo continuo de la revelación”.

A propósito de La palabra heredada y La hija del optimista, de Eudora Welty. Ambos publicados por Impedimenta.

Por María José Eyras y Cecilia Sorrentino