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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Se conoce como de iniciación, de educación o de construcción al subgénero narrativo que trata sobre la formación del carácter y la personalidad, generalmente desde la infancia hasta la madurez.Es un subgénero harto escurridizo, pues abarcaría desde Anton Reiser de Moritz a El guardián entre el centeno de Salinger, pasando por Peter Camenzind de Hesse o Wilhelm Meister de Goethe. Una de estas bildugsroman –el término fue acuñado por el crítico alemán Morgensternen toda regla, de hecho se le emparenta dentro de la novelística irlandesa con la canónica Retrato del artista adolescente de Joyce, es Recuerdos de un pasado que se desvanece (Periférica) de Aidan Higgins, narración articulada mediante escenas fragmentarias que conforman un puzzle diacrónico, una remembranza completa de la niñez, la adolescencia y la primera juventud del protagonista, alter ego del autor; un largo ejercicio de recuperación de los momentos, las huellas, hasta los sueños decisivos en su formación como persona y también de tristes, desastrosos sucedidos familiares y de la mujer con la que alcanza la madurez, además de cameos de escritores, uno testicular, sorprendente, de Yeats.

El personaje principal, hijo de veterinario, nieto de picapedrero, es un tirillas escuchimizado, tipo Lila, como veremos después, cohibido también por su acento pueblerino y sus maneras rústicas. Entre las orillas del sopor y el abismo de los sueños, mientras la vida, como a todos, se le escapa, se hace un hombre, al tiempo que recobra el olor de los pupitres con tintero en un colegio de monjas castigadoras, especializadas en repartir collejas, un internado; un puente de piedra sobre el río revuelto de su existencia; las manzanas robadas del huerto con los pillastres que le acompañan haciendo novillos en la escuela; los primeros pitillos Wild Woodbines; la bici con la que recorre una y otra vez su pueblo; las campanas que tañen y repican regulando el tiempo; los cines de sesión continua con su erótica para principiantes; el circo rural y el zoo dublinés; la capital unida a sensaciones nuevas; los vestidos de primavera, «tan finos que se les transparenta todo» a las mozuelas; las fotos sobadas de modelos desnudas… un rescate a través de la memoria exhaustivo, desde la imagen inicial de la niñera haciéndole tragar la papilla hasta el despertar sexual de la pubertad desconsolada y el final, al hacerse adulto, de la inocencia.

A partir de la terrible escena inicial, seguimos en Lila, otra narración de aprendizaje rememorativa, pero ésta mediante flashbacks, las andanzas de una extraña pareja, mujer y niña, que vagabundea por el medio oeste norteamericano, entre maizales y pelícanos, alimentándose de lo que pillan: arándanos, espadañas, raíces de achicoria, huevos de nidos, hojas verdes de diente de león, setas, patatas asadas, violetas, ardillas, serpientes, ortigas cocidas e incluso savia de pino. Es la enseñanza vital, silvestre, a la intemperie del campo abierto, de la chica que da título al libro y que simplemente sobrevive, en su orfandad, en campamentos ambulantes de jornaleros, en cabañas; sólo puede asistir un año a la escuela en Tammany, Iowa (a este estado agropecuario que ha levantado literariamente dedica la autora la novela), un período en el que, además de mostrarse muy espabilada, aprende a tratar con las rosas.

Su guía y salvadora, apodada «Muñeca»—, le recomienda como único valor de conducta: «Haz lo que te manden y calla». Por eso no se fía de nadie y se atiene al valerse por sí misma que nos lleva a la gran novela de iniciación patria, El Lazarillo de Tormes. En realidad abandona su juventud antes de empezarla y no conoce la adolescencia, como es natural en tiempos de penuria. Lila esquiva su destino de transeúnte solitaria arrejuntándose con un reverendo, ya veremos si para redimirse definitivamente de su mala vida en San Luis o más bien de momento, dada su nostalgia de lo salvaje y sin ataduras, en Gilead, el universo narrativo de ascendencia bíblica en el que, al modo del impronunciable condado de Faulkner, la Santa María de Onetti, Macondo de García Márquez o Región de Benet, transcurren las historias de Marilynne Robinson.

Esta novela es la más emotiva de la trilogía que ha ido publicando Galaxia Gutenberg (las anteriores entregas se titulaban En casa y precisamente Gilead) centrada en este espacio con tintes simbólicos. M. Robinson es una narradora a la antigua usanza, pausada, tranquila, de las que empiezan a escasear. Parece, y no es sencillo, que sólo acompaña compasiva a los personajes, no atosiga con sobredosis de acción, sino que con mano maestra, piadosa, nos muestra las entrañas, el interior sombrío, de sus criaturas, para dejarnos siempre el temblorcillo misterioso del mundo. El mismo que borda en sus escenas de interior, que parecen sacadas de la pintura flamenca.

La edición lleva en la portada uno de mis cuadros contemporáneos favoritos, de una desolación enigmática El mundo de Cristina de Andrew Wyeth, al que nuestro paisano, el poeta Luis Javier Moreno, ha dedicado una de sus espléndidas ecphrasis en relación con los Olson en Maine. Es justamente la idea de desamparo absoluto con que arranca, y que marca, la novela: a una niña, casi un animalillo abandonado, desprotegida, helada de frío «tras haberse quedado sin lágrimas», la han echado de casa y, sumida en el desamparo, pasa la noche cerrada al relente del porche. Se trata de Lila –así la bautiza la sirvienta que se compadece de ella, se la lleva consigo y le salva el pellejo–, la protagonista, cuatro o cinco años, desgarbada, hambrienta y sucia, comida por los mosquitos y las liendres, tan esquelética que se encuentra al borde de la muerte.

Como M. Robinson, Leonard Merrick es un novelista reputado, de culto, en la literatura anglosajona, si bien, en su caso, de principios del siglo XX. Ahora lo trae a nuestro idioma Ardicia, en una de sus cuidadas ediciones, también con hermosa ilustración de portada a cargo de Hollie Chastain. Su narrativa, muy alabada, entre otros, por H. G. Wells y G. K. Chesterton, no se aviene, según este último, a las «distracciones vulgares e insulsas de nuestra civilización comercial», lo que no deja de ser el mejor elogio que se le puede achacar a un escritor.

Si hubiera que juzgarlo por La dama y los laureles no cabe duda de que saldría muy airoso. Esta nouvelle no es exactamente de índole formativa, aunque como iniciación, casi rito de paso, y no menor, puede considerarse el punto culminante de la acción: el embelesamiento, éxtasis y revelación que sacude al bisoño protagonista, educado en Oxford, al que envían como comercial para que asiente la cabeza («hay que quitarle las tonterías al muchacho») a las mi nas de diamantes en la remota Sudáfrica, durante la representación, qué mejor, de La dama de las camelias. Se queda prendado ipso facto de la célebre actriz que contempla, en el peor lugar para un aprendiz de poeta rechazado por los editores y con problemas de vista graves, lo que supone un giro copernicano en su vida, aún más ante una broma de sus amigos que toma derroteros imprevisibles, entre la impostura cruel y la emoción romántica.

En la farsa Los infortunios de Svoboda (Impedimenta) de János Székely, lo iniciático, la piedra de toque que despierta al protagonista, es el momento en que llegan al pueblo los camisas pardas de las terroríficas SA hitlerianas y un malentendido, un presunto complot, le puede acarrear la ruina, como cabeza de turco. El humor, entre ácido y tierno, del autor, un poco a lo Hrabal, es muy convincente, así como la creación de caracteres secundarios inolvidables: un coronel retirado, un anciano divorciado… Si Lila o el poeta fracasado de La dama y los laureles representan a esos seres de desgracia que cuajaron como personajes redondos gracias a escritoras sureñas como F. O’Connor, W. Cather o C. McCullers y que, en nuestras letras, hasta donde se me alcanza, sólo ha recogido la narrativa singular de José Jiménez Lozano, eso sí, de manera admirable, Svoboda es un infeliz, un genuino tonto de pueblo, una especie de torpe gigante bonachón, ingenuo como un niño pequeño, de padre desconocido y huérfano desde los dieciséis años. Pero J. Székely desliza, como quien no quiere la cosa, que «la inteligencia, como se demuestra a menudo, es una cualidad demasiado sobrevalorada» y tal vez ese mozo de cuerda que se ha quedado casualmente, como Lila en Gilead, en una estación de pueblo semiabandonada, con un trabajo prescindible y anacrónico, subsistiendo de la caridad de sus vecinos, sea aquel que guarda la verdad.

En las novelas de aprendizaje siempre hay momentos conmovedores; cómo no emocionarse con la desgreñada y tierna Lila lavando en un riachuelo o con el bautismo de nieve de su criatura o con el Danny de Higgins cuando su novia neozelandesa, tumbada en la cama, con las piernas cruzadas, envuelta en una bata de un rojo peonía le espeta: «Dame calor». O cuando el analfabeto Svoboda, amancebado con una viuda chatarrera, sale robustecido, hasta con dinerillo de un lager, o cuando Polly «la Pachuli» conforta la vanidad del poeta fracasado, se compadece y estremece ante su corazón grande, transido de inutilidad lírica.

Por Fermín Herrero.