Transmitir una determinada imagen que va variando según a quién está dirigida: usamos máscaras, nos investimos de algo, nos convertimos en un específico alguien a cada instante.
Me hace pensar entonces que para ser, representamos y para entender, interpretamos. Aunque a la inversa vale también: en el acto de ser, interpretamos un papel y para comprender, nos representamos el mundo de acuerdo a nuestras condiciones.
En función de esto me planteaba que escribir consiste esencialmente en ser consciente de esa multiplicación de la persona, esa sincronía del sí mismo con sus máscaras, dejarlas interactuar sin restricciones. Soltamos nuestros yoes a pastorear para observarlos. Una vez incorporado el ejercicio, eso ocurre todo el tiempo, de forma sistemática. El famoso “Yo soy otro” de Rimbaud se vuelve una piel natural del proceso y del existir. A esta altura, al menos yo no sé cómo ser si no es pensando en lo que voy a escribir o en lo que voy leyendo de otros: soy mis libros.
Total, que no había reparado en cuánto reflexionaba acerca de esos mínimos comportamientos de mis personajes –mientras les daba vida en la ficción– hasta que lo entendí explicado en la teoría de Goffman, es decir, a posteriori. Muchísimos años antes había soñado con escribir una novela teatral, que en esa época me pareció irrealizable y luego olvidé. Tampoco supe que, 20 años más tarde, estaba construyéndola hasta que la terminé: lo teatral se fue imponiendo sobre la narrativa, se entretejió con ella como una hiedra, de manera autónoma, que es como sucede a
menudo la creación artística. Titulé la historia Una casa llena de gente porque eso es para mí la literatura: una familia ilimitada y enredada, que se reproduce sin parar en forma de personajes, autores, lectores; y luego, si hay adaptaciones, se extiende en los directores, actores, espectadores.
En Una casa llena de gente, el escenario para Charo Almeida –la protagonista: actriz, dramaturga y escenógrafa– es un edificio y, más hacia adentro, la intimidad de su casa. Todo ocurre como en el interior de una maqueta. Se refleje o no en la superficie de la historia, sé que analizo la causa y la consecuencia de cada minúscula acción de mis personajes. Lo hago en mi vida diaria, con la gente que me rodea, y se filtra en mi escritura: aplico un microscopio sobre las actitudes físicas, verbales y gestuales humanas. Me resulta alucinante ese contrapunto entre lo expresado y lo no dicho, lo reprimido, lo disimulado, lo fingido, lo que sale a pesar de uno, lo que se procura aparentar y lo que el interlocutor cree adivinar. Se pone en juego la manera de ser de mi interlocutor –sus creencias, su ideología, sus prejuicios– en su decodificación de mí. Las deducciones, las inferencias, en general, la convicción que tenemos de conocer a los otros cuando, en realidad, estamos más en posesión de un ramillete de conjeturas que de un auténtico saber.
Conocer no conocemos nada, todo lo desciframos, en parte lo reponemos e inventamos. “Quien desde fuera mira a través de una ventana abierta jamás ve tantas cosas como quien mira una ventana cerrada”, dijo Baudelaire. Por eso los vecinos –como alteridad de la vida cotidiana, minúscula– son ideales: están lejos y cerca a la vez para dejar intervenir lo suficiente la imaginación. Y mi literatura está plagada de vecinos reales y simbólicos.
Luego me di cuenta de que mi libro anterior, una colección de relatos titulado Algunas familias normales, seconecta con otro libro de Goffman, Estigma (1963), donde funda el concepto de la estigmatización. Lo de “familias
normales” satiriza ese tipo de etiquetas o entelequias que usamos para categorizar, por no decir controlar, el desorden espontáneo de los eventos y la libertad. Lo “normal”, lo “correcto”, lo “admisible”, ese tipo de rótulos, esa necesidad de estandarizar o poner nombres a todo, de compararlo, de supeditarlo a lo que se supone aceptable a quién sabe qué ideario social. Todo aquello que produce estereotipos. De ahí se disparan los sambenitos también, eso me encanta, y mis personajes se la pasan (en la medida que pueden) luchando contra esas armaduras y esas falacias. Otra vez: intentaba explicar esto cuando se publicó el libro y resulta que ya lo había hecho inmejorablemente, y con fundamentos fuertes, el sociólogo canadiense.
En definitiva, lo que me llevó a Goffman fue el teatro como lenguaje o herramienta para mostrar mejor el funcionamiento de las personas en los hilos finos de lo ordinario. O según Perec, lo infraordinario. Por eso no puedo estar más de acuerdo en eso de que uno no elige los libros sino que ellos vienen a uno: nos acechan como erinias sabias y nos asaltan en el punto de la madurez justa.
—Mariana Sández, Revista Actúa, número 71