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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Philip Larkin. Poeta, novelista y bibliotecario de quien se cumple el centenario de su nacimiento, encontró en las pequeñas rutinas su inspiración

xisten, al menos, dos formas de enfrentarse al paso del tiempo, al declive físico y a la pérdida de memoria. La primera de ellas consiste en ignorar la inexorabilidad de ese destino común a todos los mortales y actuar en consecuencia, viviendo el día a día, pero como si fuéramos inmortales. La concepción del tiempo como un lastre es la que predomina en la segunda de las opciones. La presencia de la muerte ensombrece cada uno de nuestros actos y acentúa el carácter melancólico y escéptico común a muchos de los que así piensan. Por supuesto, hay quienes participan de ambas interpretaciones, según la época de su vida que estén atravesando. La frontera entre la madurez y la vejez suele ser campo abonado para que la semilla de la nostalgia eche sus raíces porque las debilidades emocionales se hacen más evidentes y los límites temporales se vuelven más nítidos, aun así, hay quien los asume con entereza y los soporta con el consuelo de la fe o de cualquier otro ardid que el pasado proporcione y hay quien no se resiga y se rebela y reniega y maldice porque carece de todo sentido trascendente. Este último parece ser el caso del poeta, novelista, experto en jazz y bibliotecario Philip Larkin, de quien se cumple el centenario de su nacimiento el próximo día 9. Nacido en Coventry en 1922, en una familia acomodada. Estudio en Oxford Lengua y Literatura inglesas entre los años 1940 y 1943 (se libró del ejército por su vista deficiente). En sus años de estudiante trabó amistad con Kingsly Amis, amistad que mantuvo, pese a las discrepancias, hasta el final de sus días. Ejerció toda su vida como bibliotecario, tras Leicester y Belfast, desde 1955 lo hizo en la Biblioteca Brynmor Jones de la Universidad de Hull. En el poema ‘Albada’ refleja su idea de la muerte con nitidez. Después de enumerar los actos cotidianos y de hacer una prospección de carácter moral en sus consecuencias, habla de «la segura extinción a la que viajamos / y en la que nos perderemos para siempre», para cerrar en su última estrofa con el convencimiento del vacío y de la nada que espera tras la muerte: «Lentamente se hace de día, y la habitación cobra forma. / Es evidente como un guardarropa, lo que sabemos, / lo que hemos sabido siempre, sabemos que no podemos escapar, / pero no lo aceptamos. Algo tendrá que desaparecer»

Su primer libro ‘El barco del Norte’ (1945) fue considerado posteriormente por el autor como un conjunto de «poemas muy juveniles, nacidos de la lectura de Yeats». No sería hasta el año siguiente cuando la lectura de Thomas Hardy le descubrió otra forma de poetizar la realidad más acorde con su temperamento: «En lugar de simbolismo encontró fidelidad a los hechos familiares; en lugar de música grandilocuente encontró el sonido de una mente exigente pensando en voz alta; en lugar de retórica elevada encontró una modesta atención; en lugar de un anhelo de trascender encontró una inmersión total en las cosas cotidianas», escribe su biógrafo, el poeta Andrew Motion. Esta decisión suponía refutar los principios poéticos del Modernismo británico, encarnados por Ezra Pound y por T. S. Eliot, pero para alguien que vivía alejado de los requerimientos del mundo editorial, de las modas poéticas y de la mundanidad del éxito literario, no le debió de resultar muy problemático. Su carácter independiente y poco sociable, sus peculiaridades –era aficionado a la pornografía y él mismo se tildaba de borracho contumaz–, su misoginia, su ironía y su acendrado pesimismo contribuyeron a asentar su voluntario aislamiento. El uso de palabras sencillas «como alas de pájaros» –y en esto, como en algunos otros aspectos, participa de una idea similar José Hierro– resultaba suficiente para captar las impresiones que provenían de alguien consciente de llevar una vida normal, sin grandes aventuras, pero también sin grandes contratiempos. Acaso sea la poesía el único bagaje que convierte su travesía vital en algo diferente, pues será a la hora de mirarse en el espejo de las palabras cuando el hombre vulgar se transforme en alguien consciente de su vulnerabilidad, en alguien que desoye los cantos de sirena de la realidad y busca la verdad y la belleza entre las rendijas de una existencia anodina. No escribió mucho. Las novelas ‘Jill’ (1946) y ‘Una chica en invierno’ (1947) precedieron al que fue el primer libro de poemas en el que su voz alcanza tonalidades propias, ‘Engaños’ (1955). En 1964 publicó ‘Las bodas de Pentecostés’ y en 1974 ‘Ventanas altas’, libro que obtuvo un inusual éxito de ventas y le consagró como el poeta de referencia para los jóvenes poetas.

Pese a mantener varias relaciones sentimentales, su aversión al matrimonio le mantuvo soltero durante toda su vida., aunque llegó a proponerle matrimonio a Ruth Bowman, su primera relación seria, en 1948. Por esa época conoció a Monica Jones, profesora de la Universidad de Leicester, con quien mantuvo una relación llena de altibajos durante casi cuarenta años, pero varias de sus colegas, como Meave Brennan o Winifred Arnott, fueron también parejas temporales del poeta, en ocasiones de manera simultánea. En 1983, Monica Jones enfermó gravemente y Larkin tomó la decisión de irse a vivir con ella para prestarle su apoyo. Poco tiempo después, se le diagnosticó a Larkin cáncer de esófago. El 11 de junio de 1985 fue operado, pero el cáncer estaba muy extendido y resultaba inoperable. Murió el 2 de diciembre de 1985, cuando contaba 63 años. Desde entonces, no han sido pocas las controversias que su legado ha generado. Muchos de sus papeles fueron destruidos, otros, de los que fue albacea Monica Jones, fallecida en 2001, han visto la luz y gracias a ellos conocemos mejor al poeta que hizo de su vida cotidiana su fuente constante de inspiración.

—Carlos Alcorta, El Diario Montañés, 4 de agosto de 2022