«Lo primero es decir que el fútbol siempre me ha dejado indiferente. Sí, hay personas así en este mundo, vale vale, calmad vuestras pasiones, apartad las armas, no es necesario que nos fusiléis de inmediato. Nosotros, los indiferentes hacia el fútbol, de todos modos, estamos a punto de extinguirnos como los dinosaurios, y vosotros os quedaréis, nacionalmente homogeneizados, en lo malo y en lo bueno. Supongo que por esta indiferencia mía percibí el Mundial de Fútbol del año 1998 —cuando la selección croata quedó en tercer lugar— como una aterradora explosión de locura nacional. Recuerdo este campeonato también porque Davor Šuker, por aquel entonces el jugador croata más famoso de la selección, declaró: «Que no se ofendan los escritores croatas, pero nosotros hemos escrito probablemente el cuento de hadas más hermoso en la historia de la literatura croata»».
Pues sí, hay personas así en este mundo. Al igual que Dubravka Ugrešić, autora del libro que os traigo hoy, también he de confesaros que el fútbol me deja completamente indiferente. Si la escritora croata asistió atónita a la omnipresencia de los cuadritos rojos y blancos de la camiseta de la selección de su país durante el Mundial de Fútbol del 98, yo recuerdo la no menor omnipresencia de nuestra bandera rojigualda durante el Mundial de 2010 en el que la selección española se alzó con la copa de campeones del mundo. Nuestras ventanas lucían nacionalmente homogeneizadas. Creo que tan solo las ansias soberanistas de los catalanistas son capaces de conseguir similar despliegue ‘banderil’ en nuestro país. España tiene su buena dosis de nacionalismos (incluyendo también entre estos, claro está, el españolismo). Todos los nacionalismos tienen mucho en común, si bien es cierto que cada uno de ellos tiene sus particularidades. Así, pues, España gana a Croacia en palmarés futbolístico, pero Croacia nos mete goleada en cuanto a nacionalismo.
Si se piensa bien, el comportamiento de los hinchas de los equipos de futbol tiene bastante que ver con el de los nacionalistas. Cuando leí el fragmento con el que comienzo esta entrada, recordé inmediatamente un capítulo del ensayo De animales a dioses en el que Yuval Noah Harari recurría al primero para explicar el segundo. Lo recordé también más tarde al leer el siguiente fragmento en ¡La arqueología de la resistencia!, uno de los ensayos contenidos en el libro de Ugrešić: «El atractivo del fascismo radica en el grupo de personas afines, en la aceptación, en la violencia que un grupo ejerce sobre otro, en el sentimiento, fácilmente inducido, de que somos mejores que otros, de que definitivamente somos mejores, y de que ser mejores, ya ves, no exige mucho, tan solo el mismo grupo sanguíneo» (o el mismo color de camiseta) «y la disposición para ejercer la violencia sobre aquellos que no lo tienen». El libro de la croata está plagado de referencias culturales, algunas de ellas relativas a la cultura popular, pero tuve muy claro cuando me encontré con la alusión al fútbol que quería comenzar esta entrada como finalmente he hecho.
Entre tanta referencia cultural hay, por supuesto, libros y autores leídos por la escritora croata. Como me ocurre con frecuencia, según leía este libro me han ido viniendo a la mente algunas de mis propias lecturas. Así, por ejemplo, no he podido evitar acordarme de las novelas La hija del Este de Clara Usón y Las sillitas rojas de Edna O’Brien al leer en el ensayo Por qué nos gustan las películas de simios sobre Ratko Mladić y Radovan Karadžić, ambos criminales de guerra juzgados por el Tribunal de La Haya y ambos —especialmente el primero— montando su particular show para desviar la atención popular de lo que se estaba juzgando (el fútbol, por cierto, también se utiliza en ocasiones como táctica de despiste). Por supuesto he recordado a Hanta, ese artista silencioso cuya materia prima eran libros destruidos y que protagoniza la novela Una soledad demasiado ruidosa del checo Bohumil Hrabal, pues en esta lectura sí coincido con Dubravka Ugrešić, que la cita en ¡La arqueología de la resistencia!, y es, además, ese personaje, en quien ella pensaría «si en esta época en la que todos nadamos en escombros alguien me preguntara por la dirección que debemos seguir, por la tabla a la que aferrarse para no hundirse, si alguien me preguntara si hay una persona simbólica, un punto, un estado mental, una ideología, una metáfora, una religión, una utopía, un clavo o simplemente un consuelo». Y, cómo no, como siempre que la palabra Lampedusa se cruza en mi campo visual, acude a mi mente la Lampedusa de Maylis de Kerangal con todo lo que representa en cuanto a dolor y vergüenza humana esa isla del Mediterráneo. Los inmigrantes, exiliados, refugiados, es decir, aquellos que responden a la nomenclatura de turno que se desplazan por Europa no llegan solo a costas isleñas sino que también se mueven por el continente. Sucede en nuestra Europa de tan intensa cultura migratoria que, según cambian las políticas y economías de los países, cambia el estatus de las nacionalidades de los que llegan así como el de las de quienes los reciben, como se menciona en ¡Larga vida al trabajo!; que muchos de quienes fueron refugiados hace tiempo se opondrían a la llegada de refugiados a los países en los que ya se consideran ciudadanos de pleno derecho, como casi está segura la autora que harían, y así lo expresa en La Europa invisible, muchos de sus compatriotas afincados en otros países; que aquellos países que más se quejan de los inmigrantes, alardeando así de hospitalidad, son precisamente los que menos reciben, como se menciona en Zelenko y su parienta.
La edad de la piel no es, evidentemente, un libro sobre fútbol. Como ya os habréis imaginado a estas alturas de esta entrada, es una reunión de ensayos. Son un total de diecisiete escritos por Dubravka Ugrešić entre 2014 y 2018. Tratan temas como los ya mencionados y otros más, temas que son troncales en algunos ensayos y en otros muchos aparecen de manera transversal, por lo que todos los textos de este libro parecen beber de una raíz común que no es otra que el sentir de la escritora croata, la cual es definida por Impedimenta, editorial que ha hecho posible que este libro llegue al lector español, como «una de las grandes cronistas del alma de nuestra época». Así, ocupan muchas páginas de este libro temas como los nacionalismos, la migración, la adulteración y degeneración de la creatividad artística y la misoginia, que, como advierte la autora en La mordaza de la chismosa, «no conoce geografía, clase, raza, género, etnia ni orientación política» y «aparece a menudo camuflada, enmascarada, asoma en lugares donde nunca la esperaríamos encontrar», actuando así, tal y como sigue señalando Ugrešić en L’ecriture masculine, como «algo similar a la radiación», pues «la radiación es invisible y nadie se salva de ella. Las personas no mueren de este tipo de radiación, viven su vida y no comprenden que en todo esto hay algo malo. A las enfermedades causadas por la radiación sucumben incluso los mejores».
Dubravka Ugrešić reside actualmente en Ámsterdam. Dejó su país («abandoné mi país. En realidad, mi país me abandonó a mí. Ahora lo sé, los cientos y cientos de miles de refugiados que llaman a la puerta de los países europeos no han abandonado su país. Sus países los han abandonado a ellos», cuenta en La Europa invisible) cuando comenzó la guerra de ese otro país que era el suyo antes de serlo Croacia, Yugoslavia. Creo que, más que del conflicto político, huía de la estupidez humana. «Hace años que vivo en el imperio de la estupidez», escribe y leo en Las personas son una desgracia. Como militante contra esa estupidez, supongo también que debía (y aún debe) de resultar una persona incómoda. En sus textos se centra en los países de la Europa del Este, países que tienen en común haber dejado atrás el comunismo. Sin embargo, como nativa y ciudadana de un país que no ha estado bajo el influjo comunista he sentido muy reconocible todo aquello sobre lo que la escritora croata diserta en este libro. Supongo que la palabra democracia está tan sobada que ha perdido su significado tanto para los que hace tiempo que la disfrutamos como para aquellos otros que recién la estrenan. Es triste pensar que la democracia mal entendida ha terminado por convertirnos en una masa tan uniforme como la de cualquier país gobernado por un sistema totalitario, que la homogenización que ha traído consigo, cuando pretendía lo contrario, ha terminado por resultar como los llamativos colores de una bandera o de una camiseta de equipamiento futbolístico, que, por tanta exposición y omnipresencia, su falta de matices los ha convertido en gris.
Paradójicamente, al hombre le gusta ser protagonista. Pero, como se nos dice en El hombre pequeño y «la felicidad gitana», «El «hombre pequeño», el «ciudadano», el «hombre corriente», la «persona anónima», el «número», al parecer, no ha tenido nunca, realmente nunca en la larga historia de la humanidad, la ocasión de estar bajo los focos». Ahora, gracias a la tecnología, le ha llegado por fin la oportunidad de lograr su minuto de gloria, un minuto de gloria al que no está dispuesta a renunciar y que aspira a convertir en algo permanente. Por fin «el hombre pequeño tiene todo lo que tenía el antiguo hombre grande, sus medios de comunicación, sus blogs, sus páginas de internet, su Facebook, su Twitter, sus selfis, su Instagram, sus SMS. El hombre grande se esfuerza cada vez más por captar la atención del hombre pequeño. Y los que realmente gobiernan el mundo pueden por fin respirar aliviados, porque hoy cualquier Narciso en el globo terráqueo se puede permitir un espejo. Con el fin de que lo oigan, vean y recuerden, el hombre pequeño liberado está dispuesto a cualquier cosa, salvo a regresar al anonimato. Una vez despertada, el hambre es tan fuerte que ya nada la puede saciar». «El hombre pequeño se ha apresurado a dejar su huella, desarrollando en el proceso un apetito nunca visto: unos se desnudan y enseñan el trasero, otros los genitales, unos cantan, otros escriben, unos bailan, otros pintan, y algunos son multitareas y lo hacen todo a la vez. El hombre pequeño ha conquistado finalmente los medios». «Gracias a los medios», como señala la autora en ¡Mas despacio!, «la estupidez se ha vuelto global. Al sustituir los contenidos relevantes por otros irrelevantes, los medios borran la memoria cultural. La tarea principal de los medios no es tanto la desinformación o las medias verdades como la trivialización de la información». Tanto grito y tanto galimatías tienen el mismo efecto que el silencio, pero no el de un silencio que trasmite paz y calma, sino un silencio resultante de la mordaza que es la extensiva banalidad arrojada sobre la escasa consistencia. «Y si alguien piensa que nuestro tiempo es vulgar», leo de nuevo en El hombre pequeño y «la felicidad gitana», «tiene razón. No hay que avergonzarse de decirlo en voz alta, porque de todos modos nadie oye las cosas que decimos».
Nadie oye pero todos miran, todos copian, todos imitan. Mimetizamos comportamientos. Repetimos opiniones como si fueran propias sin revisarlas ni profundizar en ellas. Tememos ser señalados, quedarnos fuera de esa masa homogénea. El Homo sovieticus no se ha extinguido, como mucho ha evolucionado (o involucionado porque «en el comunismo, uno podía culpar al sistema, al comunismo en sí; en el capitalismo, somos los únicos culpables de nuestros fracasos», leo en L’ecriture masculine) a Homo duplex, como lo bautiza la autora en La la gente (la repetición del artículo no es una errata, sino que el título de este ensayo es un guiño a la película La La Land). «El amo de esta cultura es el dinero y, por supuesto, el consenso» (esta y las siguientes citas están extraídas de La la gente). Cuando se defiende una idea, un producto o un bien de consumo, «en defensa del valor del producto se alzarán muchos que han participado en su producción, aquellos que deben venderlo y ganar dinero con él, los que están convencidos de que lo invertido debe proporcionarles un rendimiento por lo menos cien veces mayor. La cultura del consenso es el producto de un mercado poderoso. En el juego participan también aquellos que no se beneficiarán económicamente. No obstante, también hay otro tipo de beneficio. La cultura es una forma de socialización». Ante este panorama, la defensa de la contracultura del consenso es «equivalente a la autoexpulsión social, que no es más que otra forma de suicidarse».
Aficionados croatas viendo jugar a su selección de fútbol la final de la Copa del Mundo de 2018 contra Francia
Fotografía de Ross Dunn bajo licencia CC BY-SA 2.0
«Somos testigos de frecuentes histerias colectivas y globales. Basta que alguien famoso con un fin benéfico se moje echándose un cubo de agua fría por la cabeza (ice bucket challange), y los chapuzones se desencadenan por el mundo como un tsunami, personas famosas y anónimas empiezan a tirarse cubos de agua fría por la cabeza, y la mayoría no sabe por qué lo hace, la mayoría se moja porque se mojan otros, la mayoría se moja porque se moja todo el mundo. Si es así, si todos nosotros somos portadores de un potente gen imitativo, si el gen encargado de nuestras capacidades imitativas existe en cada uno de nosotros, si, además, es la prenda de la existencia del género humano, entonces somos una especie propicia a la manipulación, entonces basta que Hitler se rasque la oreja para que la mayoría de nosotros se rasque la oreja, sin sospechar que al rascarse la oreja Hitler ha dado una señal a los guardias para que pongan en marcha las cámaras de gas, y que al rascarnos nosotros ha obtenido el consenso… Si en el plazo de unos pocos años a la mayoría de los ciudadanos de la antigua Yugoslavia se les pudo forzar a creer que habían vivido de manera distinta a la que realmente habían vivido, que el pasado que recordaban no era su verdadero pasado, que su buen vecino no era su buen vecino, y si todo esto se hizo no para corregir una injusticia histórica, sino para que alguien se enriqueciera con ello, ¿cómo podemos entonces creer que estas mismas leyes no rigen también en otros campos de interés humano? ¿Cómo podemos creer que nuestro criterio literario-estético está dirigido por el mero gusto y no por algo diferente? ¿No es la adquisición de un libro que antes de nosotros han comprado millones de lectores lo mismo que echarse un cubo de agua fría por la cabeza? Tanto en uno como en otro caso no tenemos ni idea de por qué lo hacemos, pero estamos dispuestos a defender nuestra elección hasta la última gota de sangre. En realidad, cuanto menos sepamos qué es lo que dirige nuestras elecciones, más dispuestos estamos a defenderlas hasta la muerte. Quizá, por lo tanto, también nuestros valores literario-estéticos están inducidos».
«Hoy vivimos rodeados de un entorno cultural ordenado, pero también poco emocionante, del cual han desaparecido las formas de vida artísticas, peligrosas e inquietantes: el pensamiento individual, la imaginación, la sinceridad, la intuición, la polémica, los gestos artísticos subversivos (realmente subversivos), la autenticidad, la robustez, la rebeldía, la aceptación del riesgo personal…» Debemos congratularnos de que la cultura se haya vuelto accesible para todos —aun siendo bastante discutible que esto sea realmente así—, no tanto de su homogenización.Davor Šuker fue coautor, junto al resto de jugadores de la selección croata de fútbol, del cuento de hadas más hermoso en la historia de la literatura croata. Tuvo el buen tino —amén del de meter balones en la portería contraria— de escribirlo metafóricamente. Cuento de hadas escrito con los pies, se titula el ensayo al que pertenece el extracto con el que abro esta entrada. Ningún escritor, salvo que junto al literario compartiera talento futbolístico, se calzaría las botas y pisaría un campo de fútbol, a excepción de que lo hiciera en sentido recreativo o amateur. Cualquiera, de cualquier profesión y sin compartir el talento literario con el de su profesión, en cuanto goza de un poco de fama, se lanza a escribir y publicar un libro o incluso a prestar su nombre para que otro lo escriba. En ¡Larga vida al trabajo!, Dubravka Ugrešić nos cuenta que en los países que conformaban la extinta Yugoslavia «los escritores son en primer lugar croatas, serbios y bosniacos, y solo después escritores». En esos países y en todo el mundo pareciera que los libros los escribieran primero quienes se plieguan al mercado y al consenso y solo después los escritores. A esta autodestrucción literaria, como afirma la autora en La edad de la piel, ensayo que abre este libro y que le da título, «se aplicaron con devoción los propios participantes en el proceso literario: editoriales hambrientas de dinero, editores perezosos, críticos sobornables, lectores poco ambiciosos y autores sin talento sedientos de fama».
La edad de la piel es un país sin fronteras y sin alambres de espino. Es un lugar acogedor para esa especie en extinción que somos los indiferentes al fútbol (léase aquí por fútbol homogenización de ideas, gustos y comportamientos) y agradecido con los herederos del Hanta de Hrabal que abogan, pues, por la resistencia. Es un paraje estimulante, poco complaciente, escrito sin pelos en la lengua y con una buena dosis de ironía. Termino el relato de mi estancia en esta inesperada patria de la contracultura del consenso con un fragmento en el que Dubravka Ugrešić nos habla de una visita que realizó al monumento contra el fascismo de Vojin Bakić, escultor serbio de Croacia, en Petrova Gora. Pertenece al ensayo ¡Aquí no hay nada!, el cual versa sobre las ruinas de los países poscomunistas y sobre el olvido.
«La visión de la obra maestra de Bakić gravemente dañada despertó la angustia en mi interior. Tenía la impresión de no haber visto en mi vida una escena más horrible. El monumento parecía un enorme cadáver de ballena del cual asomaban huesos roídos, putrefacción, órganos revueltos. En el techo, previsto para un mirador, desde donde supuestamente se disfrutaba de una vista maravillosa, se alzaba, como un cínico dedo corazón, una antena. Boba no supo decirme de quién era la antena y para qué servía. En un muro desnudo de hormigón divisé una pegatina con la foto de Emma Goldman y la cita «La ignorancia es el elemento más violento de la sociedad». Era mediodía, reinaba un silencio sepulcral. Tuve la sensación de que los retoños de los árboles, la maleza y las hierbas que se abrían paso a través de las grietas en el hormigón contenían el aliento y las fuerzas para demorar el hundimiento de la obra en la nada. Sentí —justo como en la popular canción partisana Konjuh planinom— que las hojas cantan poemas entristecidos, que los pinos y abetos, arces y abedules se han doblado en señal de respeto. El bosque, por el cual pasó una sombra rojiza fugaz (de hojas rojas se ha poblado el bosque), no había enrojecido, como en la canción, por la sangre de los mineros de Husin, sino por vergüenza. Me inundó un presentimiento borroso, durante un instante tuve miedo de algo que aún estaba por llegar, a pesar de que detrás de ese algo no había nada, ni una imagen, ni un pensamiento. El algo era invisible, sin forma ni aroma ni sabor, como la radiación. El mensaje pintado con espray en el muro de hormigón, «Es peligroso permanecer en los alrededores del monumento», de repente me pareció más que apropiado».
Monumento al Levantamiento del Pueblo de Kordun y Banija en Petrova Gora
Fotografía de DobarSkroz bajo licencia CC BY-SA 3.0
—Redacción Paperblog, 4 de agosto de 2022