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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

En busca de una fórmula extraña y maravillosa – «La máquina del amor sagrado y profano», de Iris Murdoch – La Lectura

Impedimenta recupera otra novela de Iris Murdoch, ‘La máquina del amor sagrado y profano’, una fabulosa disección de los muchos disfraces con los que somos capaces de desfigurar el romance

Lo primero que llama la atención de las novelas de Iris Murdoch (1919-1999) es su sentido del tiempo. No me refiero a las reflexiones sobre el Tiempo, ni tampoco a los experimentos al estilo de Virginia Woolf, sino al tiempo de lectura que comparten el autor y el lector. Murdoch no tiene la salvaje prisa de Flaubert en Madame Bovary para aturdirnos y fascinarnos con todo lo que ha acumulado en el buche, ni la perseverancia de Bellow para que experimentemos sobre la página la velocidad del mundo contemporáneo. Murdoch nos abre la puerta y nos pide que nos acomodemos en su confortable casa, donde se respira un sentido del tiempo más laxo, y nos invita a que curioseemos todos los rincones mientras se despliega con calma (puede llevar un centenar de páginas) el tablero de juego, y se disponen las piezas, que en cuanto empiece la partida no van a quedarse quietas. La cosa va a ser movida, pero si usted lleva prisa, no hay fiesta.

Martín Amis aseguraba que solo dos personas en Inglaterra eran capaces de recordar un argumento de Murdoch, así que nos limitaremos a resumir la solución de donde parte La máquina del amor sagrado y profano: Harriet adora a su marido, Blaise, y a su hijo, David; pero Blaise lleva una doble vida desde hace una década, con una mujer más joven llamada Emily, con la que también ha tenido un hijo, Luca. Harriet desconoce la existencia de Emily, Blaise mantiene las dos casas separadas, pero la fuerza de las circunstancias (buenas son ellas) le obligará a delatarse y a elegir. ¿Sobre qué casa recaerá la mayor cantidad de dolor? ¿Podrán paliarlo la bondad, el arrepentimiento y el perdón?

El desarrollo de la novela está supeditado a un mecanismo implacable que alterna largas conversaciones prosaicas (pero cargadas de inteligencia) con bloques de análisis del estado de ánimo de cada personaje, en los que Murdoch alcanza salientes de clarividencia casi lisérgicos. No se trata tanto de describir el temperamento de los personajes como si fuese un paisaje estable en el que vamos profundizando, sino de asistir a cómo se desplazan por el espectro de las emociones, y cambian de intenciones y propósitos, sin dejar de ser reconocibles.

DESENTRAÑANDO EL AMOR – “El amor es lo único en lo que realmente me considero experta”, aseguraba una Murdoch que tuvo una sólida educación filosófica. “Se trata de una condición peligrosa, porque es tremendamente egocéntrica. Amar a alguien de una manera desinteresada quizá no sea del todo natural en los humanos. Cuando se enamora, uno es tremendamente egoísta. Es algo que ha sido discutido por Hegel y Sartre. Es un gran tema para la novela”, anticipaba

Cada uno de los personajes de la novela (además de los citados pululan unos cuantos más: intrigantes, santos, vampiras, un novelista malísimo y muchos perros) funciona como un elemento químico, cargados con sus propias valencias de energía, inquietud e intereses se agitan y buscan posicionarse en una fórmula que les dé estabilidad a todos, cierta serenidad de ánimo, una percepción satisfactoria de su existencia. La novela funciona como una auténtica máquina de buscar equilibrios, pero siempre persiste un remanente de desilusión. Alguien queda fuera, alguien sufre, la máquina no puede absorberlos a todos en un único círculo de amabilidad.

Murdoch deja muy claro cuál es el combustible de su máquina: «el amor erótico nunca está quieto». La insatisfacción está alimentada por un incesante juego de afectos deslizantes, por la propia incapacidad de estabilizar el deseo, tanto en su objetivo como en su forma; con la particularidad de que cada estado transitorio cuando está a los mandos del deseo parece ineludible. Donde Virginia Woolf ataca la estabilidad de las emociones planteando una indefinición radical de la propia subjetividad (¿no cabe un infinito de sentimientos en palabras como «amigo» o en un estado como el «enamoramiento»?) Murdoch expone esta inestabilidad en una sucesión de estados objetivos, analizados al milímetro.

Las distintas fases que atraviesan los personajes obligan a cambiar una y otra vez la fórmula que debería darles serenidad a todos, y en cada uno de estos equilibrios transitorios se alteran la cargas de los celos, la piedad, el amor, la satisfacción erótica o la crueldad. El resultado es una masa densa de vida que por momentos parece que no puede terminar de ninguna manera (pero vaya si termina) y que va a seguir alterándose y acomodándose como todas las cosas que de verdad nos importan y para las que somos incapaces de alcanzar una solución definitiva. ¿Cómo van a solucionarse el amor, la amistad, el enamoramiento o el deseo? La autora sobrevuela así la narrativa contemporánea (sus prisas, su comedimiento, su subjetividad, su afición a la denuncia) como un sol nítido y extraño, más nítido cuanto más extraño.

—Gonzalo Torné, La Lectura