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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Philip Larkin, ejercicios de santidad civil – La Lectura

El pasado agosto se cumplían 100 años del nacimiento de Philip Larkin, escritor ácido, controvertido y misántropo que en sus versos vadeó como nadie las aguas de la incorrección. Lumen ha reeditado hace poco su ‘Poesía reunida’ e Impedimenta sus obras narrativas.

Philip Larkin (Coventry, 1922-Hull, 1985) llevaba una tranquila carrera como epígono de Yeats cuando se cruzó con la poesía de Thomas Hardy. Cambió de influencia como dicen que se cambia de religión o de amor: lo que era mimetismo se volvió audacia, lo previsible se afiló, y se sucedieron esos libros: Engaños, Las bodas de Pentecostés y Ventanas altas, donde ocurre lo que a menudo la literatura promete sin fuerza para cumplirlo: ¿hay algún lector que no salga de su lectura alterado, con una percepción más amplia sobre su vida?

Larkin reconoce su deuda en uno de los primeros poemas que escribió después de su conversión: «¿Conseguirá secar la muerte/ estos nuevos lagos de dicha, impedir que nos arrodillemos/ como el ganado jun-to a sus generosísimas aguas?», una distorsión del poema más célebre de Hardy, Los bueyes, una miniatura casi religiosa en su descreimiento sobre la conveniencia de preservar algunos engaños cuando la lucidez avanza imparable, abrasando las viejas falsedades. Pero, ¿en qué consiste la influencia de Hardy? Contención expresiva, análisis de emociones cotidianas, una sensibilidad sombría ante las «ironías del destino» y un apego a la naturaleza (que Larkin observa casi siempre en travelling, desde la ventana de un tren, mezclada con toda clase de construcciones y desechos) parecen ser las respuestas correctas. Pero el retrato serviría también para insinuar la épica del cepillo de dientes de nuestros poetas de la experiencia a quienes Larkin no se parece en nada.

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LARKIN CON SU CÁMARA ROLLEIFLEX EN 1957. FRANCES LINCOLN

Larkin es un poeta de una precisión descriptiva casi alarmante, que le sirve tanto para abordar la violación («tu mente queda abierta como un cajón de cuchillos») como para preparar un gin-tonic exacto. Un artista de los estados emocionales complejos («¿De dónde salen/ estos supuestos innatos? No de lo que nos/ parece más cierto ni de lo que más nos apetece./ Son un estilo que acompaña a nuestras vidas, hábito primero/ de pronto se endurecen hasta ser todo lo que tenemos»), un mago de la epifanía («La vida primero es tedio, luego mie-do./ La utilicemos o no, pasa,/ y deja lo que algo ajeno a nosotros eligió») y un poeta capaz de pasar de una nitidez cristalina a densidades tan sugestivas («aunque nuestro elemento es el tiempo/ no nos acostumbramos a las largas perspectivas/ que se abren a cada instante en nuestras vidas./ Nos vinculan a nuestras pérdidas o peor/ nos enseñan lo que tenemos como fue/ en su cegadora plenitud/ como si actuando de otro modo/ se hubiesen conservado) que pueden atraparnos durante años».

Larkin arrastra la fama de ser un escritor sórdido, pero para defender esta conclusión el hipócrita lector debe considerar también sórdidos asuntos tan naturales para él y para sus seres queridos como la decadencia física, el envejecimiento, el deterioro cognitivo o el miedo a la muerte. Y, aunque es cierto que el poeta escudriña (y en ocasiones escarba) en estas realidades complejas con una lucidez implacable, si en algo se regodea es en la vacuidad: vidas grises y tan corrientes como la de cualquiera (¿cuántos asesinos de dragones hemos conocido?), localizadas en ciudades anodinas, y rodeadas de objetos de escaso valor poético: cigarrillos, latas, jaboneras…

Larkin mantiene una relación ambigua con la vacuidad, a veces expresa nostalgia por la vida esfumada (cielos interminables entrevistos en ventanas demasiado altas) o su resentimiento contra la represión de las oportunidades perdidas. Pero mucho más a menudo con-templa la soledad, el aislamiento, la renuncia de la paternidad, el adiós a las tempestades amorosas… con un orgullo socarrón y tierno: conquistas de un ascetismo laico. La inquieta persecución de Wordsworth de una trascendencia que no es ya para nosotros se ha atenuado en Larkin en una especie de santidad civil, tan cargada de flaquezas y renuncias co-mo la de los eremitas antiguos.

Larkin alterna dos formas favoritas para encauzar su poesía: las odas oscuras donde el lector encontrará sus mejores poemas (En la iglesia, Aquí, Las bodas de Pentecostés, Dockery e hijo, El mar, Los viejos bobos, El edificio, Versos de sociedad o Albada) y una suerte de cancioncilla perversa donde la ligereza de los versos disimula su carga de ácido, el lector curioso puede echarle un ojo a Sea este el verso o Dinero. Pero volvamos a las Odas. Su tema predilecto es lo que el tiempo hace con nosotros. Esta preocupación le convierte en un poeta mayor de la decadencia física (un asunto desatendido o edulcorado hasta la indecencia), que Larkin suele asociar a las instituciones públicas de atención y cuidado. Ambulancias, hospitales y asilos ocupan el sitio de los consuelos religiosos y místicos que después de un siglo de lento y perseverante descrédito han perdido su viejo poder. Nadie espera ya nada del beneficio de arrodillarse.

Y ante la deliberada erosión de la sanidad pública quizás sea aconsejable leer su último consejo (casi una admonición) como una profecía: «deberíamos cuidar/ unos de otros, deberíamos mostrar amabilidad/ mientras todavía sea posible».

—Gonzalo torné, La Lectura, 30 de septiembre de 2022