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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Aquellos maravillosos años… convulsos

Arenas movedizas, título que ilustra los endebles cimientos sobre los que se erigía la RDA, habla de la vigilancia insidiosa a la que la Stasi sometía a sus ciudadanos, el encarcelamiento de disidentes y la división que surgía en las familias entre detractores y partidarios del régimen.

El mundo vivía tiempos convulsos. Los estudiantes chinos eran masacrados en la Plaza de Tiananmén, George Bush padre había jurado su cargo como 41º presidente de los Estados Unidos y los países bálticos empezaban a expresar síntomas de hartazgo de su dependencia de la URSS. En ese contexto, la noche del jueves al viernes del 10 de noviembre de 1989, el Muro de Berlín, símbolo de la Guerra Fría, se vino abajo. De estos acontecimientos nacieron, aparte de muchos mercachifles que se llenaron los bolsillos vendiendo pedruscos, un sinfín de libros, discos y películas. Uno puede perderse en el marasmo. Por eso conviene fijar la atención en un cómic que cuenta los estertores de la RDA y el desplome del socialismo en la Alemania oriental. Se trata de Arenas movedizas (Impedimenta) y lo firman los guionistas Max Mönch y Alexander Lahl y la dibujante Kitty Kahane, que imprime a la historia un sello expresionista.

Max Mönch contaba once años cuando vivía en el lado pobre del Telón de Acero. Era un niño feliz, tenía por héroes a las estrellas de los países occidentales, adoraba la música yanqui y sus sueños estaban poblados por el Pato Donald y una botella de Coca-Cola. Al día siguiente de que se hiciera añicos el Muro, visitó con su padre Berlín Oeste. Una de sus primeras visiones fue la de un bombón que viajaba en el aire y que fue a parar la cabeza de un transeúnte. Las premoniciones sobre la opulencia capitalista se quedaron cortas. «Pensé que ese tenía que ser el país de Jauja. Nos dimos cuenta bastante rápidamente de que nuestras vidas iban a cambiar por completo».

El tebeo sigue los avatares de Tom Sandman, un experimentado periodista de guerra que acaba de regresar de China, donde ha informado de la matanza de estudiantes en Tiananmén. El mundo zozobra, como le ocurre al corresponsal, que ha sido abandonado por su novia. Una orden de su jefe le saca de ese ensimismamiento depresivo: tiene que ir rápidamente para relatar los disturbios en la RDA. A Sandman le quitan el sueño un persistente dolor de muelas e Ingrid, una alemana con la que vivirá una intensa historia de amor y que le contará la pesadilla cotidiana que suponía vivir en el país comunista. Porque ella, una antigua nadadora de competición, es de las que han desertado de la RDA tras pasar una temporada entre rejas. Sin embargo, la mujer no logra zafarse de la nostalgia de volver a ver a su familia ni de la terrible sospecha de que fueron sus allegados quienes la traicionaron ante las autoridades.

Mönch creció junto con Alexander Lahl a medio kilómetro del muro. Vio escenas contradictorias que le indujeron pronto a pesar que su ciudad era singular. «Mientras algunos miembros de mi familia eran espiados por la Stasi y terminaron en la cárcel, otros se aprovechaban de las ventajas del régimen y trabajaban para el Estado. Ese conflicto también lo experimenta Ingrid, era el mismo desgarro que compartían muchos habitantes de la RDA», explica.

Los dos guionistas no han tenido que desempolvar libros de historia para documentarse. Conocen de sobra el sufrimiento de su país. Faltaba, no obstante, conferir un fondo de autenticidad a la novela gráfica, algo que han conseguido con entrevistas a testigos de aquella época. Por supuesto, para recrear aquellos momentos cruciales era imprescindible ilustrar el famoso beso que se estamparon en la boca los líderes comunistas Mijaíl Gorbachov, entonces presidente de la URSS, y Erich Honecker, su homólogo en la RDA. Pero fue un beso frío, muy lejos del mítico que intercambiaron en 1979 Leónidas Breznev y el propio Honecker. El de Breznev era sincero, fruto de dos camaradas que se necesitan mutuamente y viven un idilio político; el de Gorbachov tenía algo de Judas. El padre de la perestroika bastante tenía ya con salvar a su país de la ruina como para escuchar las peticiones del mandatario germano, quien imploraba a la URSS que le ayudase a mantener el orden en la Alemania oriental.

Mönch también vendió trozos de muro a cándidos turistas americanos en aquellos días agitados de 1989. Amasó un pequeño botín de 200 marcos, que invirtió en la compra de una bicicleta de montaña. Pasados los años, casi 25, cuando trabajaba en el rodaje de un documental, contactó a través de internet con un profesor estadounidense. «Me dijo que en diciembre de 1989 compró a un chico un pedazo de muro que resultó ser falso delante del Grand Hotel de Berlín, en la zona este. Aún lo guardaba. Me percaté enseguida de que ese chico era yo».

Por Antonio Paniagua.