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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Las amistades conflictivas entre artistas y escritores – «Le pont des arts», de Catherine Meurisse – Pérgola

Zola y Cézanne, y Picasso y Apollinaire, fueron grandes cómplices hasta que las traiciones los separaron, según cuenta en un libro gráfico Catherine Meurisse

El cómic ha cruzado muchas fronteras en su corta vida y sigue haciéndolo para adentrarse, en el caso de Catherine Meurisse, en la historia de la literatura y el arte. Lo hace con humor y rigor en Le pont des arts, un libro gráfico publicado por Impedimenta cuyo título que se ha dejado en francés para recordar el puente que con el mismo nombre lleva en París al Museo del Louvre.

Miembro del equipo de Charlie Hebdo y primera historietista aceptada en la Academia de Bellas Artes de Francia, Meurisse aborda en este volumen las relaciones amistosas o declaradamente de enemistad entre filósofos, escritores y artistas. Comienza con Denis Diderot, quien dio forma a eso que todavía hoy se llama crítica de arte, y llega casi al final al turbio asunto –el robo de unas cabezas ibéricas en el Louvre– en el que estuvieron involucrados Pablo Picasso y Guillaume Apollinaire.

Las historias de Meurisse ofrecen conocimiento y regocijo, justo lo que pretendían los ilustrados bajo la máxima del “instruir deleitando”. Uno de ellos, Diderot, inventó la crítica de arte por casualidad. Había invertido veinte años en su colaboración fundamental con la Enciclopedia, el compendio de saberes para que fueran útiles a los ciudadanos, y quería vacaciones. En las primeras viñetas se le ve bajando, sentado y a toda velocidad, por la barandilla de su casa para anunciar a su mayordomo que tiene previsto marcharse al “bed&breakfast” de su amiga Catalina II de Rusia, la emperatriz que acogió en su corte a los ilustrados de renombre que así lo deseaban.

Una carta le impide continuar con sus planes. Es de su amigo Friedrich Melchior Grimm, quien le informa de que está en la casa de Catalina II y que no cabe una persona más. Como no puede ir, le pide que se haga cargo de la revista que dirige, La correspondance littéraire. Entonces, mediados del siglo XVIII, solo los artistas tenían legitimidad para criticar la obra de otros artistas. Un privilegio inaceptable para los ilustrados, que querían abrir las artes a la discusión pública. ¿Por qué no podía opinar el espectador interesado, emocionado y reflexivo?, se pregunta Diderot. “Mi originalidad reside en mi entusiasmo: mido la belleza por la intensidad de mi emoción”, dice el filósofo según la viñeta de la autora. “Me gusta elogiar. Soy feliz cuando admiro”, agrega.

Con esa capacidad para asombrarse se pone delante de La raya, un óleo de Chardin de 1728, del que destaca su realismo en el pescado y en el gato que aparece en su lado. Más que una representación de una escena, a Diderot le parece que lo que ha pintado el artista es “la sustancia misma de los objetos, el aire y la luz”. Con este entusiasmo empezó la crítica de arte, que pronto se pondría también en el otro lado, en el del espectador que razona aquello que no le gusta.

«La autora ha demostrado que con el cómic se puede hacer historia

de la cultura con humor y con ligereza sin perder un ápice de rigor«

En las viñetas finales de esta historia, un siglo después, Barbey d’Aurevily saca los defectos del filósofo en sus escritos sobre arte, extensible a tantos otros antes y ahora: “¡Yo, yo y yo! ¡Mejor E Zola y Cézanne, y Picasso y Apollinaire, fueron grandes cómplices hasta que las traiciones los separaron, según cuenta en un libro gráfico Catherine Meurisse 4 B ilbao Las amistades conflictivas entre artistas y escritores que Diderot controle su elocuencia! Peor que un romántico… Destroza el lienzo y pasa la cabeza a través del agujero para que todos le vean y le escuchen a él”.

Meurisse sitúa más tarde al lector en la casa de George Sand, seudónimo de la novelista Amantine Aurore Lucile Dupin de Dudevant, tan grande que solía alojar durante meses a sus amigos artistas y escritores. El pintor Eugène Delacroix, autor de La libertad conduciendo al pueblo, tenía allí un estudio. La escritora posa para él aburrida, más pendiente de que se enfríe la sopa de la cena que de sus pinceladas, aunque ambos se animan criticando sin piedad uno de los cuadros de Ingres, Estratónice. “Pueril y artificiosa”, suelta Sand. “Ingres es un hombre de genio, pero le falta visión, le falta vida y le falta pintura”, añade. “Por mucho que haya estudiado hasta el más mínimo efecto del día sobre el mármol, el oro o la tela, se ha olvidado de una cosa: ¡los reflejos de la luz!”, observa Delacroix, en una conversación al que enseguida se une el amante de la escritora, el compositor y pianista Frédéric Chopin.

En una de las historietas más audaces, el poeta Charles Baudelaire, que también fue un influyente crítico de arte, enseña a “distinguir una obra maestra de un ‘cuadrucho’”. Lo hace en un museo imaginario y ante un grupo cuyos miembros siguen al paraguas que Baudelaire lleva alzado, como los guías, para establecer un punto de orientación por si alguno se medio pierde.

En la planta baja del museo están los “cuadruchos”, entre ellos Pelea de gallos de Jean-Léon Gérôme, obra que hoy está en el Museo d’Orsay de París y en la que, además de la escena del título, aparecen dos jóvenes griegos, aparentemente de la Antigüedad clásica. “(Teodophile) Gautier le llama a ‘escuela neogriega’. Yo lo llamo ‘escuela de los enterados’. Pintura de culo de pollo. ¡Esto apesta a erudición! ¡La mejor manera de disimular la falta de inventiva!”, se enfada Baudelaire.

Aunque el autor de Las flores del mal no rechaza a Ingres, y sí a sus seguidores como Gérôme, lo que le entusiasma es la obra del ya conocido Delacroix, situada en la primera planta del museo imaginario, dedicada al genio. El pintor hace de cada lienzo “un auténtico drama” porque “ama con pasión la pasión”. Por fin le queda a Baudelaire la segunda planta, dedicada a un concepto que él ayudó a delinear como nadie, la modernidad. En ella encuadra la Lola de Valencia de Manet, una mujer vestida con el traje regional; paradójicamente, o no tanto.

“París, estación de Lyon, 1860. Émile Zola recoge a su amigo Paul Cézanne que viene de Aix- En-Provence. Tienen veinte años”. Con estas palabras, situadas en un recuadro sobre la imagen de una de las típicas estaciones del XIX, como las que pintó Monet y parecidas a la de Abando, empieza Meurisse su historia de amistad y desamistad entre el autor de Germinal y La bestia humana y el pintor de El bañista y de los bodegones postimpresionistas.

«Las historias de Meurisse ofrecen

conocimiento y regocijo«

El artista le anuncia a su amigo en la estación que tiene nuevas ideas sobre lo que tiene que ser el arte. Zola no quiere que se equivoque de camino. “Creo que debe ser algo más que colores mezclados en un lienzo como huevos revueltos… La forma no lo es todo, hay que añadirle una idea. La idea”, le dice Zola mientras cruzan el Puente de las Artes. El escritor defiende a Edouard Manet. Su Almuerzo sobre la hierba, con una mujer desnuda entre dos hombres vestidos, causa un gran escándalo. El realista –o naturalista– Zola lo aplaude: “¡Aquí tenemos personajes cotidianos, de carne y hueso, pintados a tamaño natural! ¡Genial indecencia!”.

Es la gran época de la pintura moderna, cuando Claude Monet expone por primera vez en solitario, en los estudios del fotógrafo Nadar; una muestra en la que presenta Impresión, sol naciente. El público se mofa. Zola piensa que el reflejo de la naturaleza a través de la sensibilidad y de la personalidad del artista es el futuro. Aunque Cézanne sea el mejor colorista del grupo, todavía le faltan un par de pasos audaces para mostrar su talento, rumia su amigo, que no lo será durante mucho tiempo.

Zola publica La obra, la historia de Claude Lantier, pintor fracasado. Impresionistas y postimpresionistas se preguntan en quién se ha inspirado. Cézanne no tiene dudas: es él. Con la novela termina su amistad. El pintor se llevará ese dolor a la tumba, y triunfará en la edad tardía. Sus ‘fracasos’ abrirán paso al cubismo.

En el cubista Pablo Picasso y en su complicidad con el escritor Guillaume Apollinaire se sitúa la autora de Le pont des arts para con uno de los episodios más jugosos de la historia del arte moderno. El exsecretario de Apollinaire, el cleptómano y fanfarrón Géry-Piéret, roba en el Louvre tres estatuillas ibéricas y se las vende a Picasso. Como se vio en una exposición del Centro Botín de Santander el año pasado, no hay duda de que las utilizó como modelos inspiradores de Las señoritas de Avignon. También, en esos días, habían robado Mona Lisa del Louvre, y Picasso y Apollinaire sospechan de que ha sido Géry-Piéret el autor del robo.

Les entra el miedo, con razón, porque la policía detiene a Apollinaire, que ingresa en la cárcel y estuvo en ella durante una semana. Picasso también recibe una visita policial, en la que niega conocer a su amigo, o examigo, porque el poeta no perdonará su cobardía.

Hay más historias en el libro de Meurisse, sobra decir que con un dinamismo en el dibujo excepcional. Su valentía ha consistido en querer demostrar que con el cómic se puede hacer historia de la cultura con humor y con ligereza sin perder un ápice de rigor. Pero la francesa no está sola. Hay más en su gremio que se atreve, también con la filosofía y con otras disciplinas, llevadas con el dibujo al campo de amenidad sin perder su seriedad de fondo.

—Iñaki Esteban, Pérgola, julio de 2022