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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Penelope Fitzgerald: modelo para talentos tardíos – «La escuela de Freddie», de Penelope Fitzgerald – La Nueva España

En «La escuela de Freddie», la gran escritora inglesa, que empezó a publicar a los 61 años, cierra su ciclo «autobiográfico» con el retrato de un centro de arte dramático para niños en el Londres de la década de 1960

Penelope Fitzgerald (1916-2000) alcanzó la fama cuando su tercera obra «A la deriva» («Offshore») ganó el prestigioso Premio Booker a la mejor novela en lengua inglesa publicada en 1979. Lo que hacía especial a su autora no era el premio en sí, sino el hecho de que tuviera 63 años y no fuera conocida en el mundo literario. Hasta entonces, había ejercido numerosos trabajos, todos ellos relacionados con las letras: había sido profesora, trabajado como guionista para la BBC, colaborado con la revista «Punch»; había sido dependienta en una librería y editado una revista literaria, «World Review», con su marido, mientras escribía poemas, ensayos y biografías. Su revista había contado con importantes plumas de la época, como T. S. Eliot, Rebecca West, Eudora Welty o André Malraux, pero había tenido que cerrar ya en 1953.

Fitzgerald no tuvo una vida fácil y no pudo sentarse a escribir por placer, pero atesoró en su mente los detalles de su experiencia y los vertió en sus novelas cuando tiempos mejores le permitieron convertirse en escritora. Su segunda obra, «La librería» (1978), se nutre de su biografía, igual que «A la deriva», que incorpora las vivencias de los años en que la economía familiar solo le permitía vivir en una barcaza anclada en el Támesis. Su quinta novela, «La escuela de Freddie» (1982), la última de su ciclo «autobiográfico», recoge sensaciones de su paso como profesora por un centro de arte dramático.

Entre Freddie y su escuela hay una identificación inexpugnable: ambas son vetustas, decadentes y despiden un olor a decrepitud que, inexplicablemente, no produce rechazo sino todo lo contrario. Freddie ejerce una fascinación irresistible que le permite conseguir todo lo que se propone, que no es sino mantenerse incólume con su escuela tal y como ella la quiere. El fuerte de la escuela es preparar a niños para actuar en el teatro, nunca en espectáculos de masas como la televisión o la publicidad, y se basa fundamentalmente en la obra insigne de Shakespeare.

El teatro, como lo conoció Freddie en sus años jóvenes, es el centro de su vida y de la escuela. Concibe el teatro como un gran acto de creación, «pues cada vez que una interpretación cobraba vida lo hacía gracias a la interacción entre los actores y el público, y después de eso se perdía para toda la eternidad». De ahí la importancia que da a saborear las palabras, a «degustar con la lengua esas jugosas sílabas ». Esa es la base del encantamiento que produce Freddie en sus interlocutores. Ella es el eje de la narración: una mujer atemporal, firme en sus principios, porque «seguir siendo la misma persona requiere un excepcional sentido del equilibrio». Así, es solo el calendario el que gira año a año sobre sí mismo; la vida en la escuela es rutinaria y predecible, los muebles se deterioran y la tarima se comba, pero, paradójicamente, esa es la seguridad que emana del entorno de Freddie.

Todos los personajes que aparecen en la novela son ex/céntricos, casi se pueden denominar offshore, son los últimos habitantes del núcleo central del Londres de la posguerra: el mundo teatral que se reunía alrededor de Covent Garden en la década de 1960. Aún retienen características dickensianas, con actitudes picarescas, incursiones e interacción de clases sociales diferentes y la convivencia distintiva entre el mercado cotidiano de frutas y verduras, la escuela y el teatro. Esto convierte a «La escuela de Freddie» en una «tragifarsa», como denomina la autora a sus novelas, una tragicomedia, como la vida misma. No hay falsas ilusiones, no hay expectativas que vayan más allá de la lógica del lugar, pero éste está imbuido de la familiaridad complaciente de lo cotidiano.

Fitzgerald introduce, de una manera natural, muchos toques de humor, como cuando Freddie recomienda a los niños, con una gran dosis de realismo, que se fijen bien en ella, porque «no soy tan divertida como vais a serlo vosotros cuando me imitéis»; o cuando describe el tamaño ínfimo de la sala de profesores, que, «salvo por la palabra Profesores pintada en la pared, es un armario». Así mismo, Carroll, el profesor de la escuela, admite en la entrevista de trabajo que ni tiene título de profesor, ni sabe dar clase, ni entiende de teatro, ni le gustan los niños ni la vida en Londres, pero «no creo que me vaya mejor si me quedo en Irlanda».

—M. S. Suárez Lafuente, 9 de junio de 2022