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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Laudatio Sergio Ramírez, ceremonia de entrega del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2022 a Mircea Cărtărescu

Mircea Cărtărescu, 26 de noviembre de 2022, FIL Guadalajara (México)

La máquina que teje la imaginación

Me he entregado a una lectura apasionada de Mircea Cartarescu, dejándome arrastrar por el torrente impetuoso e incesante de esa prosa minuciosa suya donde un sueño repone a otro y el mundo real va a dar a través de un atajo imprevisto a otro irreal y los dos no son entonces sino imágenes paralelas que se abren en correspondencia infinitas, porque un universo contiene al anterior y contendrá al siguiente, y la dimensión de la página no es sino el reflejo de otra que se escapa por los márgenes.

Un solo libro que se escribe de manera incesante, compuesto por distintas novelas, porque se trata de un mismo cosmos que tras la explosión original siempre estará expandiéndose de manera infinita sin encontrar nunca sus límites, la obra alucinada y alucinante de un escritor que es a la vez escrito por otro, y que contempla el mundo inscrito sobre el cráneo rapado de una mujer, y entonces sabe que, “desde una altura que no se puede calcular ni en millas, ni en pársecs, alguien, inclinado sobre el gigantesco cráneo de otra mujer, lo contemplaba también a él, incrustado en su pequeño mundo, y así hasta el infinito, hacia arriba y hacia abajo, en una escala de una aterradora magnitud”.

Un sueño que, como en los laberintos de Borges, contiene otro sueño, que a la vez se encuentra en otro sueño, donde, también, un hombre tiene el proyecto de soñar a otro hombre, y acaba descubriendo que, también él mismo es la imagen de otro sueño.

En las visiones de Mircea el macrocosmos contiene y replica al microcosmos como en loa cuadros de El Bosco, donde lo alucinante se vuelve ordinario, o en los de Remedios Varo, un bosque de columnas en una ciudad deshabitada, como las de Mircea, cubiertas por cúpulas duras y transparentes, ciudades en cuyas plazas y calles desembocamos bajo una luz de azufre y fosfato, opresivas en su misterio y melancolía como las de Chirico, estatuas solitarias y arcadas que se pierden en la distancia, o, como las de los grabados de Escher, escaleras obsesivas que ascienden hacia ninguna parte.

Puertas frente al océano como las de Magritte, por las que penetrar a las ciudades invisibles de Ítalo Calvino, “una ciudad microscópica que va ensanchándose y termina formada por muchas ciudades concéntricas en expansión, una ciudad telaraña suspendida sobre un abismo, o una ciudad bidimensional”.

Y Mircea tiene su propia ciudad sumergida: “edificios colosales con columnas y capiteles, ministerios y hoteles, universidades y tiendas, abarrotados por su pueblo de estatuas, habitados por cangrejos y visitados por bancos de peces, (que) empiezan a disolverse como la arena…”.

Ciudades decrépitas e inhóspitas donde la historia se cuenta en las capas geológicas de los muros, gárgolas, estatuas carcomidas. “Cuando camino por la calle, me doy cuenta de repente de que estoy en una calle inexistente del Bucarest real”, dice.

La búsqueda de Bucarest no puede terminar nunca y todo se repite: “tal vez saliera siempre en otra ciudad, en otro barrio, de una infinidad de ciudades superpuestas, cada una con sus árboles, sus ventanas y sus niñas, completamente idénticas, que hacían los mismos gestos en el mismo instante”.

Porque el Bucarest de la memoria es el Bucarest de la imaginación: “Bucarest es mi propia ciudad, creada por mí a partir de los recuerdos de mi infancia y mi adolescencia, cuando sus calles, sus edificios, sus cines y sus mercados fueron tallados directamente en el blando mármol de mi cerebro”.

La puerta en el muro de H.G. Wells, que se abre para el niño “conduce a realidades inmortales”, un espléndido jardín donde dos panteras, enormes y aterciopeladas, juegan con una pelota.

Pero a través de esa puerta el niño de Mircea entra a un mundo distinto, porque no se trata de un jardín encantado, sino de “un espacio estrecho, entre bloques grises, una especie de patio interior de asfalto. En uno de los lados tenía una cerca prefabricada de hormigón, más allá de la cual, entre acacias de hojas redondas, se distinguía un inmenso edificio de ladrillo, con frontones y torres como los castillos de los cuentos”.

Y descubre pasadizos subterráneos, cámaras secretas, lo fantástico pesando sobre la membrana de la realidad hasta volverla deforme. Y en el sótano lo que se halla son las máquinas que tejen la realidad, igual que las parcas tejen el destino: “cuando una hoja caía de un árbol, aquellas maquinarias negras y grasientas, con un montón de lenguas dentadas, piñones, palancas, cruces de Malta y cremalleras, con lentes abombadas y pistones delgados como un dedo, la rehacían de inmediato”.

Todo viene a ser posible porque, al fin y al cabo, “estamos hechos de la misma materia que los sueños, y nuestra pequeña vida se envuelve en un sueño”. “Las altas torres, cuyas crestas tocan las nubes, los suntuosos palacios, los solemnes templos, hasta el inmenso globo, sí, y cuanto en él descansa, se disolverá”, dice Próspero en La Tempestad de Shakespeare.

La realidad se descoyunta, y por sus hendiduras y resquicios alumbra el milagro. “En el cráneo de Herman había, acurrucado, un niño. Un feto grande y pesado, con la cabeza inclinada hacia la base del cráneo, listo para nacer. Ocupaba casi todo el interior de la cavidad ósea, transparente ahora como el cristal. Un cordón umbilical unía al niño a una capa fina del cerebro que le servía aún de placenta y que se había vuelto también traslúcido…”.

La realidad no es sino un espejo puesto frente al otro. Los hermanos gemelos son “idénticos pero opuestos, idénticos en la densidad infinita del mundo y opuestos en cada uno de sus instantes…se buscarían por el paraíso sombrío de la cosmología, a través de la grisura de la luz humana y a través del infierno luminoso de la mecánica cuántica, para disolverse en la llama cegadora, creadora y destructora de mundos…”.

Y, como en Borges, siempre somos el otro, queremos ser el otro, entrar en su propio misterio: “Al contemplar a algún transeúnte por la calle, un organismo biológico envuelto en tela”, dice el narrador, “he querido muchas veces desnudar, en una violación desesperada, su verdadero rostro, despojarlo de las aglomeraciones celulares: la piel de la cara, los ojos, el cráneo y los maxilares, abrir con brutalidad los hemisferios cerebrales para encontrar ahí… el recuerdo de su primer día de escuela”.

En esa urdimbre  verbal compuesta de hilos de biología, microbiología, genética, fisiología, anatomía, cosmografía, física cuántica, siempre estaremos descendiendo hacia el infierno, y cuando tocamos la realidad nos encontramos con sus endriagos, ese museo de microbios magnificados donde contemplamos dentro de una urna a la pareja de Nicolás Ceaucescu y Elena Petrescu, personajes de Dostoyevski, personajes de Kafka, cómicos y siniestros. 

Y los esperpentos, marido y mujer, al tocar la realidad la vuelven de piedra, la cubren de sangre. “Cuarenta mil muertos en Timisoara. Vagones cargados de muertos, desnudos y atados con alambre de espino, con marcas de torturas salvajes, que llegaban a Bucarest para ser incinerados. Y la gente corriente, como las hormigas de los troncos de los árboles, ciegas a todo lo que estaba a más de dos centímetros de sus cuerpos negros y duros”.  El tren amarillo que lleva a botar a los obreros asesinados en la huelga bananera en Cien años de soledad.

Las páginas que escribe ya están allí desde antes, sólo quita el velo que las separa de los ojos. Y son más reales que la mentira oficial que sale de los altoparlantes de la pareja siniestra, “el nuevo faraón”, que “dominaba el tiempo, los eclipses y la alineación de los planetas, enviaba las lluvias en su momento y aumentaba exponencialmente la fertilidad del país por el que fluían, en la tele, la leche y la miel…”.

Y la sátrapa merece mientras tanto retratos de “doncella renacentista, correteando feliz por un campo esmaltado de violetas, de la mano de un joven atlético, con un jersey de cuello vuelto, ni más ni menos que el Camarada Secretario General del Partido, Comandante supremo del ejército, cabeza de la Iglesia Ortodoxa Rumana, Rabino jefe de la comunidad judía, Arquitecto general de la Capital, Maestro Supremo de la Logia Masónica, el primer minero, agricultor, ingeniero, poeta, metalúrgico, merceólogo, meteorólogo, y urólogo del país.”.

Aparece entonces por las calles la revolución rumana, y es “una joven de diez metros de altura, con los pechos desnudos visibles a través de la blusa de algodón sobre la que colgaba un collar de ducados austriacos y con las caderas envueltas en una saya de seda cruda…”.

Llamar fantástica a esta literatura, o llamarla ciencia ficción sería demasiado banal.  Mircea respira “el áspero perfume de la ficción”. La escritura es un don: “…puedes saber que existe la Salida, que existe el Reino, pero que tú, que estás hecho para ellos, impecable con tu traje de boda, no recibirás sin embargo la llamada”.

Su cuerpo como pluma, su sangre como tinta, su mente como cuaderno.

Un ovillo de universos encajados en sus bielas, que nunca cesan de girar.

—Sergio Ramírez (Premio Cervantes 2017)