Recuerdo la tarde en la que empecé a leerlo: dos capítulos y tuve que cerrar el libro. Porque todos sabemos que la intuición, cuando a libros se refiere, pocas veces falla, y yo sabía que ese libro requería unos tiempos, un estado concreto, cierta paz que comulgase con el contenido de la historia. Oso es… No, yo no sé lo que es Oso, sólo sé que es muy bestia, muy brutal. La naturaleza, los libros, el ronroneo del agua, la soledad —la inmensa y solitaria, y aún así tremendamente acogedora, soledad—, la presencia, salvajemente tierna, de ese ser que se mueve despacio, que ignora, al principio, y pide, necesita, vive por y para, después, del calor humano, es absolutamente inspiradora. El frío, de fuera, en contraposición con el ardiente interior: de la protagonista, que se deja llevar por el vaivén de esa nueva forma de vida, que la atrapa, y del oso, que descubre que su existencia, quién sabe si por primera vez o por última, es estrictamente necesaria; que sus existencias, las de ambos, chica y oso, oso y chica, están en comunión porque deben estarlo. “Oso” te quita la respiración. Te mece, te atrapa. Es de esos libros que, a medida que avanzas en su lectura, sabes que no podrás olvidar jamás. En un panorama editorial en el que parece, si acaso no es así, que todo merece ser publicado y de lo que, con suerte, sólo se salvaría un treinta por ciento (creo que estoy siendo demasiado optimista), encontrarte con una novela de semejante calidad (bien escrito, sí, pero no sólo eso; calidad, me refiero, en cuanto a capacidad de emocionar, de pertenecer a un entorno cuya tierra mojada ni tan siquiera conocemos; capacidad de empatizar, capacidad de sentir más allá de prejuicios y de estereotipos; capacidad de ir más allá del miedo, más allá de lo grotesco, de lo establecido; capacidad para crear un mundo nuevo, inimaginable, y que resulte tan acogedor, que se sienta tan como estar en casa, tan hogar) es una pequeña salvación. Oso sólo puede sentirse, pero hay que dejarse hacer. Seguir el rastro de los libros, de las pisadas hojas amarillas y rojas del otoño; seguir el rastro de olor a cabaña, a madera ardiendo, a oso expectante, amoroso, buscando una respuesta a sus propias entrañas que tanto, tantísimo, se parecen a las nuestras.
No dejéis de acercaros a la novela, a la magnífica, suprema y soberbia novela, de Marian Engel. Por favor.
En algún momento de nuestras vidas todos tenemos que decidir si somos o no somos platónicos, pensó. Soy una mujer, estoy sentada en una escalera, como tostadas con beicon. Eso es un oso. No es un oso de peluche, no es el osito Pooh, no es el koala del logotipo de la aerolínea. Es un oso de verdad.
Medio oso, en realidad, y no es una mitad muy grande. Como se asomaba indeciso al umbral, Lou no tenía ni idea de su tamaño. Un bulto polvoriento de pelo negruzco en la puerta. Tenía un largo hocico marrón rematado en una nariz negra, seca y curtida. Sus ojos eran pequeños y tristes.
En Oso, sin embargo, hay todo un universo del que fui incapaz de hablar. “Oso” es una revolución que quizás sólo se consiga explicar con el tiempo. En el momento de su publicación tildaron a su autora, Marian Engel, de controvertida; era una novela impactante, transgresora, que ponía en jaque todo el precavido (pero subyaciente) sentir universal. Es una novela de los bajos fondos, de pasiones que se muestran y pasiones que se ocultan, de cortinas que se corren en el preciso momento en el que todo el mundo finge no querer saber. Es una novela que, precisamente, trata de ser honesto con uno mismo: quitarse la careta que se tiene frente al mundo, por supervivencia, y dejarnos llevar. En esta novela, el hilo conductor es el oso; el principio y el final es el oso; el por qué y el porque es el oso.
Ese oso en concreto era una criatura poco agraciada, decidió. No tenía nada de amenazador. No era un animal salvaje, sino una mujer madura, frustrada hasta la estupidez, que de tanto esperar el regreso de su marido ya había dejado de existir y era solo espera. (…)
Lou avanzó con cuidado por los tablones ásperos y oscuros de la leñera, entró y le sacó los restos de su cena. El oso se los comió enseguida y a continuación le dirigió lo que parecía una mirada suplicante. Guardando las distancias, Lou alargó una tiesa mano. Él se la lamió con una lengua larga, rugosa y curva, pero cuando ella intentó tocarle la cabeza, el oso la apartó y retrocedió. (…)
Lou se estaba terminando la cena cuando lo oyó rascar en la puerta para que lo dejase entrar, y pensó: «¿Por qué no?» Entonces reparó en que siempre que abría esperaba encontrar a otro. Se preguntó si, como ella, el oso también visualizaba transformaciones, si despertaba todas las mañanas esperando ser un príncipe y decepcionado de seguir siendo un oso. Supuso que no.
Era, y es, una novela que te remueve, que te lanza a unas profundidades inimaginables, que te obliga a mirarte a ti mismo pero, sobre todo, a mirar a los demás; entender nuestra composición, nuestros vínculos, a dónde nos llevan los cables, por qué son de esos colores y no otros; entender cómo hemos llegado a donde hemos llegado. Y la ambientación… Es inmejorable. Íntima, desgarradora, ruidosamente silenciosa. Truena, entre las páginas, pero la lluvia es sorprendentemente cálida. Afuera, la nieve, estática, las hojas, estáticas, el río, las barcas, los motores a lo lejos, la tienda de ultramarinos, la isla, parecen contener la respiración. Aguardan el momento en el que la obra llegue a su momento más espectacular. Y ese momento, inesperado e impactante, tendrá sentido y… sí, lo entenderemos. Pese a todo.
Volvieron a nadar. Jugaron a ser focas. Él se zambulló debajo de ella y le sopló burbujas en el pecho. Lou se abrió de piernas para atraparlas.
Oso es una delicia, una experiencia de lectura sin parangón.
Vivían juntos, dichosa e intensamente. Lou sabía que la piel, el cabello, los dientes y las uñas le olían a oso, y ese olor le resultaba de lo más agradable.
Por Ainize Salaberri.